JINETES EN LA TORMENTA

de:
Alejandro Tello Peñalva





María Teresa y sus amigas estuvieron hablando del cura nuevo mientras la música les ponía los tímpanos en carne viva y los chupitos de aguardiente a unas les hacía amodorrarse sobre la barra y a otras les daba por bailar y dar gritos entre risas descompuestas en el bar de copas “Mac Ario” al que iban todos los sábados. Está buenísimo, es clavado a George Clooney, ¡creo que me lo voy a llevar al huerto! ¡no dejaré que un bombón así se desperdicie dando rollo a las beatas! dijo María Teresa levantando un chupito de orujo y echándoselo al gaznate de un trago, gesto que rápidamente fue jaleado y aplaudido por sus amigas entre risas y gritos histéricos. ¡A que no te atreves! dijo desafiante una chica desde un taburete al final de la barra. ¡Ya lo verás!, yo no soy como tú, rica, que ligas menos que mi abuela, yo lo que digo lo hago, contestó María Teresa empleando el mismo tono provocador.
Al salir el sol, los camareros del bar de copas, abrieron el portón de la entrada y con paciencia, oficio y mañas de muleros, fueron sacando a la calle a la nutrida clientela que reculaba como vampiros ante la luz que entraba de la calle. María Teresa se despidió de sus amigas en la puerta del local, no sin antes insultar, como solía, a los camareros y a un policía municipal que venía a supervisar, “el desencajonado de los bichos y de las bichas, que son mucho peores” como acostumbraba a decir.
María Teresa tomó el camino hacia su casa con paso vacilante, aturdida por la intensa luz que ni sus gafas de sol, modelo “Stevie Wonder”, podían filtrar del todo. Respiraba el aire fresco de la mañana pensando, entre los vapores de su borrachera, que tanto aire puro no podía ser bueno para el cuerpo y se encendió un cigarrillo al que dio unas ansiosas caladas. Oyó un portazo que resonó como un trueno en el silencio de la calle, levantó la cabeza y vio al cura nuevo a unos pocos metros delante de ella, andando con enérgicos pasos, haciendo resonar los zapatos de suela de cuero contra las baldosas de la acera como si fueran cascos. María Teresa tiró el cigarrillo y avivó el paso con intención de alcanzarle y lo hizo, pero para ello tuvo que echar a correr porque veía que le perdía. El cura estaba fresco y en forma, sus largas piernas de atleta daban amplias y rápidas zancadas. Le alcanzó justo en el umbral de la puerta trasera de la iglesia, cuando ya sacaba la llave de la cerradura y giraba el picaporte. Buenos días, padre, dijo sonriendo entre los jadeos, ¿podría confesarme?, consiguió decir con dificultad, mirándole descaradamente a los ojos y respirando fatigosamente con la boca abierta como un pez. Voy un poco justo de tiempo, pero bueno, vamos, dijo invitándola a entrar en un pequeño portal. Cerró la puerta y le hizo un gesto para que le siguiera. María Teresa, medio cegada por la oscuridad y tapándose la nariz y la boca porque no soportaba el intenso olor a cera y alcanfor que se respiraba allí dentro, le siguió por un pasillo hasta una habitación sin ventanas, con unos cuadros antiguos al óleo de vírgenes colgados de las paredes, un perchero de hierro forjado y unos bancos de madera. Espera aquí, enseguida estoy contigo, dijo.
A los cinco minutos llegó vestido con la sotana, la estola y un librito de tapas negras en la mano. Cuando quieras, le dijo. La chica se levantó y le siguió por un largo corredor hasta salir a una puerta que daba al altar mayor, bajaron unos escalones de mármol y tras unos breves pasos que hicieron crujir con fuerza las maderas del entarimado, llegaron al confesionario. Él levantó unas cortinas negras de raso y se metió dentro, ella se puso de rodillas sobre un reclinatorio y acercó la cara hasta dar con la punta de la nariz en la ventanita de celosía a través de la cual le veía mirar el reloj y acomodarse en un taburete. Ave María purísima, dijo María Teresa jugando con los dedos entre las tablitas barnizadas mientras le miraba fijamente con una sonrisa perversa. Sin pecado concebido, contestó él para, acto seguido, preguntarle: ¿de qué quieres confesarte?. He pecado padre, un pecado bien gordo, dijo tapándose la boca para ahogar una risa floja. El cura notó algo raro y le preguntó si le ocurría algo. No, estoy muy bien, dijo la chica sin dejar de sonreír. Verá usted, hace un cuarto de hora le he visto salir de su casa y me he sentido atraída por usted, se puede decir que he tenido pensamientos y deseos impuros, pero impuros de la hos… dijo sin poder ya contener una pedorreta con risotada final. El cura saltó del habitáculo echando la cortina hacia arriba con tanta fuerza que la dejó colgada de la cruz de madera que remataba el confesionario. Agarró a la chica del brazo, la levantó y la sacó casi en volandas de la iglesia y ya en el portal le dijo con la voz muy serena, sin alterarse lo más mínimo: anda, vete a casa a dormir la mona que buena falta te hace. Ella salió dando un traspiés con la puerta y tapándose la boca para ocultar una risa tonta que cuanto más esfuerzos hacía para contenerla, más se le desataba y descontrolaba.
Llegó a casa y vio el tractor de su padre frente a la fachada. La puerta estaba abierta y al entrar se cruzó con él, que salía con la alforja al hombro y el botijo en la mano. Al ver el botijo le dieron ganas de echar un trago, pues la resaca empezaba a dejarle el habitual sabor amargo en la boca y esa sequedad en la garganta como si la tuviera de cartón. Pero no se atrevió, tan sólo alzó un poco la cabeza en dirección a él, a modo de saludo, pero éste rehuyó la mirada y apretó el paso hacia el tractor, que puso en marcha con dos secos acelerones, y salió calle abajo con el ronroneo del motor apagándose poco a poco hasta desaparecer. María Teresa cerró la puerta, subió a su cuarto y quitándose solamente la raída cazadora de cuero y las aparatosas botas de obrero de altos hornos que gastaba, se dejó caer en la cama boca arriba, cerró los ojos y se durmió.
Se levantó a las tres de la tarde con una sed insaciable y un fuerte dolor de cabeza. Se asomó a la ventana, el tiempo había cambiado, el cielo estaba totalmente cubierto, a lo lejos vio una cortina de agua avanzando tan deprisa que antes de un minuto las primeras gotas ya estaban chocando contra el cristal. Bajo la ducha, recordó vagamente que había estado en la iglesia hablando con el cura nuevo, pero no conseguía acordarse de lo que hizo ni de lo que dijo, estaba todavía muy aturdida y confusa. No tengo que beber tanto, ni darle al canuto como le doy, ¡joder! siempre digo lo mismo y nunca lo hago. Bajó a la cocina con el albornoz y una toalla a la cabeza. Sobre la mesa había una nota de su madre: “ Tu padre y yo hemos salido de visita, hazte unos fideos con el caldo del cazo y cómete el cocido que te he dejado en la olla, te sentará bien”. La leyó y la dejó sobre la mesa. No tenía ganas de comer, se abrió una cerveza, se lió un canuto, puso los pies en la mesa y encendió la televisión a la que miró un instante de reojo. Estaba pensando en él, en lo mucho que le gustaba. Para una vez que viene un tío bueno al pueblo, resulta que es el cura nuevo, pero me da igual, como si es el obispo, no lo dejaré escapar, pensó, y al mismo tiempo se le ocurrió que podía ir a hacerle otra visita, pero esta vez llevaré toda mi “artillería”. Le entró la risa de pensarlo, se atragantó y se echó toda la cerveza que tenía en la boca sobre la pechera del albornoz.
Volvió a su cuarto, se secó el pelo y sacó varias minifaldas del armario y se las fue probando una a una mirándose en la luna del armario con poses provocativas. Al final eligió una minifalda poco más del doble de ancha que las cintas que llevan los tenistas en la frente, una prenda que su madre le tenía prohibido ponerse y había amenazado muchas veces con echarla al fuego. También se probó unas cuantas blusas y camisetas y al final optó por una camiseta muy ceñida y escotada que dejaba el ombligo al aire. Estuvo pintándose otro cuarto de hora largo, dándose mucho rímel y colorete y, finalmente, se revocó los labios con una gruesa capa de carmín. Después se puso unos zapatos rojos de charol y salió del cuarto, pero antes de hacerlo se miró por última vez al espejo y poniendo morritos le dijo al espejo: lo siento querido D. José Luis, ya puedes rezar lo que sepas y debes saber mucho, pero será inútil, tu suerte está echada, no tienes escapatoria. ¿Quién te manda parecerte a George Clooney y venir a este pueblo?.




D. José Luis acababa de comer y estaba tumbado en el sofá reposando la comida y hojeando el periódico del domingo, aunque iba a dejarlo ya, vencido por una dulce modorra. Cerró los ojos y en ese instante oyó cuatro timbrazos muy seguidos, parecía que alguien al otro lado de la puerta tenía mucha prisa. Dejó el periódico sobre la mesa camilla y se fue a abrir, malhumorado, pensando que ya le habían fastidiado la siesta. Miró el reloj de pared del pasillo, marcaba las cinco en punto, consultó su reloj de muñeca y marcaba la misma hora exacta. No tenía ni idea de quién podía ser a esas horas, esperaba que no fueran los amigos y amigas de D. Apolonio, que venían a tomar café y que eran más pesados que las moscas. Pero no tenía más remedio que aguantarlos mientras estuviera D. Apolonio en la casa, cuando se jubilara y se quedara él de cura titular ya se encargaría de espantarlos. Quien quiera que fuese, esperaba poder despacharlo pronto, ese día tenía mucho sueño, el tiempo lluvioso le acarreaba inevitablemente un fuerte dolor de cabeza y una modorra invencible. Además, ese domingo había madrugado mucho, se había levantado a las seis y media de la mañana, se había duchado y afeitado y a las siete y cuarto salió para la iglesia a dar la misa de ocho, como todas las mañanas desde que llegó al pueblo. Hacía ya un mes que había cantado misa por primera vez y este pueblo era su primer destino. Aún no dominaba bien el oficio, por eso se iba a la iglesia con tiempo para tenerlo todo preparado. El cura titular se jubilaba después de cuarenta años en la parroquia y él venía a sustituirlo, pero antes tenía aprender de todo un maestro como D. Apolonio. Éste le dijo que fuera a dar misas de ocho para que fuera soltándose un poco. Eran misas a las que apenas acudían cuatro beatas aburridas y soñolientas que no se enteraban ni de donde estaban, algunas daban unas tremendas cabezadas y unos ronquidos que parecían salir de las fauces de la mismísima Bestia, más de una vez se había asustado porque no creía posible que esos rugidos pudieran venir de ellas, y a otras se les iban algunos pedos que resonaban en la nave como trompetazos del Juicio Final, pero ¿qué podía hacer él? era gente mayor y, por respeto, había que callarse y hacerse el loco.

Se asomó por la mirilla y la vio. Era ella, la pelirroja que había estado esta mañana a confesarse con una buena tajada encima. ¿Que querrá ésta ahora? se preguntó e inmediatamente alzó la voz para que le oyera ¡¿Quién es?!. Soy María Teresa, nos hemos visto esta mañana, abra que me estoy calando, respondió. Abrió la puerta y la vio pasar al zaguán cerrando el paraguas y dando tiritones bajo una gabardina que chorreaba mucha agua. Le cogió el paraguas y le dijo que se quitara la gabardina pues estaba mojando la alfombra, ella se la quitó y se la dio. Cuando D. José Luis la vio vestida con la minifalda y la camiseta se le cayó el paraguas al suelo y al ir a cogerlo se le escurrió la gabardina del brazo. Al volver a agacharse, la miró otra vez y pensó en lo que decía su abuela de algunas que salían en televisión en la época del destape: no lleva ropa encima ni para hacer la mecha de un candil. Te vas a resfriar, atinó a decir mientras colgaba la gabardina del perchero y dejaba el paraguas en el paragüero. Pasaron al salón en donde le ofreció asiento, ella se sentó en el sofá frente a él que lo hizo en un sillón orejero. Tu dirás María Teresa, dijo D. José Luis juntando las manos y echándose para atrás. Quería pedirle disculpas por lo de esta mañana, acababa de salir del bar de copas donde habíamos celebrado una despedida de soltera y no estaba muy en condiciones, tuvo que mentir en lo de la despedida para justificar de alguna manera la borrachera. Pero lo que dije era la verdad, continúo diciendo sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, cuando se está borracha no se puede mentir. ¿Qué verdad es esa? preguntó el cura sabiendo lo que quería decir pero haciéndose el olvidadizo. Pues la verdad es que me gusta, que me siento muy atraída por usted, o por ti, si me permites que te tutee, acabó diciendo mientras clavaba su mirada un poco más en los asombrados e incrédulos ojos del cura. Éste, desde que la vio por la mañana en la puerta de la sacristía supo que estaba perdido si se había enamorado de él, y eso parecía según le miraba; y ahora estaban allí solos frente a frente. Ella con sus espléndidos dieciocho o veinte años, su cuerpo mareante, su hermosa cabellera roja como fuego enmarcando una preciosa cara de muñeca con unos grandes ojos color miel; y él mirándola con un deseo creciente que sabía le iba a resultar difícil de dominar si ella seguía mucho tiempo más mirándole con ese gesto tan dulce, tan encantador y esa mirada deslumbrante hundiéndosele en lo más profundo. Nada más verla, le recordó a Inés, una chica a la que conoció cuando empezó el seminario y con la que estuvo viéndose una temporada, apenas un rato todas las tardes cuando salía con sus compañeros a dar un paseo por la ciudad. Estaba muy enamorado de ella y ella de él, y pensó dejarlo todo, pero no se atrevió a hacerlo porque sabía el disgusto que iba a darles a sus padres, sobre todo a su madre que acababa de perder a su hijo, el mayor de los dos, en accidente de tráfico y estaba muy ilusionada y feliz con la idea de que el único hijo que le quedaba fuera sacerdote. Y por quedar bien con ella y no desilusionarla después de lo que había pasado, tuvo que tomar la terrible decisión de dejar a Inés, mandándole una carta que le costó un tormento escribirla, porque en ella le pedía que se olvidara de él; que no la quería, y eso era la mayor de las mentiras, además de una cobarde e imperdonable traición. Eso le amargó la vida hasta el punto de pensar seriamente en el suicidio, pero no tuvo valor a hacerlo, al fin y al cabo le daría un disgusto más gordo a su madre que si dejaba el sacerdocio. Intentó olvidarla con todas sus fuerzas pero fue inútil, su recuerdo le perseguía durante todo el día, pero lo peor eran las noches y de nada le servía rezar ni estudiar, nada era capaz de apartarla de su corazón y de su mente. Entonces se dio cuenta que el amor estaba por encima de todo, hasta de Dios, porque estaba seguro que nunca le necesitaría a Él con la intensidad y pasión con que la necesitaba a ella. Creyó volverse loco de dolor y sufrimiento durante el primer año sin verla. Y aunque nunca la olvidó, al menos aprendió a convivir con el dolor que unas veces dolía más y otras menos, como una amputación. Los días de lluvia solían traerle tristeza y melancolía y la vieja herida parecía abrirse y el dolor se hacía más vivo e insoportable. Y dos lagrimones como dos cebolletas surcaron las mejillas de D. José Luis cuando ella, sin decir nada, extendió los brazos hacía él, que se levantó del sillón y se arrojó a ella abrazándola. Permanecieron unos segundos abrazados, al cabo de los cuales empezaron a besarse cada vez con más ardor y delirio, parecían dos hambrientos caníbales desdentados devorándose mutuamente, pugnando por comerse el uno al otro con una violenta y enardecida pasión.

Así estuvieron un buen rato, jadeando y resoplando como bestias hasta que ella empezó a sacarle el faldamento de la camisa y después a tantearle la hebilla del cinturón. En ese momento, él la cogió de la mano sujetándola y con una nueva ofensiva de besos le susurró al oído que era mejor dejarlo para la noche: esta noche pasaré a recogerte con el coche donde me digas y nos iremos al campo, le dijo con la respiración agitada, mordisqueándole la oreja para después rodearla con sus brazos y abrazarla fuertemente, con el mismo desesperado ímpetu de un náufrago abrazándose a un madero flotando a la deriva. Sonó el timbre de la puerta y saltó del sofá como un resorte, se quitó el carmín de su cara con una servilleta de papel y salió hacia el zaguán metiéndose el faldamento de la camisa y pasándose la mano por el pelo para amagárselo. ¡¿Quién?!, preguntó. Soy yo, Apolonio, que ya son las casi las seis y media, me voy para la iglesia, allí te espero, dijo la voz al otro lado de la puerta. D. José Luis abrió la puerta y sintió la lluvia en su cara, y cuando se asomó vio la espalda de D. Apolonio alejándose a paso lento bajo su enorme paraguas negro. Cuando volvió, María Teresa ya tenía puesta la gabardina y el paraguas en la mano. Me voy, dijo dándole un beso, te espero esta noche a las doce a la salida del pueblo, detrás de la cooperativa vieja. No faltaré, dijo dándole un rápido beso en la boca y acompañándola hasta la puerta. Antes de que saliera, se asomó a un lado y a otro para asegurarse que nadie la veía salir, no vio ni un alma, la lluvia había encerrado a todo el mundo en sus casas. María Teresa salió y él se quedó en el umbral mirando embobado como se alejaba calle arriba clavando los tacones en la acera mojada que reflejaba borrosamente su figura hasta que ésta fue diluyéndose en la neblina del aguacero.




Sonaron unos timbrazos muy seguidos, D. Apolonio los oyó vagamente en sueños y se despertó quedándose muy quieto y alerta para estar seguro que no soñaba. Los timbrazos seguían sonando con una urgencia que no recordaba ya en sus largos años en el pueblo, bueno, quizá cuando se quemó parte de la capilla de S. Antón y vinieron a llamarle los vecinos. Se levantó de la cama, se puso la bata y salió al balcón, no estaba nervioso ni siquiera preocupado, tan sólo intrigado y un poco aturdido por el sueño. Lo bueno que tienen los años, y él iba para setenta y cinco, es que te enseñan a no perder nunca la calma ni a dejarse arrastrar por el pánico. “Hay que mantener la calma en todo momento pero, ¡ojo!, no confundamos a la persona calmada y sosegada con la temerosa y pusilánime” muchas veces lo había dicho en sus sermones cuando arremetía contra los encogidos y calzonazos.
¡Quién va?! dijo levantando su voz cascada y mirando hacía la calle sin ver a nadie, volvió a preguntar y vio a un paraguas salir de debajo del balcón, y un hombre salió de debajo de él como un gnomo de su seta; y quitándose la boina dijo con voz firme y un poco angustiada, soy yo D. Apolonio, Telesforo, el tractorista de D. Tomás, me acaba de llamar mi sobrina por el móvil, me temo que tengo que darle una mala noticia, algo muy grave, baje usted y dese prisa, dijo con la cabeza levantada y los ojos entornados por la lluvia. ¡Ahora voy, y no toques más el timbre que me lo vas a quemar!. D. Apolonio se vistió y bajó a la calle. Bajo el balcón, pegado a la puerta le esperaba Telesforo con el paraguas abierto para acompañarlo hasta el tractor, al que subió D. Apolonio con no poco trabajo y gracias a la ayuda del tractorista.

Salieron del pueblo y enfilaron un camino muy embarrado y bacheado. ¿Se puede saber qué pasa?, preguntó el cura levantando mucho la voz para hacerse oír en medio del ensordecedor ruido del motor. Ya estamos llegando, dentro de poco podrá usted verlo por sí mismo. Y al llegar a lo alto de una pequeña cuesta el tractor frenó, el cura calculó que estaban a un par de kilómetros del pueblo. Bueno, ¿y ahora qué?, preguntó el cura que miraba a través de los cristales de la cabina y no veía nada pues estaban cubiertos de gotas, sucios y empañados. El tractorista abrió la puerta de la cabina y señaló un punto. El cura asomó la cabeza y vio una enorme laguna y en el centro de ella a un Ford fiesta rojo con el agua a punto de cubrir las ruedas. No preguntó más, ya lo sabía todo.

Cuando le llamaron del obispado diciendo que tenían un sustituto para él se puso tan contento al ver llegada la hora de su jubilación, una jubilación tantas veces postergada por unas cosas y otras. Y esta vez tampoco se lo creía hasta que un día vio llegar a José Luis. El chico era bien majo, demasiado majo para su gusto, porque pensaba que un cura no debía destacar por su físico, lo ideal es que tenga una apariencia normal, que pase lo más desapercibido posible. Así se evita que pasen estas cosas. El primer domingo que le ayudó a misa, con lleno a rebosar, (como se sabe, los domingos va todo el mundo a misa para lucir sus mejores galas), ya notó como le miraban algunas chicas y otras no tan chicas. Y sobre todo, como mantenía él las miradas e incluso se permitía la ligereza de devolverles algunas sonrisas. Pero calló, pensando que no debía juzgarlo tan pronto, que debía dejarlo un poco tiempo a ver que pasaba. Habló con un cura de los alrededores, amigo suyo y le contó lo de este chico y le dijo que ahora todos venían más o menos igual: “ya no los pican como nos picaban a nosotros, ya sabes, tres puyazos, tres pares de banderillas y las astas afeitadas, si me permites la expresión; ni son tan tontos como éramos nosotros, se dan cuenta que el celibato es un atraso, una regla que se ha quedado obsoleta respecto al avance de la sociedad. Y yo digo que tienen razón, sí señor, somos hombres y tenemos instintos que no se pueden reprimir, (¿acaso no has oído hablar de “criadas” “barraganas” y “sobrinas” sospechosas?) porque, y permíteme la comparación, cuando se promulga la ley seca, ¿qué se está haciendo?, ¿a ver si lo sabes? yo te lo digo: se está invitando a beber al más abstemio, a buen entendedor…. De modo que, y siguiendo con la analogía, donde se prohibió la botella, ahora existe un alambique”. Estoy de acuerdo en eso pero también hay que tener en cuenta que todos son voluntarios, ¿o no?, y antes de entrar en el seminario ya saben lo que hay, en fin…, quizá sea injusto, pero los votos son los votos ¡releches!, se dijo mientras limpiaba con la mano el vaho de la ventanilla, miraba al coche y veía la mano levantada de D. José Luis que le había reconocido y le saludaba. Mientras D. Apolonio contestaba al saludo le preguntó al tractorista como iban a sacar el coche y le dijo que estaba esperando que viniera un amigo suyo con un cable. Como se temió el viejo cura, la noticia corrió por el pueblo como la pólvora y a los diez minutos llegaron varios todo terrenos y tractores con remolques entoldados llenos de gente a ver el rescate.

Después de un buen rato deliberando se decidió que a falta de una barca, lo mejor es que trajeran del pueblo un caballo o mula para entrar en la laguna. Vino la mula y a lomos de ella, un muchacho llevó el cable, lo ató al coche y dos tractores tiraron de él hasta que lentamente y con mucho esfuerzo y paciencia lo fueron acercando al camino.




Subidos al asiento de atrás y arropados con una manta, María Teresa y D. José Luis contemplaban a través de los cristales, tan empañados que constantemente tenían que quitar el vaho con la mano, a la gente congregada en la orilla de la laguna. Menuda romería se ha montado, que poco tiene que hacer la gente, que poco tienen que rascar en sus vidas para venir aquí con la que está cayendo, dijo la chica empleando un tono amargo y desagradable. No te quejes, han venido a sacarnos, dijo él mirando por la ventanilla.. No digas tonterías, han venido a ver como nos sacan por el morbo de ver al cura y la menor abrazados en el asiento trasero de un coche y así tener algo que contar en sus aburridas reuniones de marujas y curritos de los sábados, pero a mí me la traen floja toda esa panda de estúpidos que se creen que la vida es lo que sale en la televisión, en las revistas del corazón y en el programa “Tómbola”, dijo María Teresa visiblemente enfadada. Un momento, dijo él mirándola fijamente, ¿ que has querido decir con eso de “la menor”?, tú ya tienes dieciocho, ¡no me jodas!, dijo muy cabreado y asustado. Casi, aún me quedan seis meses para cumplirlos, dijo la chica dándole un beso en la pálida y helada cara del cura que no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Y ahora que vamos a hacer? preguntó él mientras pasaba la mano por el cristal para desempañarlo una vez más. Es fácil, diremos que hemos salido a tomar el aire y hemos atascado, ¿qué pasa? tranquilo tío, en estos casos, lo mejor es no ponerse nerviosos, no hemos cometido ningún crimen, ¿o sí?. No, supongo que no, aunque a mí no sólo me van a echar de la iglesia, algo que ya me da igual, sino que voy a ir a la cárcel, eso es lo más jodido de todo esto.

Y el ya más que seguro ex–cura abrazó a la chica que empezaba a tiritar a causa de la humedad y del frío mientras miraba el nivel del agua que ya empezaba a alcanzar el asiento. Se arrebujaron en la manta, juntaron sus caras para darse calor mientras veían acercarse a un chico arrastrando un cable de acero montado en una mula. El chico ató el cable al parachoques y avisó con un silbido a los tractores para que tiraran. El tirón removió el coche y la pareja se agitó dentro de la manta. Y de esa manera, a pequeños tirones fueron acercándose lentamente a la orilla. Cuando sintió el primer tirón, el cura se despabiló, se frotó los ojos y, dejándose las manos sobre la cara, se puso a recordar las últimas horas desde que la recogió a las afueras del pueblo hasta que el agua les rodeó por todas partes. Miró de reojo su reloj sin quitarse las manos de la cara, eran las ocho de la mañana, llevaban ocho horas en el coche, toda una jornada laboral, ocho horas que no olvidaría en mucho tiempo y que pasaron tan deprisa que apenas se había enterado; ¡joder!, pensó, que rápido pasa lo bueno. Y se puso a reconstruir en la memoria, recreándose en ello con sumo placer, esas horas fugitivas, salvajes y maravillosas:

“Eran las doce y cinco de la noche cuando la recogí. Antes de salir le dije a D. Apolonio que me iba a ver una película al pueblo de al lado con unos chicos del coro parroquial. Vendré tarde, no me espere levantado, le dije eso porque algunos sábados al volver del cine, había visto la luz encendida en su cuarto, y una vez me dijo que no podía dormir pensando que podía pasarnos algo con el coche.
Nada más montarse en el coche, María Teresa apuntó con el dedo al frente y dijo ¡adelante! al tiempo que sacó una cinta del bolso, la metió en el radiocassette y empezó a sonar “ Riders on the storm” (Jinetes en la tormenta) de The Doors. Le dio volumen, se encendió un canuto y dijo conocer un lugar cercano, apartado y seguro, a salvo de miradas curiosas, situado en una suave hondonada, y allá fuimos. Seguía lloviendo. Yo le dije: a ver si luego no vamos a poder salir de aquí. Pero ella, por toda respuesta, me arrastró al asiento de atrás clavándome en los brazos y en la espalda sus largas uñas pintadas de azul marino. Nos desvestimos como si las ropas, de repente, hubieran echado a arder. Seguía lloviendo. Primero se formó un gran charco alrededor del coche, dos horas más tarde ya era un pequeño estanque, y dos horas después era una hermosa laguna. Durante todo ese tiempo hicimos el amor como dos bestias hambrientas en un banquete exquisito, desplegando una enorme voracidad, ansia, glotonería, desenfreno y avaricia, golpeándonos contra los cristales y el techo, resoplando, gimiendo, gritando y, finalmente descansando, cogiendo resuello cada vez como dos boxeadores que se reponen a marchas forzadas mientras esperan fatigosos la campana que les haga enzarzarse de nuevo. Nosotros oímos la campana del deseo al menos cinco veces. Y finalmente nos quedamos abrazados bajo la manta, quietos como reptiles, agotados y soñolientos, viendo como clareaba el nuevo día al otro lado de los cristales empañados. Seguía lloviendo. Sobre el techo del coche seguía la incansable y rítmica percusión de la lluvia. A las dos horas de estar allí, cuando sólo había un charco, y descansábamos del segundo asalto, tuve la tentación de salir de allí, pero ¿adónde? ¿cúal era mi sitio? ¿la casa parroquial? ¿la casa de mis padres? ¿el seminario?. No, de ninguna manera, no me movería de allí, el mejor sitio está donde uno es feliz y aquél era el mejor sitio posible. Seguía lloviendo. Diluviando, como si, de una vez por todas, la lluvia hubiera decidido ahogar, hundir, borrar, aniquilar todo vestigio humano y con él, toda su estupidez, toda su hipocresía y locura”.

DROGAS por Pedro Organero


DROGAS: COMO PREVENIR SU CONSUMO ENTRE LOS JÓVENES


Lo que se plantean son estas respuestas para hacer frente al consumo de drogas: su legalización para evitar el consumo, ya que tendemos a consumir más debido a las prohibiciones paternas y legales; y si se legalizaban en que tipo de drogas se debería hacer o si por el contrario todas, así como a partir de que edad se prohibe su consumo... En cualquiera de los casos, incluso en el de su legalización, el objetivo principal que se persigue no es otro que el de reducir el consumo de drogas (a ser posible su eliminación), su rechazo social entre los jóvenes (educación, actividades alternativas y deportivas) y la eliminación del "mercado negro" que se produce por el tráfico de drogas y otros problemas que de él derivan (delincuencia, prostitución, etc.). En cuanto a esto último, la legalización de las drogas conseguiría al menos eliminar en parte ese mercado negro, porque lo que es cierto es que aunque se legalicen estas drogas, los que ya las consumían antes en teoría las seguirán consumiendo, pero mucha de la gente que podría llegar a consumir no le será tan atractivo hacerlo ya que no estarán prohibidas, aunque siempre los habrá que lo hagan por curiosidad y tanto si son legales como si no las acabará consumiendo; por lo que deduzco de todo esto que es un problema base de educación y es ahí donde hay que incidir para acabar con el consumo de drogas. Los que se opongan a la legalización seguro que dirán que el alcohol y el tabaco son sustancias que a pesar de ser legales son consumidas igualmente . Pero tanto el tabaco como el alcohol, son drogas que en principio no han sido rechazadas socialmente, siendo el caso contrario el de la mayoría de las otras drogas; por lo que no se puede demostrar que sea su estado de legalidad por lo que se consumen más entre los jóvenes; es más, en este consumo se evidencia otra prohibición como lo es la paterna. Volveremos pues a la deducción de que el problema de todo esto es en parte que no se haya dado una buena educación. También hay que tener en cuenta que le tabaco con la nueva ley entrada en vigor se está empezando a rechazar también socialmente, y de hecho cada vez son menos los que fuman.
Otros dirán que porque ya que se legalizan las drogas blandas pues se legalicen el resto, porque total la solución es la misma. Por tanto de momento podemos llegar a las siguientes conclusiones:

- Su consumo se debe más a una cuestión de rechazo social que de estar legalizadas o no.
- Por lo menos legalizándolas se solucionarían algunos problemas, ya que es poco probable que el consumo se incremente.

Lo que hay que hacer en el caso de que se legalizaran es limitar su consumo a determinadas zonas, con el fin de que acaben siendo rechazadas socialmente como en el caso del tabaco con la ley vigente, haciendo algo similar a lo que se hace en Holanda, pudiendo darse el caso de que esas zonas se verían como de marginados y a lo mejor daría vergüenza ir.
También se podría dar el caso de que alguien piense que al estar legalizadas pues lo vea como algo bueno y se diga que si fuera malo no estaría legalizado. A este respecto decir que es algo parecido a lo que pasa con el alcohol o el tabaco, tal vez esa situación de legalidad los convierta en algo aceptado socialmente. Pero lo que está claro y es por ello que en mi opinión habría que probar su legalización es que algo que en una situación de prohibición ya sea paterna o de acuerdo con las leyes se tiende a consumir más (caso de la ley seca en EEUU durante los años veinte) y que el problema seguirá persistiendo a pesar de ello ya esté en una situación de legalidad o prohibición.
Estando legalizada al menos resuelves otros problemas que tienen que ver con el tráfico de drogas y que he enumerado al principio. En cuanto a que pasen a ser aceptadas socialmente y por ello su consumo se incremente debido a que pasarían a ser legales, es algo que puede pasar, pero que precisamente sea eso de verlo algo normal lo que haga que esos hábitos desaparezcan al ser comunes. Lo mejor es probar haber que pasa. Para tener un referente de este tipo de política se puede ver la del caso de Holanda. El problema no solo radica en la educación, sino que también hay otros factores como la presión del grupo de amigos, curiosidad por experimentar, etc.
Por último hablaré sobre si habría que poner limites de edad en el caso de que se legalizaran. Hay que tener en cuenta que a partir de doce años es cuando se empiezan a consumir, por lo que no podría servir de nada legalizarlas y prohibirlas a una determinada edad ya que su consumo se iniciaría igualmente por su prohibición a estas edades como es el caso del alcohol y el tabaco.
En conclusión:

- La legalización de las drogas o de ciertos tipos de drogas para disminuir su consumo, podría ser la solución a su consumo ya que se tiende a consumir más por las prohibiciones paternas y legales. También se solucionaría en parte el mercado negro y los problemas que derivando el trafico de drogas e incluso la gente que consuma lo haría en otras condiciones distintas a como lo hace ahora ya que como no hay control sanitario ninguno las drogas en su proceso de venta son adulteradas y mezcladas con otras sustancias a veces tóxicas.
- Inculcar una política de educación en valores que rechacen las drogas a pesar de estar legalizadas (explicando el porqué de su legalización).
- Ofrecer actividades alternativas y sobre todo deportivas que nos alejen de esos malos hábitos.
- Para hacer frente al nuevo problema que puede surgir de que sean aceptadas socialmente y se incrementa su consumo, aplicando una política parecida a la del tabaco
Pedro Organero