EMERENCIANA EN SU LABERINTO

de:
Alejandro Tello Peñalva


EMERENCIANA EN SU LABERINTO


¡Condón va!, dijo mi novio dándole a la manivela como un organillero ensimismado para bajar el cristal con una mano mientras con la otra tiraba el preservativo. Subió la ventanilla con idéntico gesto y se me quedó mirando con su perenne sonrisa de pasmado. No le hice caso y seguí con la complicada y fastidiosa tarea de vestirme en estrecho asiento de atrás. Era algo tan engorroso que muchas veces me preguntaba si valía la pena hacerlo allí para luego tener que vestirse. Tenía todo el cuerpo aporreado de darme golpes contra la ventanilla, contra el techo, de clavarme la hebilla del cinturón de seguridad en los riñones, de acabar con las piernas dormidas con ese doloroso y desagradable cosquilleo; y de estar helada, ¡joder! a ver si vas al taller a que le arreglen la calefacción, que cualquier día vamos a amanecer congelados, le dije levantando la voz aunque sabía que era como hablarle a un ceporro. Hace un momento eras puro fuego, bonita, dijo acercando su rostro en penumbra para darme un beso. Una cara en la que había dibujada una sonrisa burlona. Déjame, zalamero, engaña tontas, dije alzando la voz, poniéndole la mano en la cara y apartándola un centímetro antes de plantarme en la mejilla los labios abiertos. Tenemos que hablar ¡eh!, ¿me oyes? Añadí en un tono muy serio. Tú dirás, dijo mientras daba una calada al cigarrillo que le encendía la cara durante un segundo con el resplandor rojizo de un anuncio de neón.
Ya me estoy hartando de todo esto, le dije muy seria. ¿Pero de todo de qué?, me preguntó mirándome a la cara con un gesto preocupado. Un gesto que me hizo gracia al ver al mismo tiempo sus pelos revueltos de la coronilla que parecían los del culo de una gallina que acabara de poner un huevo. Le pedí un cigarrillo, se levantó del asiento y se echó hacia delante para cogerlo de la guantera, me lo puso en los labios y me acercó su cigarro para que lo encendiera con él. Cerré los ojos para saborear con más placer la primera calada, sintiendo la cálida corriente de humo bajando hasta mis pulmones y después subir y salir a chorros de mi boca inundando el pequeño habitáculo con una espesa humareda. Joder vaya zorrera, voy a abrir un poco la ventanilla que nos vamos a asfixiar., dijo echando mano de nuevo a la manivela. Ni se te ocurra, como la bajes nos vamos a helar, y yo no estoy dispuesta, ya sabes lo que dicen en mi pueblo. Más vale humo que escarcha. Apartó la mano de la manivela como si le quemara y se acomodó cambiando de postura. No había que olvidarse de cambiar de postura cada poco tiempo porque, de lo contrario, se te agarrotaban los músculos y venían los temidos calambres y los dolorosos adormecimientos.
Bueno, a ver que es eso que tenías que decirme, dijo. Quería decirte que lo nuestro no va bien; a ver si me explico o me entiendes: no es que no me gustes, no es eso, lo que ocurre es que estoy harta de la vida que llevo. Va ha hacer un año que vine a Madrid para estar contigo y recordarás que me dijiste que íbamos a vivir juntos muy pronto. Me pediste un par de meses de plazo para alquilar un piso, me pareció bien y me fui a vivir en casa de mi tía, ¿y sabes donde tengo que dormir? Lo sabes pero no te lo voy a recordar: duermo en el comedor, en un sofá cama, que no es cama, sino catre, un catre tan estrecho que me clavo el marco del hierro en los brazos, y los muelles los tengo marcados en la espalda, los riñones y los hombros. Y por si eso fuera poco, me tengo que acostar cuando a mi tío le sale de los cojones, pues claro, está en su casa y el gusta mucho la televisión y no tiene que madrugar porque está en el paro, y yo me tengo que chupar todos los putos reportajes de los partidos de fútbol, de ese odioso programa que lo cortan para poner anuncios cada dos patadas al balón. Pero a mi tío le gusta tanto el maldito fútbol que no le importa tragarse hora y media de anuncios para ver media hora escasa de reportajes de los partidos del domingo, de las tontas entrevistas a los jugadores, a los “míster” y árbitros, de los profundos análisis de los “expertos” frente a la moviola, de la clasificación, de las estadísticas del estado del terreno de juego, de los partidos de “alto riesgo”, del ”miedo escénico”… Y sobre todo lo que ya me saca de quicio es ver a mi tío echando las muelas ante una falta no pitada, o ante un penalti injusto, revolviéndose como un poseso en el raído sofá cama donde tengo que dormir, echándose pedos que disimula moviendo la silla para que no se oigan, pero y el olor ¿qué?. Catedrático del “Marca”, Doctor “honoris causa” del “As”, le digo por lo bajo, pero el no se entera, seguro que si alguien entrara y me estrangulara o las dos cosas, ni siquiera parpadearía, pero, anda, tócale el mando, seguro que te muerde.
Y me voy a la cocina con mi tía y me dice que ya está harta de verlo convertido en un gorrino con zapatillas de paño y chándal del Real Madrid y que si se dedicara en buscar trabajo sólo una parte de la energía que derrocha frente al televisor ya estaría trabajando en lo que quisiera, hasta a Ministro habría llegado si se lo hubiera propuesto. Pero como no hay ministerio de fútbol, nada, aquí tiene que estar todo el santo día metido en casa con el “Marca”, el “As” y la televisión permanentemente encendida por si aparece un balón o algo que se le parezca. Todos tenemos una cruz, suspira, a mi me ha caído ésta, que no es chica, tú también tendrás la tuya, a ver, para eso eres mujer.
Un año, ¿me oyes?, un puto año así, y ya no aguanto más, estoy hasta los ovarios de esperar a que encuentres ese piso que no buscas porque estás muy a gusto a la sopa boba de tus padres. Porque tú ya tienes bastante, estás encantado con venir los sábados, domingos y algún día suelto a follar aquí en esta pelotilla que tienes por coche, a este descampado de la Casa de Campo, rodeados de otros muchos coches más, todos ellos gastando suspensión, dando botecitos durante un cuarto de hora y después marchándose, dejando el suelo alfombrado de condones y klinex y jeringuillas, sí hijo sí, porque aquí también acuden drogatas, ya lo sabes, y cualquier día nos van a dar un susto, o ellos o los mirones, violadores o chorizos que bullen por aquí como moscas alrededor de un pastel, dije de un tirón mirándole a la cara y levantando la voz para ver si reaccionaba, para que se diera cuenta que yo no sólo era la del polvo del sábado y poco más. Pero é se mantuvo en silencio, mirando al frente y parpadeando lentamente como un mochuelo mientras daba suaves y espaciadas caladas al cigarrillo que iluminaban su cara un instante para después desaparecer, fundirse en negro, con la cadencia y el efecto de un anuncio de neón.
Y te voy a decir algo más, también estoy harta de ese trabajo en el hospital. No sé porqué he aguantado tanto tiempo allí. Cada vez que entro por la puerta, me echa para atrás ese olor a alcohol, a amoníaco, a lejía, a vómitos, a medicinas, ese olor a enfermedad, ese olor a mierda, a orines, a sudor agrio, a sueño, que sale de las camas cuando abro las sábanas; ese olor a viejo que despiden los enfermos viejos cuando les cambio los pañales y les lavo y algunos no sólo no me lo agradecen, sino que encima protestan porque les hago daño con la esponja o el agua está fría o caliente, y no digamos más cuando tengo que sacarles las flemas con la bomba. Eso por la mañanica, con el desayuno recién tomado, que ha habido veces que he tenido que salir corriendo al servicio y echarlo en la taza, per no sólo el desayuno, sino todo el “escabeche” del día anterior. Estoy hasta aquí, dije poniendo la mano a la altura del flequillo, de tirar del carro de las comidas, que tiene las ruedas echas polvo y se atasca y se vierten los cuencos de la sopa y se ponen todas las bandejas perdidas. Y entonces hay que tirarlo todo y pedirlo otra vez a la cocina y los enfermos empiezan a protestar, sobre todo los que no van a probar ni un sorbo de la sopa, ni una brizna de filete, ni una cucharadilla de las natillas.
Amenazan con llamar a gritos al mismísimo director para que nos eche personalmente a patadas, y yo les digo: ¿el director? Dónde estará ése….y además, no tiene otra cosa que hacer que venir a veros los caretos. Y a pesar de que algunos están oficialmente paralizados por su enfermedad, patalean más que un bailarín de flamenco, y no paran hasta que no consiguen arrancarse la sonda o el suero para llamar la atención, porque están desesperados y tienen que hacer algo para mostrar la rabia y la impotencia en la que llevan sumidos ya demasiado tiempo. Yo, y el resto de las compañeras intentamos hacernos cargo de su situación, sabemos lo terrible que es estar muriéndose de cáncer, porque donde yo estoy no sale ninguno vivo, como mucho les mandan unos días a casa para que cambien de aires, pero la mayoría vuelven antes de cumplirse el plazo porque no pueden o no quieren estar en su casa postrados en la cama y sin fuerzas para dar un triste paseo alrededor de la cama, y quieren volver al hospital a que los médicos les curen, y los médicos nos dicen que somos nosotras las únicas que podemos hacer algo por ellos atendiéndoles con simpatía y agrado. Es decir, que nos pasan la pelota a nosotras que cobramos una quinta parte de su sueldo, ¡pero tendrán morro, los cabrones!
Algunas veces siento pena por ellos, pobres enfermos, pasados de una mano a otra como una patata caliente, por no decir otra cosa peor; per qué puedo hacer, yo sólo soy una trabajadora, una auxiliar de la auxiliar, la última mona del hospital, la que les quita la mierda, los lava, les pone polvos de talco y agua de colonia de esa barata, de la que venden por arrobas, para que huelan un poco bien. Y como te decía antes, hay de todo, algunos te miran avergonzados por habérselo hecho todo encima y después del lavado te dan muchas veces las gracias sonriendo como bebes y lamentando no poder lavarse ellos mismos. Y éstos, los normales, son, por suerte, una mayoría, pero hay otros enfermos, los “retostados” les llamo yo, que están amargados, resabiados y encima son bordes y atravesados por naturaleza; ésos son los que te amargan el trabajo, ya de por sí difícil, y no sólo el trabajo, también la vida, porque sales a la calle que muerdes. Y de estos enfermos todos huimos como de la peste, pero claro, como soy la nueva, me toca lidiar con todos y cada uno de ellos.
Y créeme que son insufribles, se creen que porque cotizan a la Seguridad Social (algunos ni eso) tienen derecho a tomar esclavas como si fueran “Marajás” cuando realmente son un “hatajo de majaras” como les dijo hace poco a la cara una compañera muy brava; un hatajo de majaras con muy mala leche, que disfrutan fastidiándonos y luego, cuando vienen los médicos, cambian de actitud y se portan muy bien, como niños buenos, y les hablan con mucho agrado y miramiento, casi con miedo. Son, a parte de mala gente, unos falsos, y no se quejan a los médicos ni les faltan al respeto porque saben que pueden ponerles firmes y recetarles cualquier putada, y sin embargo con nosotras, la pringadas, nunca mejor dicho, descargan toda su agresividad y malas pulgas, todas sus frustraciones e impotencia, todo el miedo y la cobardía que acumulan allí dentro, porque un hospital acojona siempre, pero muchísimo más si se está como ellos y ves que pasa el tiempo y no sólo no mejoras sino que vas cada vez a peor, y encima te vas dando cuenta como, de un día para otro, desaparecen “misteriosamente” tus vecinos de habitación, de pasillo, y preguntas por ellos y te dicen que les han dado el alta, y tú piensas, sí el alta, pero el alta eterna, no te jode. Pero juro que algunos de éstos han llegado a meterme mano mientras le cambiaba las sábanas y han llegado a ofrecerme dinero por masturbarles, o por follar, añadiendo que si me chivaba a los médicos o la jefa de enfermeras, no sólo lo negarían, sino que dirían que había sido yo la que se lo había propuesto.
Mi novio no contestó, se limitó a decir, “vámonos”, al tiempo que se escurría como una anguila entre los dos asientos delanteros para sentarse frente al volante. Yo lo seguí, pero a mí me costaba mucho más pasarme al asiento delantero, estaba más bien gruesa y torpona y, entre la tripa que no me dejaba doblarme, las piernas como dos morcillas y las tetas que se me atravesaban entre los reposacabezas, pasaba un rato muy apurado.
Cuándo conseguí sentarme y respirar hondo para calmar la respiración agitada, me dijo, mirándome de reojo, que porqué no salía del coche, que me resultaría más fácil de esa manera, y yo le repliqué: sí hermoso, cualquiera pisa el suelo y se expone a clavarse una jeringuilla de sidoso o reventar con el tacón un condón y que te salpique el contenido, ni hablar, le dije. No me contestó, arrancó el coche y dando un patético acelerón y un mísero derrape, (a veces, se creía, el muy idiota, un piloto de rallyes con esa castaña) el coche abandonó el paraje que, a esas horas estaba lleno de coches con los cristales empañados, algunos en pleno “baile de San Vito”, otros ya de “tranqui” echando el cigarro “pospolvo”, todos aparcados de cualquier manera y separados unos metros unos de otros, como si hubieran sido arrastrados por una riada que los hubiera depositado allí.
Durante todo el trayecto desde dónde estábamos hasta salir de la Casa de Campo, no había ni veinte metros de separación entre puta y puta. Aquello hervía de chicas, la mayoría negras, aunque también se veían algunas del terreno, chicas huesudas, pálidas y demacradas, casi todas con una pinta de drogadictas que no podían con ella. En cambio las negras tenían unos cuerpos espectaculares, y no dudaban en enseñarlos, a pesar del frío, a los hombres que pasaban delante de ellas, en una lenta caravana de coches que iban jaleando a las chicas, tragando saliva y sopesando el género con los ojos fijos, concentrados y, en algunos casos desorbitados. Pobres chicas, pensé, mientras las veía acercarse a los coches con las alas abiertas de los abrigos y las gabardinas. Es terrible que tengan que hacer esto para comer, que se vendan así, igual que animales de granja, por las cuatro monedas que les da un salido baboso.
Mi novio paró el coche frente a la casa de mis tíos, y ya iba a bajarme cuando me cogió del brazo y me dijo que le diera un poco más de tiempo para buscar el piso, porque alquilar un piso en Madrid con los precios que le estaban pidiendo, no era moco de pavo, y que su sueldo de dependiente de pollería no se podían hacer muchos milagros. Yo le dije que no había nada fácil, y que si encima no se le pone el empeño necesario, se juntaba el pan con las ganas. Me prometiste que si me venía a Madrid, en dos meses tendríamos piso y dejarías a tus padres, joder, si tan difícil era, porque me lo prometiste, podías haber dicho que lo intentarías, pero no, tuviste que prometérmelo y ponerte tan convincente, y yo, una pobre ilusa, me lo creí, y no hice caso (nunca se escarmienta en cabeza ajena) de una compañera con la que trabajé una temporada recogiendo aceituna, y que siempre decía: “a ver si espabilas “Mere” , que con los hombres, ya se sabe: antes de meter, mucho prometer y después de metido, nada de lo prometido”, dije mirando al frente sin quitar ojo al ajetreo de operarios acarreando contenedores alrededor del estruendoso camión de la basura.
Pero yo te quiero y lo sabes, acuérdate que te pagué el aborto, y ahí se me fueron casi todos mis ahorros, coño, yo no sé que quieres, dijo levantando un poco la voz y mirándome fijamente a los ojos, muy indignado. Yo no digo que no me quieras, digo que me prometiste una cosa y no la has cumplido, eso es todo, y respecto a lo del aborto, no me gusta recordar esas cosas, pero recuerda que esa noche, en el pueblo, después de mucha discoteca y demasiados cubalibres, fuimos a parar en medio del barbecho recién arado de que casi no salimos, y tú dijiste que querías hacerlo a pelo, y que “te tirarías en marcha”, y después en pleno triquitraque cambiaste de idea, dijiste que te apetecía muchísimo llegar hasta el final; y que no me preocupara, que si pasaba algo correrías con los gastos, y yo que tenía encima medio pedo y tres cuartos del otro medio, di mi consentimiento como buena imbécil que soy, y ahora vas y me lo echas en cara, cuando fuste tú el que tuvo la feliz ocurrencia de rematar así aquella noche loca que decías y que realmente fue una noche imbécil.
Pero la cosa ya no tiene remedio y no vale la pena darle vueltas, lo único positivo de todo esto es que ya he aprendido una dura lección para el futuro. No me contestó, sabía que yo tenía razón, y permaneció callado con la cabeza baja, sacando punta a la brasa del cigarro en el borde del cenicero. Callé durante unos instantes para ver si tenía algo que decir y como vi que no, seguí hablándole, a sabiendas de que por un oído le entraba y por otro le salía: Quiero que sepas que mañana voy a despedirme del hospital, ya no aguanto más ese trabajo, ese ambiente, cada día que pasa lo llevo peor, acabo agotada y no puedo descansar bien, pues, por culpa de mi tío y su televisor, rara es la noche que no me acuesto después de las dos, después de tirarme horas dando cabezadas contra la mesa camilla del comedor; te juro que hay restos de sangre de mi frente en el pañito de encima de esa mesa, mira estas costras si no te lo crees, dije señalando la frente. Estoy agotada y me vuelvo al pueblo, allí volveré a lidiar con mi padre que a saber como tendrá la casa, mi madre, que en paz descanse, lo ha tenido siempre como un niño y le ha consentido todo y así está el hombre, hecho un auténtico Adán. Y es que los hombres sólo vais a lo vuestro, pero porqué, pues porque siempre hay a vuestro lado una tonta, resignada a ser vuestra criada, vuestra cocinera, vuestra amante, vuestra todo, como si fuerais una cosa grande.
Volveré al pueblo y buscaré trabajo en el campo. Escardar, plantar, recoger, regar, sembrar, abonar, lo que salga. El campo es un trabajo duro, per es infinitamente más duro el hospital; para el campo, basta con tener fuerza, algo de maña y resistencia, en el hospital hay que tener todo eso y además un estómago y unas tragaderas así, dije levantando los brazos y separándolos tanto que casi le quito las gafas de la cara. Cuando acabas la jornada en el campo, estás tan cansada que sólo te apetece acostarte y dormir, tienes el cuerpo baldado pero la mente tranquila y en paz, y cenas temprano y te metes en la cama y duermes como un niño. Sin embargo, después de una agotadora jornada en el hospital, llegas a casa más cansada que un perro y además muy nerviosa, con la cabeza llena de tantos problemas, de tantos desazones y pesares, que no soy capaz de quitármelos de la cabeza, y eso sin contar con los agobios del viaje en el metro, el transbordo, y finalmente el trayecto en autobús hasta éste rincón perdido de Carabanchel, y ….en fin, ya te he contado lo que me espera en la casa de mis tíos.
Por favor Mere, dame un poco más de tiempo, es todo lo que te pido, ya verás como todo se soluciona en poco tiempo, dijo envolviendo sus últimas palabras con el humo saliendo de su boca un poco torcida por un gesto de fastidio. Lo siento Paco, dije abriendo la puerta y saliendo del coche, lo que no me explico es como he aguantado tanto, a ti y a ese trabajo. Ya nos veremos por el pueblo si vas por allí algún día, adiós, le dije cerrando la puerta de golpe y haciendo tambalearse un instante al coche. El quedó dentro, más parado que el caballo de un retratista, como solía ser habitual en él; con la vista baja y pensativa mirando embobado al volante y dando una última calada antes de tirar la colilla por la rendija de la ventanilla para, acto seguido, removerse en su asiento, arrancar el coche, dar un par de acelerones y salir dando un pequeño envite, seguido de un ronquido de tuberculoso procedente del achacoso motor de su viejo R-8, un coche que no podía con los faldones, ni con las aparatosas tomas de aire, ni con los alerones, ni siquiera con el arsenal de pegatinas que le había puesto, el muy hortera; no sé qué le vería yo a ese pelavaras para haber sido su novia, si es que me busco cada embolao que….; y pensando en esto me le quedé mirando hasta que le vi perderse al final de la calle, doblando una esquina con maneras de deportivo, menudo gilipollas.
Era la una, miré hacia la ventana dl comedor, aún estaba la luz encendida como no podía se de otra manera, era domingo y había programa especial de reportajes de la no sé que jornada liguera, la Copa del Rey y el Copón bendito. Hoy había para rato, de modo que me senté en un banco que había frente al portal, el aire venía frío, me puse en la cabeza la capucha de la coreana y saqué un cigarro para hacer tiempo, pensando que un apagón me libraría de acostarme otra noche después de las dos. Un camión cisterna, de esos que riegan la calle, pasó lentamente junto a mí, con el conductor mirándome fijamente al tiempo que aflojaba la presión del agua para no mojarme, me pareció que decía algo, pero no lo entendí ni tampoco puse mucho interés, la verdad, y prendí el cigarrillo, pensando que me estaba pasando con el tabaco. Llevaba una temporada en que no bajaba de los dos paquetes y medio diarios, una temporada de mucha ansiedad y nerviosismo. Una temporada que coincidía con la desaparición de Aurora.
Había mentido a Paco cuando le dije que no sabía porqué había aguantado tanto tiempo en el hospital. Había una poderosa razón para no dejar aquél trabajo asqueroso, y esa razón era Aurora. ¿Dónde estará ahora? ¿a dónde la habrá llevado ese espantajo de Julián?. Si llego a saber que va ése a medio secuestrarla, le había puesto raticida en las comidas y en unos días, habría amanecido patas arriba como una cucaracha. Daría lo que fuera por saber su paradero y que la incertidumbre dejara de roerme lenta pero implacablemente, como una tortura china. Si alguien llegara ahora y me dijera “Aurora ha muerto”, sería un palo terrible, pero al menos, ya no sufriría el reconcome ese de no saber de ella. Porque lo de que se moría ya lo tenía asumido, pero contaba con verla unos meses más, estar con ella, cuidarla, mimarla, y hacerme a la idea de que su vida se acababa, era inevitable que la enfermedad acabara llevándosela, hacía mucho tiempo que se traía con ella el cruel juego del gato y el ratón, y cualquier día se cansaría y acabaría con su vida de un zarpazo, esto era algo que no estaba segura de llegar a aceptarlo nunca, pero tenía que hacerlo, no había vuelta de hoja.
Yo la quería tanto, la quiero tanto, que se me hace difícil vivir sin ella, sin su presencia a la que estaba acostumbrada, tan acostumbrada que no sé que hacer ahora que ella no está, que ha desaparecido así, de la noche a la mañana. Sentí un golpe terrible cuando me enteré de su desaparición, fue a primera hora de la mañana, nada más llegar al hospital después de un día libre en el que estuve a punto de ir a verla ¡joder! Y no fui por temor a que mis compañeras sospecharan el excesivo interés que tenía por ella. Pero tenía que haber pasado de esas pedorras (a mí que coño me importan esa cuadrilla de cacatúas, de marujonas) y haber ido y haber hablado con ella, quizás así me habría enterado que ese adefesio de Julián planeaba llevársela. Hay que ver lo que cambió ese tío desde que conoció a Aurora; antes de eso, parecía un alma en pena, un espectro sonámbulo en bata, recorriendo el pasillo arriba y abajo como una víctima del vudú al que le han dado esquinazo y olvidado; pero fue entrar a la habitación de Aurora y conocerla, y se puso como las gallinas de mi pueblo cuando les dan pimienta. Desde el momento que la conoció se empezó a arreglar que parecía un pincel, se estiró la chepa y cogió unos modales y unas poses como los que salen en las revistas, hasta le cambió el gesto; antes parecía un zarrapastroso, un sin lustre, con ese careto de pobre antiguo, que ya no se lleva ni en carnavales; y ahora, hasta parecía interesante. Y ese cambio pudo ser lo que hizo que Aurora se fijara en él o quizás simplemente le tenía lastima, quién sabe. Lo que engañan las apariencias, quién me iba a mí a decir que ese mozo viejo, largo y seco y feo se iba a llevar a Aurora al huerto, y con ella se iba a llevar la época más feliz de mi vida. Una época en la que tuve que asumir, con mucho dolor y vergüenza, que al enamorarme de Aurora, me había convertido en lesbiana, en tortillera, en bollera, en una desviada, con lo mujer que yo había sido siempre, que llegué a tener tres novios a la vez, uno en la mili, otro en el pueblo de al lado que venía a verme en una Vespa y otro, un vecino con el que me veía a través nuestras azoteas.
Pero ese sentimiento de culpa por amarla sólo me preocupó unos días, después me dio absolutamente igual, me la traía floja.
Aurora no era mujer cualquiera, era totalmente diferente a todas, como si fuera de otra especie dentro de los humanos; parecía pertenecer a una raza ya extinguida de dioses y semidioses, de diosas colmadas con el don de la belleza y llenas de una hastiada sabiduría, “diosas sacadas de antiguos tiempos dionisíacos”, según leí en una novela que encontré en el cuarto de enfermeras y que se llamaba “La Odisea”.
Recuerdo el primer día que me puse a trabajar en el hospital, me mandaron repartir la comida a los enfermos y me acuerdo, como si fuera ahora, de la primera vez que empujé la puerta de su habitación con el pico de la bandeja. ¿Se puede?, dije muy cortada, porque a mí, eso de estar cara a la gente me daba mucha vergüenza, pero me había recomendado una vecina de mi tía, que era celadora, y no tuve más remedio que apechugar con aquél trabajo, por no hacerle un feo.
Aurora me dijo desde dentro, “mira, a ver si puedes”, pasé y la vi frente a mí, sentada en su sillón, sonriéndome con esa sonrisa suya tan encantadora y preguntándome si era nueva, y yo le dije, que sí que era mi primer día y la primera comida que daba. Ella me deseó suerte, me dio la mano, y yo le dije, poniendo toda la simpatía y la sinceridad del mundo, que si necesitaba algo no tendría más que pedírmelo, que estaba a su entera disposición. Y ese fue el único día quela miré cara a cara, de frente, a los ojos. Y guardé aquella única y maravillosa mirada en mi corazón, en mi mente y en mis tripas, en mi sangre como la única fortuna que iba a tener y que iba a gozar en toda mi aperreada vida.
Desde ese momento ya no la pude mirar así nunca más, porque temía que ella se enterara, me moría de vergüenza solo de pensar que mis ojos pudieran decirle (y lo decían) que ella era mi dueña. Aunque, tengo que reconocer, que había días en que me daban ganas de tirar la bandeja, o las sábanas, cuando iba a hacer la cama, y abrazarla fundiéndome en ella en un mismo cuerpo, pero solo de pensarlo me flaqueaban las piernas, pensando en que dirían si me vieran o, y sobre todo, que pensaría ella, o peor aún, y si ella me rechazaba con cara de circunstancias, mirándome con miedo y con asco, como si yo, no sólo no estuviera loca sino que, además, intentara agredirla; que ella pensara eso de mi, que ella me malinterpretara de esa manera, sería algo que no podría soportar y quizás acabaría tirándome por la ventana para acabar de una vez con mi obsesión y locura, como esas personas envueltas en llamas que se arrojan al vacío, llevadas por su desesperación. Yo no descartaba hacerlo algún día que estuviera realmente desesperada y fuera de mí, me refiero a lo de abrazarme a ella, lo otro, lo de tirarme, era en último recurso, como esa pastilla de cianuro que llevaban los jerarcas nazis entre las muelas (lo leí en otra novela) como alivio y para abreviar el trámite de la muerte.
Ahora no sé qué hacer con mi vida, no quiero ni pensar en lo que me espera, no quiero ni puedo hacerme a la idea que ya no la veré más, que de ella no me queda más que el recuerdo. ¿Qué haré ahora sabiendo que nunca más me envolverá como solía, en aquel rápido aunque tranquilo azul de su mirada?. Esa mirada de mar luminoso, de mediterráneo mítico, que diariamente me tomaba, me seducía al instante y con un golpe de pestañas, un parpadeo, me volvía a dejar en la orilla de sus ojos, como un mar con mucha resaca, atrapándome en la orilla como un naufrago, aturdido, confundido, vacilante y mareado pero absolutamente feliz.
En ese momento vi pasar frente a mí a una pandilla de chicos y chicas hablando animadamente, dejé que se alejaran un poco más, me levanté del banco y eché a andar tras ellos contagiándome de su jolgorio, sus risas descompuestas, de sus bromas y sus voces impetuosas. Eché un último vistazo a la ventana del comedor y seguía encendida, con el televisor escupiendo resplandores intermitentes. Al cabo de media hora, más o menos, andando tras de ellos como un perro buscando amo, les vi desaparecer, hundirse poco a poco, como si la acera se los estuviera tragando. Aceleré el paso y me di cuenta que bajaban las escaleras de la boca del metro.
Estaba decidida a seguirles sin saber por qué, me daba igual donde fueran, lo único que quería era estar cerca de ellos, me atraía su juventud, su desenfado, su frescura, me hacía gracia verles como iban, un poquito achispados y dando saltos como cabras; no sé, supongo que no tenía otra cosa mejor que hacer para matar el tiempo, y me había dado por ahí, o a lo mejor les envidiaba y quería acercarme todo lo posible a su mundo para saborearlo, aunque fuera a distancia.
No tenía intención de subir al tren, cuando apareció el convoy retumbando en el andén desierto, se me quedaron mirando porque no levantaba del apoyo de los azulejos al abrirse las puertas con soplidos de rigor. Y en el último momento, cuando ya había sonado el silbato, me monté en el mismo vagón que ellos y desde mi asiento les espié durante todo el trayecto, eran cuatro chicas y cinco chicos que volvían de alguna fiesta o algo así y no paraban de comentar entre risas y con las típicas voces gangosas de los pijos y en su jerga particular, lo “superbién” lo “guay” que se lo habían pasado. Se bajaron en la estación de Alonso Martínez y yo también; de vez en cuando, durante le caminata subiendo y bajando escaleras, mecánicas y fijas, recorriendo largos pasillos vacíos envueltos en la soñolienta luz de los tubos fluorescentes, alguno de ellos volvía la cabeza para mirarme y comentar a los otros mi presencia, siguiendo sus pasos como una sombra perezosa y vacilante. Doblaron una esquina y al hacerlo yo, vi que uno de los chicos estaba recostado contra la pared y me miraba desafiante, ¿por qué nos sigues? ¿es que te quieres ganar una hostia o qué?, me dijo, acercando su cara muy furiosa a la mía. Yo no os sigo, dije poniéndole una mano en el brazo para apartarle, en ese momento se acercaron dos chicos del grupo que estaban parados, observándonos unos metros más delante. El primero de ellos avivó el paso y cuando estuvo a mi altura, me dio un rodillazo en la boca del estómago que me hizo caer al suelo, en ese momento sentí una lluvia de patadas llegando desde todas direcciones. Instintivamente me encogí y rodeé mi cabeza con los brazos para amortiguar las patadas de aquellos niñatos cabrones. Oí gritar a una de las chicas: ¡dejadla ya, no veis que no está bien! ¡venga, vámonos! Y ellos dejaron de patearme aunque todavía recibí de propina algún que otro puntapié más.
Salieron todos corriendo y cuando cesó el eco de sus pasos me levanté, doliéndome de varios sitios a la vez, y me puse a andar hacia la salida. La plaza de Alonso Martínez estaba desierta, parecía mucho más pequeña, mucho más recóndita y secreta con el silencio que la envolvía a esas horas, y la oscuridad escondiendo sus límites; era ya muy tarde y las pandillas de chicos haciendo botellón ya se habían ido. Me senté en un banco y a los pocos minutos surgió, de entre las sombras, una figura macilenta con un abrigo largo, un cartón bajo el brazo y una mochila al hombro. Era un mendigo, que se sentó a mi lado sin decir nada, dejó la mochila y el cartón sobre el banco, se abrochó el abrigo hasta el último botón, se subió las solapas y se me quedó mirando, yo miré para otro sitio y él me tocó el brazo varias veces, como si me despertara, y me dijo con una voz muy suave:” señorita está usted en mi banco, si no le importa, quisiera dormir”. Perdona, no me había dado cuenta, le dije levantándome, él no me contestó, estaba muy ocupado extendiendo el cartón y envolviéndose con él semejando un enorme rollito de primavera.
Volví otra vez al metro, y antes de bajar el tramo de escaleras, me quedé apoyada a la barandilla de hierro sin saber qué hacer, si volver con mis tíos o buscar un banco en la plaza, echarme a dormir y pasar la noche. En ese momento oí golpear la cancela de hierro, y vi como un operario del metro echaba la cadena y el candado alrededor de los barrotes. Me sentí aliviada, el hombre había solucionado un dilema que me habría costado mucho resolver, volví a la plaza me senté en un banco y al rato me tumbé echándome la capucha a la cabeza y metiéndome las manos en los bolsillos. Pasé una noche horrible, porque apenas pude pegar el ojo, a pesar de que me caía de sueño porque hacía demasiado frío y no paraba de cambiar de postura y de frotarme para entrar en calor. No sé que hora sería, las cuatro o las cinco, cuando me venció el sueño, un sueño tan ligero que fui consciente de que soñaba y que estaba muerta de frío. Soñé que entraba en la habitación de Aurora y que ésta se había convertido en un hombre, me llevé tanta impresión que se me cayó al suelo la bandeja con el desayuno. Me sequé las manos en la bata, acaricié su mandíbula, ahora mas angulosa y áspera, su barbilla un poco más cuadrada y partida en dos con un gracioso hoyuelo, le di suaves tironcitos a la patilla que le llegaba a la altura del lóbulo, pasé la mano por su pelo corto y fuerte, y me retiré de é como si me diese calambre su piel. El lo notó y me preguntó si pasaba algo, si es que no le gustaba ahora que había cambiado de sexo, “ahora ya no sufrirás más por ser tortillera” dijo con una sonrisa. Y yo estuve a punto de decirle que no me gustaba así, (joder, cómo me va a gustar, si parecía un marinero ruso de opereta) que para qué demonios se había transfomado en hombre, que ya tenía asumido lo de ser lesbiana y que de daba igual, que la quería tal como era, pero no tuve valor para decírselo y me callé, pensando que, definitivamente, estaba gafada en esto del amor.
Ya clareaba el día cuando desperté, estaba helada, muerta de sueño y dolorida, me senté con mucho trabajo, pues estaba agarrotada por el frío, y empecé a frotarme los brazos y las piernas para entrar en calor y cuando medio lo conseguí, saqué un cigarro y me use a fumar mientras miraba a la gente bullir a mi alrededor, gente cabizbaja, triste y aturdida por el sueño y, aparentemente, sin ningunas ganas de trabajar, que cruzaban la plaza con su apresurados pasos hacía el metro y un instante desaparecía trabados por su boca abierta como la de un monstruo cobrándose su diario tributo en vidas humanas. Aquí madrugan mucho más que en el pueblo, con todo lo que digan, pensé. Me levanté y me puse a andar deprisa y a darme friegas para entrar en calor, parecía una india ejecutando una extraña danza, con esos pelos de punta que era incapaz de domar. Cogí el metro y fui hasta el hospital para cobrar la liquidación. Durante el trayecto noté las miradas de la gente que abarrotaba el vagón, eran desdeñosas miradas de reojo, miradas de desprecio, de asco, de repulsión y también de temor e inquietud. No era para menos, pensé cuando mi miré un instante en el cristal de la ventanilla, tenía la cara sucia, llena de churretes y birriagas de sangre mezclada con tiznones de rímel corrido, y con el pintalabios extendido alrededor de mi boca, como si me hubiese pintado los labios alguien con Parkinson agudo, dibujándome una mueca exactamente igual que el Joker de Barman.
Al entrar al hospital tuve la mala suerte de encontrarme con una compañera que salía de hacer su turno y, a pesar de mis negativas, me acompañó hasta nuestra planta y allí me lavó las heridas, me peinó y hasta me pintó. ¿Pero qué te ha pasado?, me preguntó y yo le contesté que me había caído por una escalera en el metro. Pero ella no se lo creía del todo, decía que tenía demasiadas heridas y cardenales. ¿Pero cuántas veces te has caído? Porque parece que has bajado dando volteretas por todas las escaleras del metro, de aquí a la Plaza de España, dijo sacudiéndome la ropa y dándome una peinada de urgencia. No contesté le di las gracias y le dije que tenía que pasarme por secretaría para un asunto urgente. Nos despedimos en el ascensor, y antes de que la puerta se cerrase del todo, le pregunté si sabía algo de Aurora y Julián. Todavía no se sabe nada, aunque creemos que están en el pueblo de él, dijo mientras las puertas correderas se juntaban y el ascensor bajaba hasta el sótano.
Esperé más de dos horas hasta que tuvieron preparado el cheque, la muchacha que había parapetada tras el ordenador me dijo que como me iba por mi cuenta, no tenía derecho a indemnización alguna, sólo me darían lo correspondiente a la paga extra, total trescientos y pico euros. Me da igual, le dije a la chupatintas, que les aproveche el dinero a esos buitres de la dirección, ojalá se lo gasten en lavativas, y agarrando el cheque salí del hospital deprisa y sin mirar a nadie para no encontrarme con alguna compañera y tener que dar explicaciones.
Eran las diez de la mañana, el coche de línea hasta mi pueblo no salía hasta las cuatro, me fui dando un paseo hasta el Retiro y allí compré una bolsa de gusanitos y se los fui echando a los patos, como solía hacer muchas tardes de domingo con Paco. Mientras veía a los patos engullendo los gusanitos, me miraba en el agua removida del estanque pensando en Aurora, en cómo había pasado por mi vida con la fugacidad y el resplandor de un cometa, iluminándola un instante con su claridad indescriptible.
Y pensé que lo más sensato sería recordar la luz de sus ojos y dejar que ese recuerdo endulzara y amargara mi vida, a partes iguales y para siempre; sí, debía dejarlo correr, porque es una insensatez pretender agarrar ese cometa llamado amor, que cruza sobre nuestras cabezas a velocidad de vértigo y deja sobre nosotros, en un instante, apenas un reflejo, un destello, un brillo, un brevísimo fulgor de su increíble luz.