EMERENCIANA EN SU LABERINTO

de:
Alejandro Tello Peñalva


EMERENCIANA EN SU LABERINTO


¡Condón va!, dijo mi novio dándole a la manivela como un organillero ensimismado para bajar el cristal con una mano mientras con la otra tiraba el preservativo. Subió la ventanilla con idéntico gesto y se me quedó mirando con su perenne sonrisa de pasmado. No le hice caso y seguí con la complicada y fastidiosa tarea de vestirme en estrecho asiento de atrás. Era algo tan engorroso que muchas veces me preguntaba si valía la pena hacerlo allí para luego tener que vestirse. Tenía todo el cuerpo aporreado de darme golpes contra la ventanilla, contra el techo, de clavarme la hebilla del cinturón de seguridad en los riñones, de acabar con las piernas dormidas con ese doloroso y desagradable cosquilleo; y de estar helada, ¡joder! a ver si vas al taller a que le arreglen la calefacción, que cualquier día vamos a amanecer congelados, le dije levantando la voz aunque sabía que era como hablarle a un ceporro. Hace un momento eras puro fuego, bonita, dijo acercando su rostro en penumbra para darme un beso. Una cara en la que había dibujada una sonrisa burlona. Déjame, zalamero, engaña tontas, dije alzando la voz, poniéndole la mano en la cara y apartándola un centímetro antes de plantarme en la mejilla los labios abiertos. Tenemos que hablar ¡eh!, ¿me oyes? Añadí en un tono muy serio. Tú dirás, dijo mientras daba una calada al cigarrillo que le encendía la cara durante un segundo con el resplandor rojizo de un anuncio de neón.
Ya me estoy hartando de todo esto, le dije muy seria. ¿Pero de todo de qué?, me preguntó mirándome a la cara con un gesto preocupado. Un gesto que me hizo gracia al ver al mismo tiempo sus pelos revueltos de la coronilla que parecían los del culo de una gallina que acabara de poner un huevo. Le pedí un cigarrillo, se levantó del asiento y se echó hacia delante para cogerlo de la guantera, me lo puso en los labios y me acercó su cigarro para que lo encendiera con él. Cerré los ojos para saborear con más placer la primera calada, sintiendo la cálida corriente de humo bajando hasta mis pulmones y después subir y salir a chorros de mi boca inundando el pequeño habitáculo con una espesa humareda. Joder vaya zorrera, voy a abrir un poco la ventanilla que nos vamos a asfixiar., dijo echando mano de nuevo a la manivela. Ni se te ocurra, como la bajes nos vamos a helar, y yo no estoy dispuesta, ya sabes lo que dicen en mi pueblo. Más vale humo que escarcha. Apartó la mano de la manivela como si le quemara y se acomodó cambiando de postura. No había que olvidarse de cambiar de postura cada poco tiempo porque, de lo contrario, se te agarrotaban los músculos y venían los temidos calambres y los dolorosos adormecimientos.
Bueno, a ver que es eso que tenías que decirme, dijo. Quería decirte que lo nuestro no va bien; a ver si me explico o me entiendes: no es que no me gustes, no es eso, lo que ocurre es que estoy harta de la vida que llevo. Va ha hacer un año que vine a Madrid para estar contigo y recordarás que me dijiste que íbamos a vivir juntos muy pronto. Me pediste un par de meses de plazo para alquilar un piso, me pareció bien y me fui a vivir en casa de mi tía, ¿y sabes donde tengo que dormir? Lo sabes pero no te lo voy a recordar: duermo en el comedor, en un sofá cama, que no es cama, sino catre, un catre tan estrecho que me clavo el marco del hierro en los brazos, y los muelles los tengo marcados en la espalda, los riñones y los hombros. Y por si eso fuera poco, me tengo que acostar cuando a mi tío le sale de los cojones, pues claro, está en su casa y el gusta mucho la televisión y no tiene que madrugar porque está en el paro, y yo me tengo que chupar todos los putos reportajes de los partidos de fútbol, de ese odioso programa que lo cortan para poner anuncios cada dos patadas al balón. Pero a mi tío le gusta tanto el maldito fútbol que no le importa tragarse hora y media de anuncios para ver media hora escasa de reportajes de los partidos del domingo, de las tontas entrevistas a los jugadores, a los “míster” y árbitros, de los profundos análisis de los “expertos” frente a la moviola, de la clasificación, de las estadísticas del estado del terreno de juego, de los partidos de “alto riesgo”, del ”miedo escénico”… Y sobre todo lo que ya me saca de quicio es ver a mi tío echando las muelas ante una falta no pitada, o ante un penalti injusto, revolviéndose como un poseso en el raído sofá cama donde tengo que dormir, echándose pedos que disimula moviendo la silla para que no se oigan, pero y el olor ¿qué?. Catedrático del “Marca”, Doctor “honoris causa” del “As”, le digo por lo bajo, pero el no se entera, seguro que si alguien entrara y me estrangulara o las dos cosas, ni siquiera parpadearía, pero, anda, tócale el mando, seguro que te muerde.
Y me voy a la cocina con mi tía y me dice que ya está harta de verlo convertido en un gorrino con zapatillas de paño y chándal del Real Madrid y que si se dedicara en buscar trabajo sólo una parte de la energía que derrocha frente al televisor ya estaría trabajando en lo que quisiera, hasta a Ministro habría llegado si se lo hubiera propuesto. Pero como no hay ministerio de fútbol, nada, aquí tiene que estar todo el santo día metido en casa con el “Marca”, el “As” y la televisión permanentemente encendida por si aparece un balón o algo que se le parezca. Todos tenemos una cruz, suspira, a mi me ha caído ésta, que no es chica, tú también tendrás la tuya, a ver, para eso eres mujer.
Un año, ¿me oyes?, un puto año así, y ya no aguanto más, estoy hasta los ovarios de esperar a que encuentres ese piso que no buscas porque estás muy a gusto a la sopa boba de tus padres. Porque tú ya tienes bastante, estás encantado con venir los sábados, domingos y algún día suelto a follar aquí en esta pelotilla que tienes por coche, a este descampado de la Casa de Campo, rodeados de otros muchos coches más, todos ellos gastando suspensión, dando botecitos durante un cuarto de hora y después marchándose, dejando el suelo alfombrado de condones y klinex y jeringuillas, sí hijo sí, porque aquí también acuden drogatas, ya lo sabes, y cualquier día nos van a dar un susto, o ellos o los mirones, violadores o chorizos que bullen por aquí como moscas alrededor de un pastel, dije de un tirón mirándole a la cara y levantando la voz para ver si reaccionaba, para que se diera cuenta que yo no sólo era la del polvo del sábado y poco más. Pero é se mantuvo en silencio, mirando al frente y parpadeando lentamente como un mochuelo mientras daba suaves y espaciadas caladas al cigarrillo que iluminaban su cara un instante para después desaparecer, fundirse en negro, con la cadencia y el efecto de un anuncio de neón.
Y te voy a decir algo más, también estoy harta de ese trabajo en el hospital. No sé porqué he aguantado tanto tiempo allí. Cada vez que entro por la puerta, me echa para atrás ese olor a alcohol, a amoníaco, a lejía, a vómitos, a medicinas, ese olor a enfermedad, ese olor a mierda, a orines, a sudor agrio, a sueño, que sale de las camas cuando abro las sábanas; ese olor a viejo que despiden los enfermos viejos cuando les cambio los pañales y les lavo y algunos no sólo no me lo agradecen, sino que encima protestan porque les hago daño con la esponja o el agua está fría o caliente, y no digamos más cuando tengo que sacarles las flemas con la bomba. Eso por la mañanica, con el desayuno recién tomado, que ha habido veces que he tenido que salir corriendo al servicio y echarlo en la taza, per no sólo el desayuno, sino todo el “escabeche” del día anterior. Estoy hasta aquí, dije poniendo la mano a la altura del flequillo, de tirar del carro de las comidas, que tiene las ruedas echas polvo y se atasca y se vierten los cuencos de la sopa y se ponen todas las bandejas perdidas. Y entonces hay que tirarlo todo y pedirlo otra vez a la cocina y los enfermos empiezan a protestar, sobre todo los que no van a probar ni un sorbo de la sopa, ni una brizna de filete, ni una cucharadilla de las natillas.
Amenazan con llamar a gritos al mismísimo director para que nos eche personalmente a patadas, y yo les digo: ¿el director? Dónde estará ése….y además, no tiene otra cosa que hacer que venir a veros los caretos. Y a pesar de que algunos están oficialmente paralizados por su enfermedad, patalean más que un bailarín de flamenco, y no paran hasta que no consiguen arrancarse la sonda o el suero para llamar la atención, porque están desesperados y tienen que hacer algo para mostrar la rabia y la impotencia en la que llevan sumidos ya demasiado tiempo. Yo, y el resto de las compañeras intentamos hacernos cargo de su situación, sabemos lo terrible que es estar muriéndose de cáncer, porque donde yo estoy no sale ninguno vivo, como mucho les mandan unos días a casa para que cambien de aires, pero la mayoría vuelven antes de cumplirse el plazo porque no pueden o no quieren estar en su casa postrados en la cama y sin fuerzas para dar un triste paseo alrededor de la cama, y quieren volver al hospital a que los médicos les curen, y los médicos nos dicen que somos nosotras las únicas que podemos hacer algo por ellos atendiéndoles con simpatía y agrado. Es decir, que nos pasan la pelota a nosotras que cobramos una quinta parte de su sueldo, ¡pero tendrán morro, los cabrones!
Algunas veces siento pena por ellos, pobres enfermos, pasados de una mano a otra como una patata caliente, por no decir otra cosa peor; per qué puedo hacer, yo sólo soy una trabajadora, una auxiliar de la auxiliar, la última mona del hospital, la que les quita la mierda, los lava, les pone polvos de talco y agua de colonia de esa barata, de la que venden por arrobas, para que huelan un poco bien. Y como te decía antes, hay de todo, algunos te miran avergonzados por habérselo hecho todo encima y después del lavado te dan muchas veces las gracias sonriendo como bebes y lamentando no poder lavarse ellos mismos. Y éstos, los normales, son, por suerte, una mayoría, pero hay otros enfermos, los “retostados” les llamo yo, que están amargados, resabiados y encima son bordes y atravesados por naturaleza; ésos son los que te amargan el trabajo, ya de por sí difícil, y no sólo el trabajo, también la vida, porque sales a la calle que muerdes. Y de estos enfermos todos huimos como de la peste, pero claro, como soy la nueva, me toca lidiar con todos y cada uno de ellos.
Y créeme que son insufribles, se creen que porque cotizan a la Seguridad Social (algunos ni eso) tienen derecho a tomar esclavas como si fueran “Marajás” cuando realmente son un “hatajo de majaras” como les dijo hace poco a la cara una compañera muy brava; un hatajo de majaras con muy mala leche, que disfrutan fastidiándonos y luego, cuando vienen los médicos, cambian de actitud y se portan muy bien, como niños buenos, y les hablan con mucho agrado y miramiento, casi con miedo. Son, a parte de mala gente, unos falsos, y no se quejan a los médicos ni les faltan al respeto porque saben que pueden ponerles firmes y recetarles cualquier putada, y sin embargo con nosotras, la pringadas, nunca mejor dicho, descargan toda su agresividad y malas pulgas, todas sus frustraciones e impotencia, todo el miedo y la cobardía que acumulan allí dentro, porque un hospital acojona siempre, pero muchísimo más si se está como ellos y ves que pasa el tiempo y no sólo no mejoras sino que vas cada vez a peor, y encima te vas dando cuenta como, de un día para otro, desaparecen “misteriosamente” tus vecinos de habitación, de pasillo, y preguntas por ellos y te dicen que les han dado el alta, y tú piensas, sí el alta, pero el alta eterna, no te jode. Pero juro que algunos de éstos han llegado a meterme mano mientras le cambiaba las sábanas y han llegado a ofrecerme dinero por masturbarles, o por follar, añadiendo que si me chivaba a los médicos o la jefa de enfermeras, no sólo lo negarían, sino que dirían que había sido yo la que se lo había propuesto.
Mi novio no contestó, se limitó a decir, “vámonos”, al tiempo que se escurría como una anguila entre los dos asientos delanteros para sentarse frente al volante. Yo lo seguí, pero a mí me costaba mucho más pasarme al asiento delantero, estaba más bien gruesa y torpona y, entre la tripa que no me dejaba doblarme, las piernas como dos morcillas y las tetas que se me atravesaban entre los reposacabezas, pasaba un rato muy apurado.
Cuándo conseguí sentarme y respirar hondo para calmar la respiración agitada, me dijo, mirándome de reojo, que porqué no salía del coche, que me resultaría más fácil de esa manera, y yo le repliqué: sí hermoso, cualquiera pisa el suelo y se expone a clavarse una jeringuilla de sidoso o reventar con el tacón un condón y que te salpique el contenido, ni hablar, le dije. No me contestó, arrancó el coche y dando un patético acelerón y un mísero derrape, (a veces, se creía, el muy idiota, un piloto de rallyes con esa castaña) el coche abandonó el paraje que, a esas horas estaba lleno de coches con los cristales empañados, algunos en pleno “baile de San Vito”, otros ya de “tranqui” echando el cigarro “pospolvo”, todos aparcados de cualquier manera y separados unos metros unos de otros, como si hubieran sido arrastrados por una riada que los hubiera depositado allí.
Durante todo el trayecto desde dónde estábamos hasta salir de la Casa de Campo, no había ni veinte metros de separación entre puta y puta. Aquello hervía de chicas, la mayoría negras, aunque también se veían algunas del terreno, chicas huesudas, pálidas y demacradas, casi todas con una pinta de drogadictas que no podían con ella. En cambio las negras tenían unos cuerpos espectaculares, y no dudaban en enseñarlos, a pesar del frío, a los hombres que pasaban delante de ellas, en una lenta caravana de coches que iban jaleando a las chicas, tragando saliva y sopesando el género con los ojos fijos, concentrados y, en algunos casos desorbitados. Pobres chicas, pensé, mientras las veía acercarse a los coches con las alas abiertas de los abrigos y las gabardinas. Es terrible que tengan que hacer esto para comer, que se vendan así, igual que animales de granja, por las cuatro monedas que les da un salido baboso.
Mi novio paró el coche frente a la casa de mis tíos, y ya iba a bajarme cuando me cogió del brazo y me dijo que le diera un poco más de tiempo para buscar el piso, porque alquilar un piso en Madrid con los precios que le estaban pidiendo, no era moco de pavo, y que su sueldo de dependiente de pollería no se podían hacer muchos milagros. Yo le dije que no había nada fácil, y que si encima no se le pone el empeño necesario, se juntaba el pan con las ganas. Me prometiste que si me venía a Madrid, en dos meses tendríamos piso y dejarías a tus padres, joder, si tan difícil era, porque me lo prometiste, podías haber dicho que lo intentarías, pero no, tuviste que prometérmelo y ponerte tan convincente, y yo, una pobre ilusa, me lo creí, y no hice caso (nunca se escarmienta en cabeza ajena) de una compañera con la que trabajé una temporada recogiendo aceituna, y que siempre decía: “a ver si espabilas “Mere” , que con los hombres, ya se sabe: antes de meter, mucho prometer y después de metido, nada de lo prometido”, dije mirando al frente sin quitar ojo al ajetreo de operarios acarreando contenedores alrededor del estruendoso camión de la basura.
Pero yo te quiero y lo sabes, acuérdate que te pagué el aborto, y ahí se me fueron casi todos mis ahorros, coño, yo no sé que quieres, dijo levantando un poco la voz y mirándome fijamente a los ojos, muy indignado. Yo no digo que no me quieras, digo que me prometiste una cosa y no la has cumplido, eso es todo, y respecto a lo del aborto, no me gusta recordar esas cosas, pero recuerda que esa noche, en el pueblo, después de mucha discoteca y demasiados cubalibres, fuimos a parar en medio del barbecho recién arado de que casi no salimos, y tú dijiste que querías hacerlo a pelo, y que “te tirarías en marcha”, y después en pleno triquitraque cambiaste de idea, dijiste que te apetecía muchísimo llegar hasta el final; y que no me preocupara, que si pasaba algo correrías con los gastos, y yo que tenía encima medio pedo y tres cuartos del otro medio, di mi consentimiento como buena imbécil que soy, y ahora vas y me lo echas en cara, cuando fuste tú el que tuvo la feliz ocurrencia de rematar así aquella noche loca que decías y que realmente fue una noche imbécil.
Pero la cosa ya no tiene remedio y no vale la pena darle vueltas, lo único positivo de todo esto es que ya he aprendido una dura lección para el futuro. No me contestó, sabía que yo tenía razón, y permaneció callado con la cabeza baja, sacando punta a la brasa del cigarro en el borde del cenicero. Callé durante unos instantes para ver si tenía algo que decir y como vi que no, seguí hablándole, a sabiendas de que por un oído le entraba y por otro le salía: Quiero que sepas que mañana voy a despedirme del hospital, ya no aguanto más ese trabajo, ese ambiente, cada día que pasa lo llevo peor, acabo agotada y no puedo descansar bien, pues, por culpa de mi tío y su televisor, rara es la noche que no me acuesto después de las dos, después de tirarme horas dando cabezadas contra la mesa camilla del comedor; te juro que hay restos de sangre de mi frente en el pañito de encima de esa mesa, mira estas costras si no te lo crees, dije señalando la frente. Estoy agotada y me vuelvo al pueblo, allí volveré a lidiar con mi padre que a saber como tendrá la casa, mi madre, que en paz descanse, lo ha tenido siempre como un niño y le ha consentido todo y así está el hombre, hecho un auténtico Adán. Y es que los hombres sólo vais a lo vuestro, pero porqué, pues porque siempre hay a vuestro lado una tonta, resignada a ser vuestra criada, vuestra cocinera, vuestra amante, vuestra todo, como si fuerais una cosa grande.
Volveré al pueblo y buscaré trabajo en el campo. Escardar, plantar, recoger, regar, sembrar, abonar, lo que salga. El campo es un trabajo duro, per es infinitamente más duro el hospital; para el campo, basta con tener fuerza, algo de maña y resistencia, en el hospital hay que tener todo eso y además un estómago y unas tragaderas así, dije levantando los brazos y separándolos tanto que casi le quito las gafas de la cara. Cuando acabas la jornada en el campo, estás tan cansada que sólo te apetece acostarte y dormir, tienes el cuerpo baldado pero la mente tranquila y en paz, y cenas temprano y te metes en la cama y duermes como un niño. Sin embargo, después de una agotadora jornada en el hospital, llegas a casa más cansada que un perro y además muy nerviosa, con la cabeza llena de tantos problemas, de tantos desazones y pesares, que no soy capaz de quitármelos de la cabeza, y eso sin contar con los agobios del viaje en el metro, el transbordo, y finalmente el trayecto en autobús hasta éste rincón perdido de Carabanchel, y ….en fin, ya te he contado lo que me espera en la casa de mis tíos.
Por favor Mere, dame un poco más de tiempo, es todo lo que te pido, ya verás como todo se soluciona en poco tiempo, dijo envolviendo sus últimas palabras con el humo saliendo de su boca un poco torcida por un gesto de fastidio. Lo siento Paco, dije abriendo la puerta y saliendo del coche, lo que no me explico es como he aguantado tanto, a ti y a ese trabajo. Ya nos veremos por el pueblo si vas por allí algún día, adiós, le dije cerrando la puerta de golpe y haciendo tambalearse un instante al coche. El quedó dentro, más parado que el caballo de un retratista, como solía ser habitual en él; con la vista baja y pensativa mirando embobado al volante y dando una última calada antes de tirar la colilla por la rendija de la ventanilla para, acto seguido, removerse en su asiento, arrancar el coche, dar un par de acelerones y salir dando un pequeño envite, seguido de un ronquido de tuberculoso procedente del achacoso motor de su viejo R-8, un coche que no podía con los faldones, ni con las aparatosas tomas de aire, ni con los alerones, ni siquiera con el arsenal de pegatinas que le había puesto, el muy hortera; no sé qué le vería yo a ese pelavaras para haber sido su novia, si es que me busco cada embolao que….; y pensando en esto me le quedé mirando hasta que le vi perderse al final de la calle, doblando una esquina con maneras de deportivo, menudo gilipollas.
Era la una, miré hacia la ventana dl comedor, aún estaba la luz encendida como no podía se de otra manera, era domingo y había programa especial de reportajes de la no sé que jornada liguera, la Copa del Rey y el Copón bendito. Hoy había para rato, de modo que me senté en un banco que había frente al portal, el aire venía frío, me puse en la cabeza la capucha de la coreana y saqué un cigarro para hacer tiempo, pensando que un apagón me libraría de acostarme otra noche después de las dos. Un camión cisterna, de esos que riegan la calle, pasó lentamente junto a mí, con el conductor mirándome fijamente al tiempo que aflojaba la presión del agua para no mojarme, me pareció que decía algo, pero no lo entendí ni tampoco puse mucho interés, la verdad, y prendí el cigarrillo, pensando que me estaba pasando con el tabaco. Llevaba una temporada en que no bajaba de los dos paquetes y medio diarios, una temporada de mucha ansiedad y nerviosismo. Una temporada que coincidía con la desaparición de Aurora.
Había mentido a Paco cuando le dije que no sabía porqué había aguantado tanto tiempo en el hospital. Había una poderosa razón para no dejar aquél trabajo asqueroso, y esa razón era Aurora. ¿Dónde estará ahora? ¿a dónde la habrá llevado ese espantajo de Julián?. Si llego a saber que va ése a medio secuestrarla, le había puesto raticida en las comidas y en unos días, habría amanecido patas arriba como una cucaracha. Daría lo que fuera por saber su paradero y que la incertidumbre dejara de roerme lenta pero implacablemente, como una tortura china. Si alguien llegara ahora y me dijera “Aurora ha muerto”, sería un palo terrible, pero al menos, ya no sufriría el reconcome ese de no saber de ella. Porque lo de que se moría ya lo tenía asumido, pero contaba con verla unos meses más, estar con ella, cuidarla, mimarla, y hacerme a la idea de que su vida se acababa, era inevitable que la enfermedad acabara llevándosela, hacía mucho tiempo que se traía con ella el cruel juego del gato y el ratón, y cualquier día se cansaría y acabaría con su vida de un zarpazo, esto era algo que no estaba segura de llegar a aceptarlo nunca, pero tenía que hacerlo, no había vuelta de hoja.
Yo la quería tanto, la quiero tanto, que se me hace difícil vivir sin ella, sin su presencia a la que estaba acostumbrada, tan acostumbrada que no sé que hacer ahora que ella no está, que ha desaparecido así, de la noche a la mañana. Sentí un golpe terrible cuando me enteré de su desaparición, fue a primera hora de la mañana, nada más llegar al hospital después de un día libre en el que estuve a punto de ir a verla ¡joder! Y no fui por temor a que mis compañeras sospecharan el excesivo interés que tenía por ella. Pero tenía que haber pasado de esas pedorras (a mí que coño me importan esa cuadrilla de cacatúas, de marujonas) y haber ido y haber hablado con ella, quizás así me habría enterado que ese adefesio de Julián planeaba llevársela. Hay que ver lo que cambió ese tío desde que conoció a Aurora; antes de eso, parecía un alma en pena, un espectro sonámbulo en bata, recorriendo el pasillo arriba y abajo como una víctima del vudú al que le han dado esquinazo y olvidado; pero fue entrar a la habitación de Aurora y conocerla, y se puso como las gallinas de mi pueblo cuando les dan pimienta. Desde el momento que la conoció se empezó a arreglar que parecía un pincel, se estiró la chepa y cogió unos modales y unas poses como los que salen en las revistas, hasta le cambió el gesto; antes parecía un zarrapastroso, un sin lustre, con ese careto de pobre antiguo, que ya no se lleva ni en carnavales; y ahora, hasta parecía interesante. Y ese cambio pudo ser lo que hizo que Aurora se fijara en él o quizás simplemente le tenía lastima, quién sabe. Lo que engañan las apariencias, quién me iba a mí a decir que ese mozo viejo, largo y seco y feo se iba a llevar a Aurora al huerto, y con ella se iba a llevar la época más feliz de mi vida. Una época en la que tuve que asumir, con mucho dolor y vergüenza, que al enamorarme de Aurora, me había convertido en lesbiana, en tortillera, en bollera, en una desviada, con lo mujer que yo había sido siempre, que llegué a tener tres novios a la vez, uno en la mili, otro en el pueblo de al lado que venía a verme en una Vespa y otro, un vecino con el que me veía a través nuestras azoteas.
Pero ese sentimiento de culpa por amarla sólo me preocupó unos días, después me dio absolutamente igual, me la traía floja.
Aurora no era mujer cualquiera, era totalmente diferente a todas, como si fuera de otra especie dentro de los humanos; parecía pertenecer a una raza ya extinguida de dioses y semidioses, de diosas colmadas con el don de la belleza y llenas de una hastiada sabiduría, “diosas sacadas de antiguos tiempos dionisíacos”, según leí en una novela que encontré en el cuarto de enfermeras y que se llamaba “La Odisea”.
Recuerdo el primer día que me puse a trabajar en el hospital, me mandaron repartir la comida a los enfermos y me acuerdo, como si fuera ahora, de la primera vez que empujé la puerta de su habitación con el pico de la bandeja. ¿Se puede?, dije muy cortada, porque a mí, eso de estar cara a la gente me daba mucha vergüenza, pero me había recomendado una vecina de mi tía, que era celadora, y no tuve más remedio que apechugar con aquél trabajo, por no hacerle un feo.
Aurora me dijo desde dentro, “mira, a ver si puedes”, pasé y la vi frente a mí, sentada en su sillón, sonriéndome con esa sonrisa suya tan encantadora y preguntándome si era nueva, y yo le dije, que sí que era mi primer día y la primera comida que daba. Ella me deseó suerte, me dio la mano, y yo le dije, poniendo toda la simpatía y la sinceridad del mundo, que si necesitaba algo no tendría más que pedírmelo, que estaba a su entera disposición. Y ese fue el único día quela miré cara a cara, de frente, a los ojos. Y guardé aquella única y maravillosa mirada en mi corazón, en mi mente y en mis tripas, en mi sangre como la única fortuna que iba a tener y que iba a gozar en toda mi aperreada vida.
Desde ese momento ya no la pude mirar así nunca más, porque temía que ella se enterara, me moría de vergüenza solo de pensar que mis ojos pudieran decirle (y lo decían) que ella era mi dueña. Aunque, tengo que reconocer, que había días en que me daban ganas de tirar la bandeja, o las sábanas, cuando iba a hacer la cama, y abrazarla fundiéndome en ella en un mismo cuerpo, pero solo de pensarlo me flaqueaban las piernas, pensando en que dirían si me vieran o, y sobre todo, que pensaría ella, o peor aún, y si ella me rechazaba con cara de circunstancias, mirándome con miedo y con asco, como si yo, no sólo no estuviera loca sino que, además, intentara agredirla; que ella pensara eso de mi, que ella me malinterpretara de esa manera, sería algo que no podría soportar y quizás acabaría tirándome por la ventana para acabar de una vez con mi obsesión y locura, como esas personas envueltas en llamas que se arrojan al vacío, llevadas por su desesperación. Yo no descartaba hacerlo algún día que estuviera realmente desesperada y fuera de mí, me refiero a lo de abrazarme a ella, lo otro, lo de tirarme, era en último recurso, como esa pastilla de cianuro que llevaban los jerarcas nazis entre las muelas (lo leí en otra novela) como alivio y para abreviar el trámite de la muerte.
Ahora no sé qué hacer con mi vida, no quiero ni pensar en lo que me espera, no quiero ni puedo hacerme a la idea que ya no la veré más, que de ella no me queda más que el recuerdo. ¿Qué haré ahora sabiendo que nunca más me envolverá como solía, en aquel rápido aunque tranquilo azul de su mirada?. Esa mirada de mar luminoso, de mediterráneo mítico, que diariamente me tomaba, me seducía al instante y con un golpe de pestañas, un parpadeo, me volvía a dejar en la orilla de sus ojos, como un mar con mucha resaca, atrapándome en la orilla como un naufrago, aturdido, confundido, vacilante y mareado pero absolutamente feliz.
En ese momento vi pasar frente a mí a una pandilla de chicos y chicas hablando animadamente, dejé que se alejaran un poco más, me levanté del banco y eché a andar tras ellos contagiándome de su jolgorio, sus risas descompuestas, de sus bromas y sus voces impetuosas. Eché un último vistazo a la ventana del comedor y seguía encendida, con el televisor escupiendo resplandores intermitentes. Al cabo de media hora, más o menos, andando tras de ellos como un perro buscando amo, les vi desaparecer, hundirse poco a poco, como si la acera se los estuviera tragando. Aceleré el paso y me di cuenta que bajaban las escaleras de la boca del metro.
Estaba decidida a seguirles sin saber por qué, me daba igual donde fueran, lo único que quería era estar cerca de ellos, me atraía su juventud, su desenfado, su frescura, me hacía gracia verles como iban, un poquito achispados y dando saltos como cabras; no sé, supongo que no tenía otra cosa mejor que hacer para matar el tiempo, y me había dado por ahí, o a lo mejor les envidiaba y quería acercarme todo lo posible a su mundo para saborearlo, aunque fuera a distancia.
No tenía intención de subir al tren, cuando apareció el convoy retumbando en el andén desierto, se me quedaron mirando porque no levantaba del apoyo de los azulejos al abrirse las puertas con soplidos de rigor. Y en el último momento, cuando ya había sonado el silbato, me monté en el mismo vagón que ellos y desde mi asiento les espié durante todo el trayecto, eran cuatro chicas y cinco chicos que volvían de alguna fiesta o algo así y no paraban de comentar entre risas y con las típicas voces gangosas de los pijos y en su jerga particular, lo “superbién” lo “guay” que se lo habían pasado. Se bajaron en la estación de Alonso Martínez y yo también; de vez en cuando, durante le caminata subiendo y bajando escaleras, mecánicas y fijas, recorriendo largos pasillos vacíos envueltos en la soñolienta luz de los tubos fluorescentes, alguno de ellos volvía la cabeza para mirarme y comentar a los otros mi presencia, siguiendo sus pasos como una sombra perezosa y vacilante. Doblaron una esquina y al hacerlo yo, vi que uno de los chicos estaba recostado contra la pared y me miraba desafiante, ¿por qué nos sigues? ¿es que te quieres ganar una hostia o qué?, me dijo, acercando su cara muy furiosa a la mía. Yo no os sigo, dije poniéndole una mano en el brazo para apartarle, en ese momento se acercaron dos chicos del grupo que estaban parados, observándonos unos metros más delante. El primero de ellos avivó el paso y cuando estuvo a mi altura, me dio un rodillazo en la boca del estómago que me hizo caer al suelo, en ese momento sentí una lluvia de patadas llegando desde todas direcciones. Instintivamente me encogí y rodeé mi cabeza con los brazos para amortiguar las patadas de aquellos niñatos cabrones. Oí gritar a una de las chicas: ¡dejadla ya, no veis que no está bien! ¡venga, vámonos! Y ellos dejaron de patearme aunque todavía recibí de propina algún que otro puntapié más.
Salieron todos corriendo y cuando cesó el eco de sus pasos me levanté, doliéndome de varios sitios a la vez, y me puse a andar hacia la salida. La plaza de Alonso Martínez estaba desierta, parecía mucho más pequeña, mucho más recóndita y secreta con el silencio que la envolvía a esas horas, y la oscuridad escondiendo sus límites; era ya muy tarde y las pandillas de chicos haciendo botellón ya se habían ido. Me senté en un banco y a los pocos minutos surgió, de entre las sombras, una figura macilenta con un abrigo largo, un cartón bajo el brazo y una mochila al hombro. Era un mendigo, que se sentó a mi lado sin decir nada, dejó la mochila y el cartón sobre el banco, se abrochó el abrigo hasta el último botón, se subió las solapas y se me quedó mirando, yo miré para otro sitio y él me tocó el brazo varias veces, como si me despertara, y me dijo con una voz muy suave:” señorita está usted en mi banco, si no le importa, quisiera dormir”. Perdona, no me había dado cuenta, le dije levantándome, él no me contestó, estaba muy ocupado extendiendo el cartón y envolviéndose con él semejando un enorme rollito de primavera.
Volví otra vez al metro, y antes de bajar el tramo de escaleras, me quedé apoyada a la barandilla de hierro sin saber qué hacer, si volver con mis tíos o buscar un banco en la plaza, echarme a dormir y pasar la noche. En ese momento oí golpear la cancela de hierro, y vi como un operario del metro echaba la cadena y el candado alrededor de los barrotes. Me sentí aliviada, el hombre había solucionado un dilema que me habría costado mucho resolver, volví a la plaza me senté en un banco y al rato me tumbé echándome la capucha a la cabeza y metiéndome las manos en los bolsillos. Pasé una noche horrible, porque apenas pude pegar el ojo, a pesar de que me caía de sueño porque hacía demasiado frío y no paraba de cambiar de postura y de frotarme para entrar en calor. No sé que hora sería, las cuatro o las cinco, cuando me venció el sueño, un sueño tan ligero que fui consciente de que soñaba y que estaba muerta de frío. Soñé que entraba en la habitación de Aurora y que ésta se había convertido en un hombre, me llevé tanta impresión que se me cayó al suelo la bandeja con el desayuno. Me sequé las manos en la bata, acaricié su mandíbula, ahora mas angulosa y áspera, su barbilla un poco más cuadrada y partida en dos con un gracioso hoyuelo, le di suaves tironcitos a la patilla que le llegaba a la altura del lóbulo, pasé la mano por su pelo corto y fuerte, y me retiré de é como si me diese calambre su piel. El lo notó y me preguntó si pasaba algo, si es que no le gustaba ahora que había cambiado de sexo, “ahora ya no sufrirás más por ser tortillera” dijo con una sonrisa. Y yo estuve a punto de decirle que no me gustaba así, (joder, cómo me va a gustar, si parecía un marinero ruso de opereta) que para qué demonios se había transfomado en hombre, que ya tenía asumido lo de ser lesbiana y que de daba igual, que la quería tal como era, pero no tuve valor para decírselo y me callé, pensando que, definitivamente, estaba gafada en esto del amor.
Ya clareaba el día cuando desperté, estaba helada, muerta de sueño y dolorida, me senté con mucho trabajo, pues estaba agarrotada por el frío, y empecé a frotarme los brazos y las piernas para entrar en calor y cuando medio lo conseguí, saqué un cigarro y me use a fumar mientras miraba a la gente bullir a mi alrededor, gente cabizbaja, triste y aturdida por el sueño y, aparentemente, sin ningunas ganas de trabajar, que cruzaban la plaza con su apresurados pasos hacía el metro y un instante desaparecía trabados por su boca abierta como la de un monstruo cobrándose su diario tributo en vidas humanas. Aquí madrugan mucho más que en el pueblo, con todo lo que digan, pensé. Me levanté y me puse a andar deprisa y a darme friegas para entrar en calor, parecía una india ejecutando una extraña danza, con esos pelos de punta que era incapaz de domar. Cogí el metro y fui hasta el hospital para cobrar la liquidación. Durante el trayecto noté las miradas de la gente que abarrotaba el vagón, eran desdeñosas miradas de reojo, miradas de desprecio, de asco, de repulsión y también de temor e inquietud. No era para menos, pensé cuando mi miré un instante en el cristal de la ventanilla, tenía la cara sucia, llena de churretes y birriagas de sangre mezclada con tiznones de rímel corrido, y con el pintalabios extendido alrededor de mi boca, como si me hubiese pintado los labios alguien con Parkinson agudo, dibujándome una mueca exactamente igual que el Joker de Barman.
Al entrar al hospital tuve la mala suerte de encontrarme con una compañera que salía de hacer su turno y, a pesar de mis negativas, me acompañó hasta nuestra planta y allí me lavó las heridas, me peinó y hasta me pintó. ¿Pero qué te ha pasado?, me preguntó y yo le contesté que me había caído por una escalera en el metro. Pero ella no se lo creía del todo, decía que tenía demasiadas heridas y cardenales. ¿Pero cuántas veces te has caído? Porque parece que has bajado dando volteretas por todas las escaleras del metro, de aquí a la Plaza de España, dijo sacudiéndome la ropa y dándome una peinada de urgencia. No contesté le di las gracias y le dije que tenía que pasarme por secretaría para un asunto urgente. Nos despedimos en el ascensor, y antes de que la puerta se cerrase del todo, le pregunté si sabía algo de Aurora y Julián. Todavía no se sabe nada, aunque creemos que están en el pueblo de él, dijo mientras las puertas correderas se juntaban y el ascensor bajaba hasta el sótano.
Esperé más de dos horas hasta que tuvieron preparado el cheque, la muchacha que había parapetada tras el ordenador me dijo que como me iba por mi cuenta, no tenía derecho a indemnización alguna, sólo me darían lo correspondiente a la paga extra, total trescientos y pico euros. Me da igual, le dije a la chupatintas, que les aproveche el dinero a esos buitres de la dirección, ojalá se lo gasten en lavativas, y agarrando el cheque salí del hospital deprisa y sin mirar a nadie para no encontrarme con alguna compañera y tener que dar explicaciones.
Eran las diez de la mañana, el coche de línea hasta mi pueblo no salía hasta las cuatro, me fui dando un paseo hasta el Retiro y allí compré una bolsa de gusanitos y se los fui echando a los patos, como solía hacer muchas tardes de domingo con Paco. Mientras veía a los patos engullendo los gusanitos, me miraba en el agua removida del estanque pensando en Aurora, en cómo había pasado por mi vida con la fugacidad y el resplandor de un cometa, iluminándola un instante con su claridad indescriptible.
Y pensé que lo más sensato sería recordar la luz de sus ojos y dejar que ese recuerdo endulzara y amargara mi vida, a partes iguales y para siempre; sí, debía dejarlo correr, porque es una insensatez pretender agarrar ese cometa llamado amor, que cruza sobre nuestras cabezas a velocidad de vértigo y deja sobre nosotros, en un instante, apenas un reflejo, un destello, un brillo, un brevísimo fulgor de su increíble luz.

UN PASEO ALUCINADO POR EL LADO OSCURO DE LA FUERZA

de:
Alejandro Tello Peñalva




Llegué a la Plaza cuando la banda municipal atacaba un fragmento de la banda sonora de “La guerra de las galaxias”. Me senté en un banco a escuchar aquella música heroica, vibrante y poderosa que nos conectaba con ese aventurero espacial que todos llevamos dentro. Escuchando esa música llena de energía me sentí como aquel personaje de Woody Allen que decía que después de oír a Wagner le daban ganas de invadir Polonia. Entre las decenas de cabezas erguidas e inmóviles del público, todas mirando en la misma dirección como girasoles, vi tres boinas. Seguí escuchando la música sin dejar de mirarlas, imaginando que eran pequeñas naves interestelares camino de la batalla decisiva que había de librarse en la Estrella de la Muerte. En ese momento sentí un ligero malestar, un repentino dolor de tripas que achaqué a las tres berenjenas y al largo trago de vino de la bota que acababa de meterme entre pecho y espalda. No debería haber siquiera parado delante de la orza de las berenjenas, pero hay veces en que la única forma de vencer a la tentación es cayendo de cabeza en ella. Las berenjenas habían sido uno más de los excesos de un día entero de feria. Pero una feria sin excesos no puede llamarse feria, sería algo incompleto como un amor sin pasión, un jardín sin flores o un hombre sin cuernos.
Empecé a sentirme mal por momentos, tenía escalofríos y náuseas. Levanté la cabeza hacia el cielo estrellado y tuve una alucinación: vi las tres boinas surcándolo majestuosamente en formación de combate. Eso confirmó que también tenía fiebre. Hubo un momento que se me nubló la vista y cuando la recobré vi, entre una espesa niebla de color sepia, los caballitos y las barcas de Pichín y al mismísimo Pichín y a su señora empujándolas con sus rostros graves e impenetrables de siempre bajo un cartel, el primer cartel publicitario que vi en mi vida, que decía: “¡Mamá yo quiero montar, ay que bien Seba! ”. Me restregué los ojos para sacudirme aquella imagen del pasado y cuando los abrí, vi en la bocacalle el cartelón con la foto de Franco orlado de bombillas blancas encendidas, el cartelón que durante tantos años presidió el recinto ferial, que entonces se reducía a la Plaza y a la calle Venancio González hasta la Molineta. No daba crédito a lo que veía, pero todo eso estaba ahí delante de mis ojos. Me levanté torpemente y pasé bajo el cartelón sin dejar de mirarlo ensimismado mientras caminaba hacia el Casino de la Concordia. En aquellos tiempos, la foto de aquel tío con bigote que miraba fijamente con ojos fríos, astutos e inquisidores estaba por todas partes, en la escuela, en el Ayuntamiento, en el cuartel y en los sueños y pesadillas de cada uno. Yo entonces no sabía todavía qué pensar de él: para una parte de mi familia era el padre de la patria, para la otra, el mayor criminal del siglo. Unos puntos de vista “ligeramente” distintos.
La terraza del Casino de La Concordia estaba llena de familias endomingadas comiendo aquellas raciones de calamares servidas en platillos ovalados de loza blanca. Estaba emocionado, no creí que iba a volver a ver aquellas míticas raciones de cuatro tiras de calamar para ocho personas. Me senté en la mesa donde estaban mis padres con amigos y familiares, cogí un palillo y di cuenta de mi trozo de calamar, un calamar que jamás me sabrá mejor. Los dejé enfrascados en aquellas conversaciones de mayores que tanto me aburrían y volví a la Plaza andando despacio, recreándome en las ristras de banderitas de papel y bombillas de colores que colgaban sobre mi cabeza y lo iluminaban todo como en un sueño. Aquellas tres noches de calles encendidas con decenas de ristras de bombillas eran para mí lo más parecido a un sueño; más que eso, si se tiene en cuenta que el resto del año el pueblo tenía la misma iluminación que el castillo de Drácula. Pasé de nuevo bajo el cartelón de aquel Darth Vader celtibérico, doblé la esquina y me paré frente a la caseta de tiro de Juan Tomás. Cuando quedó un sitio libre en el mostrador, pedí tres balines de plomo y volví a disparar con una de aquellas escopetas tísicas cuyo balín salía tan lento, tan sin ganas, que se le veía caer exhausto, humillado y derrotado metro y medio más adelante, al pie del palillo que debía romper para ganar un premio que solía ser un mini botellín de whiski, ginebra, ron o vodka o un cigarrillo. ¿Había mejor premio para un niño de entonces que un trago de güisqui y un cigarrillo rubio?. Rotundamente no.
Dejé la caseta de tiro y me quedé parado delante de la portada del cine. En ese momento había una larga cola de gente delante de la taquilla, algunos llevaban una silla debajo del brazo. Ponían, como era habitual en la feria, una película de Manolo Escobar. Si hubiera justicia en este país, con la llegada de la democracia habrían metido en la cárcel a Manolo Escobar y a todos los que colaboraron en aquellas películas que eran auténticos atentados no sólo contra el cine, la música y la cultura en general, también contra el buen gusto, el sentido común e incluso la salud pública: muchas úlceras, hernias, migrañas y ardores de estómago, ya crónicos, vienen de entonces. Dejé atrás a los cinéfilos y me paré delante del puesto de turrones, peladillas, almendras garrapiñadas, garrotillas y martillos de caramelo de un dulce cansino, de regusto amargo, como el recuerdo de un amor que no pudo ser. Mis padres solían comprarme, como regalo de feria, uno de aquellos martillos y una pastilla de turrón tan áspero y duro que bien podría haberse usado como material de construcción. Seguí calle abajo donde se alineaban una churrería y una tasca que al lado de las de ahora parecía un siniestro barracón del tercer mundo. Junto a la tasca había una ensordecedora tómbola con un tío cansino subido en una plataforma y armado de un micrófono que no dejaba de dar el tostón con su monótona verborrea: ¡estamos premiando y regalando! ¡venga que nos vamos!. Y no se iba nunca. Al lado estaba el puesto de un moro melancólico de barba y chilaba con su triste y escasa mercancía extendida sobre una lona mugrienta. Unos metros más adelante, la calle acababa en la explanada de La Molineta. Allí había una carpa llena de remiendos con otro cartelón lleno de bombillas como el del Caudillo que ponía “Teatro Xúcar”. A un lado y otro de la entrada había fotos de vedettes metidas en carnes, señoritas y señoras con las caras revocadas de pinturas y polvos, vestidas de plumas, mallas, medias remendadas, lentejuelas, flecos y tacones de vértigo. Aquellas vedettes sin depilar que alzaban el brazo y parecía que llevaban un gato negro en el sobaco eran las estrellas indiscutibles de aquel teatro de variedades, las encargadas de avivar y recargar el deseo sexual de los veteranos matrimonios que seguramente ya andaban necesitando una puesta a punto para hacer frente al tiempo arrasador que todo lo apaga y vuelve mustio, tedioso, mecánico y rutinario. Nunca se reconocerá la importante labor social que realizaron aquellas mujeres. En otros países, las vedettes habrían cobrado subvención, pero aquí no, este es un país de desagradecidos y desmemoriados. Yo, por supuesto, no podía entrar a verlas pero las imaginaba cantando aquellas canciones picantes y buscándose la vieja pulga de posguerra entre sus generosas anatomías.
Al lado y como última atracción de la feria, más allá sólo estaba la negra e insondable noche, había un camión cubierto con unas lonas oscuras. Unos altavoces gangosos pregonaban una y otra vez a los cuatro vientos que allí dentro había un maravilloso zoo de gorilas, chimpancés, orangutanes, babuinos, macacos y un sin fin de animales no sólo que jamás habíamos visto sino que muy difícilmente volverían a verse juntos. Dicha así, era una propuesta que no podía rechazar. Me saqué los cinco duros del bolsillo que llevaba cuidadosamente envueltos en el moquero y los miré largo rato. Ese dinero era la paga de toda la feria y pensaba muy seriamente si valdría la pena echar allí aquel dineral. Pensé que no y me lo guardé pero, al igual que ahora, siempre hago lo contrario de lo que pienso y casi sin darme cuenta se los di al hombre de la taquilla. El de la entrada levantó un pico de la lona y allí, en la caja del camión, vi a cuatro monos sarnosos cabizbajos y meditabundos en el fondo de sus oscuras, sucias y apestosas jaulas. Inmediatamente volví sobre mis pasos y le dije al de la entrada que no me gustaba aquello, que eran cuatro monos pedorros y que me devolviera el dinero. El hombre, acostumbrado a aquellas reclamaciones y totalmente inmune a ellas, se recostó contra el camión y se me quedó mirando fijamente con una aterradora sonrisa de dientes amarillentos entre los cuales brillaba uno de estaño.
En ese momento sentí una mano apretándome el hombro, abrí los ojos y vi a un amigo, uno de los músicos de la banda municipal, que llevaba a cuestas su enorme instrumento musical. ¿Tan malo te ha parecido el concierto que te has dormido?, preguntó. No es eso, le dije volviendo la cabeza hacía la esquina. Por suerte, el cartelón de “Darth Vader” ya no estaba allí.


Alejandro Tello Peñalva

EL ÚLTIMO BAILE

de:
Alejandro Tello Peñalva






EL ÚLTIMO BAILE


Homer Simpson dijo una vez que Dios era su personaje de ficción favorito. Sin embargo a nuestro protagonista, que había crecido con el Dios que salía en la enciclopedia Álvarez, no le caía nada bien aquel tío barbudo que era como el abuelo de Heidi pero con mala leche. Era demasiado áspero y severo para su gusto, siempre mosqueado, siempre amenazando con su voz tronante desde las alturas, supervisándolo todo con su ojo dentro del triángulo. No quería ni oír hablar de alguien que había echado a Adán y Eva del paraíso por una manzana de nada y se había sacado de la manga una serie de mandamientos que van en contra de la naturaleza misma del ser que, si creemos a La Biblia, había creado. Ya puesto, debería haber creado otro tipo de hombre más perfecto, con mejores hechuras, mejor rematado, más de marca y no éste tan defectuoso y silvestre, tan débil y tarambana, tan de todo a cien. Obligar a un hombre así, tan trasto y zascandil, a cumplir una ristra de leyes y luego amenazarlo si no las cumplía con un eterno infierno de calderas humeantes a cargo de un tal Pedro Botero, era sin duda una mala pasada, una acción indigna de un buen padre que ama a sus hijos y quiere lo mejor para ellos y más todavía si son seres indefensos y desvalidos como nosotros.
Los personajes de ficción favoritos de nuestro hombre eran los Reyes Magos. Le parecían perfectos porque sólo aparecían una vez al año para dejar sus regalos y se largaban por donde habían venido sin meterse en su vida privada. A pesar de que ya tenía cuarenta y muchos años, cada noche de Reyes esperaba su regalo con la misma ilusión que cuando era un niño. Este año, su hija, una adolescente con las hormonas desbocadas, le regaló un disco con la banda sonora de la película “Saturday Night Fever”, desoyendo así a su madre que le había advertido muy seriamente que no le comprara música ni juegos que pudieran excitarlo porque estaba muy delicado del corazón a causa de un severo sobrepeso fruto de un largo, apasionado y desmesurado amor por el pan candeal y más todavía por el cerdo y sus derivados. El cerdo al que llamaba sin cortarse un pelo “El verdadero Mesías”.
Después de una noche intranquila, el hombre se levantó de la cama con mucho cuidado para no despertar a su mujer y fue de puntillas hasta el comedor que todavía estaba envuelto en la mortecina luz de la madrugada y sacó su regalo de dentro del calcetín que colgaba de la chimenea. Un hormigueo de placer le recorrió la espina dorsal desde la rabadilla a la nuca a ver en la carátula a los Bee Gees y a Travolta sobre la pista de baile de luminosas baldosas azules, rojas y amarillas bajo la reluciente esfera de espejitos. Llegó a sentir un ligero mareo pero se repuso, mordió como una bestia hambrienta el papel de celofán, lo escupió, sacó el disco de su estuche y fue a ponerlo inmediatamente en el equipo de música pero cambió de idea al darse cuenta que su mujer no iba a dejárselo oír como él quería, además a él le gustaba la música especialmente alta, de modo que cogió el coche y se fue al campo. Llegó a un cruce de caminos a varios kilómetros del pueblo y paró el coche. Metió el disco en la ranura y le dio a tope al volumen. Al oír los primeros compases de “Stayin´Alive” y justo cuando los Bee Gees empezaron a balar como cabritas enamoradas, sintió una emoción tan fuerte, tan indescriptible y maravillosa que el corazón no lo soportó y le reventó como un globo. Unos segundos antes de caer fulminado por el infarto, un viejo recuerdo iluminó su memoria como un relámpago. Se sintió transportado a su época dorada cuando tenía veinte años, cuatro arrobas menos, un hermoso tupé, no lo cuatro pelos del toldo de ahora, un traje blanco con el cuello de la camisa negra por fuera, una novia que estaba de toma pan y moja y era el rey de la pista de baile, el John Travolta indiscutible del pueblo. El jodido amo.
Sabía que se moría y no sólo lo aceptó con resignación sino que sintió que era una buena forma de acabar. Quizás era la mejor manera posible de despedirse del mundo, pensó. Cerró los ojos y sintió entre sus manos (unas manos fuertes, ligeras y suaves y no las de ahora, de dedos gordos y torpes que empezaban a tener principios de reúma) la cintura de su entonces novia, ahora su mujer, su antigua cintura de guitarra que ahora yacía sepultada para siempre entre un pesado oleaje de lorzas de tocino. Sintió sus piernas, unas piernas ágiles, fuertes y flexibles como si fueran de goma y no las patas de elefante que tanto le costaba mover ahora, moviéndose al compás de la música por el suelo de baldosas luminosas bajo la esfera de espejitos cuyos reflejos recorrían vertiginosamente todos los rincones de la discoteca. La abrazó y besó y mientras lo hacía vio su propia cara reflejada un instante en sus ojos, una cara de galán latino, una cara que nada tenía que envidiar a la de Tony Manero y no la de ahora que parecía uno de esos panes que reparten en las comidas benéficas de Aldeas Infantiles.
Estaban solos en medio de la pista, felices, sonrientes y sudorosos rodeados de todos sus amigos, tan jóvenes, delgados, felices, sonrientes y sudorosos como ellos. Acababan de ganar el primer premio a la mejor pareja de baile y ahora se disponían a marcarse un baile de exhibición. Empezaron a sonar los primeros compases de “Night Fever”, su canción favorita, con la que, a fuerza de bailarla cientos de veces, habían logrado una sincronización tan perfecta que la música y ellos formaban un todo, un conjunto indivisible y perfecto, una maravillosa coreografía difícil de explicar porque todos los adjetivos se quedaban cortos. Cuando los Bee Gees empezaron a balar a coro como ovejitas luceras, tomó del brazo a su novia, se colocaron en el centro de la pista y comenzaron a bailar. Una danza perfectamente ejecutada, llena de arte y gracia, una danza eterna sin principio sin fin. En esos momentos sintió que acababa de entrar en el paraíso porque los recuerdos son el único paraíso del que nadie puede expulsarnos.
Y mientras apuraba el último sorbo de aire de su vida, el último resuello, la última sensación antes de convertirse, de forma irreversible, en fiambre y más tarde polvo y ceniza, cayó en la cuenta que en él empezaba y acababa todo; que a partir de ahora comenzaba a vivir exclusivamente en la memoria de los que le conocieron. Por más que aguzaba sus sentidos no veía por ningún lado a aquél Dios ceñudo que salía en la enciclopedia Álvarez. Entonces supo que ya no vendría y sintió que todo él no había sido otra cosa que un recipiente de carne mortal donde habían hervido hasta el último instante un complejísimo potaje de reacciones químicas llamadas deseos, sueños, esperanzas…Sólo eso.



Alejandro Tello Peñalva

LINAJE DE SOMBRAS

de:
Alejandro Tello Peñalva







Polinización

190


Vi asomar su cabeza tras una esquina y le hice un gesto con la mano para que se acercara. Al verme se escondió y al cabo de unos instantes volvió a asomarse. Era un muchacho muy joven y me dio la impresión que las voces destempladas de nuestro alborotado corro le causaban temor y desconfianza. ¡Acércate, no temas!, le grité. El chico se me quedó mirando fijamente y le mantuve la mirada mientras le hacía gestos para que se uniera a nosotros. Después de observarnos durante un buen rato, salió de su escondite y se acercó muy lentamente, midiendo cada paso como si caminara sobre un campo minado.
Lo llevaba viendo desde hacía un buen rato. Primero le vi asomar por la bocacalle y cruzar ensimismado el paso de cebra sin mirar a la gente con la que se cruzaba y a la que atravesaba como si no existiera, como si esas decenas de personas que apretaban el paso cuando el hombrecillo verde del semáforo empezó a parpadear fueran humo, polvo, sombras, nada. Cuando se abrió el semáforo todavía no había cruzado el paso de cebra y los coches, sin reparar en él, se pusieron en marcha y uno tras otro los fue atravesando sin darse cuenta como si fueran imágenes proyectadas sobre el asfalto.
Al llegar a la acera se escondió detrás de una marquesina, de allí pasó a un poste, después se agachó tras una papelera y desde allí nos observó unos minutos antes de salir corriendo hacia una de las columnas del vestíbulo. En ningún momento dejó de mirar al corro. Tampoco yo, mirándole de reojo con la cabeza ligeramente vuelta, me perdía uno solo de sus movimientos de aproximación. Al cabo de un rato salió de detrás de la columna de ladrillo rojo llena de frases anónimas escritas con rotulador negro, siluetas de manos blancas y folios pegados con cinta adhesiva, folios que gritaban a la cara versos de dolor y rabia y solidaridad y amor y esperanza; versos encendidos de coraje y duelo que saltaban a los ojos y anegaban de lágrimas el corazón y el alma.
Cuando parecía haber vencido al fin todo recelo y desconfianza, se quedó parado en seco a menos de tres metros del corro. ¿Qué te pasa?, le dije volviéndome hacia él, ven, no tengas miedo, no vamos a hacerte nada. ¿De dónde vienes?, le pregunté. De El Pozo, dijo señalando hacia las vías, todavía quedan algunos de nosotros allí, pero la mayoría se han ido. ¿Y sabes adónde?. El chico negó con la cabeza. Aquí está pasando lo mismo, cada vez se ven menos de nosotros, le dije.
Tiene razón, dijo un hombre bajito y delgado con un maletín, al principio estábamos todos sin faltar ni uno, pero con el paso de los días sus presencias han empezado a diluirse, a borrarse y no hay día que no se eche a alguien en falta. ¿Y a dónde van?, le preguntó el que estaba a su lado. No lo sé, ojalá lo supiera, contestó con la vista perdida en algún punto de la glorieta.
Van al olvido, sencillamente, dijo un hombre mayor carraspeando con fuerza. Yo tengo una teoría y es que nosotros ya no existimos, estamos fuera del mundo, por lo menos del mundo que conocíamos hasta aquella mañana. Desde entonces sólo existimos en la memoria de la gente, fuera de ahí se abre un abismo de olvido que, mucho me temo, nos tragará a todos. La gente irá olvidándonos, ahora mismo ya sólo vamos quedando en la memoria de amigos y familiares. Ellos son los que todavía nos sostienen. ¿Durante cuanto tiempo lo harán?, no lo sé. Lo único cierto es que, a día de hoy, apenas transcurridos tres meses, no quedaremos más de dos docenas, y eso contando con alegría.
Un hombre de mediana edad situado en la primera fila del corro, cabeceaba mirando al suelo. ¡Que pena!, dijo sin levantar la cabeza del suelo como si le hablara a él: ¿dónde están los que juraron que nunca iban a olvidarnos?, dijo emocionándose por momentos. No hay que tomárselo tan a mal, hombre, dijo el de la teoría, el olvido es un mecanismo de defensa de los hombres, si los recuerdos, sobre todo los recuerdos tan terribles como estos, estuvieran permanentemente en la memoria, la humanidad hace mucho que hubiera muerto destrozada por la pena. Es necesario pasar página, olvidar las cosas que nos han hecho tanto daño. Pero no es bueno olvidar, y ahí es a donde quiero ir a parar, el poso de experiencia y por lo tanto, de sabiduría, que todo ese dolor ha dejado en millones de personas de todo el mundo. Pero me temo que todo se olvide demasiado pronto y no se saque provecho, o al menos no todo el que debería sacarse, de la durísima experiencia sufrida ese maldito día que nunca debió haber amanecido.
Yo, si me lo permiten, dijo una mujer de cincuenta y tantos pidiendo la palabra a mano alzada, pido que no seamos tan ingenuos pensando que el mundo va a cambiar después de esto. El mundo no va a cambiar. Al final todo esto quedará reducido a cuatro palabras en un discurso al que nadie prestará atención, es decir, toda esta corriente de solidaridad, toda esta fuerza, este movimiento cívico se perderá irremisiblemente sin haberse aprovechado en nada que realmente haga avanzar la pesada y semihundida rueda del mundo. Siempre ha sido así. Cualquier empresa humana y estoy hablando de nobles empresas, flores delicadas que necesitan el cuidado de todos, no de guerras y otras malas hierbas que no necesitan del cuidado de nadie para mantenerse tan fuertes e indestructibles como siempre; cualquier noble empresa, digo, comienza con mucha ilusión, todo son buenos deseos y parabienes, el globo de la ilusión y la esperanza se hincha en poco tiempo pero, poco a poco y sin que nadie parezca reparar en ello, empieza a deshincharse y nadie de los muchos que al principio soplaban como descosidos se arrima ahora a dar un solo suspiro de aire. Incomprensiblemente, todos se miran esperando que sea otro el que haga el esfuerzo. Y el uno por el otro, el “globo” empieza a deshincharse hasta que cae ante la cada vez más general indiferencia.
¡Pero que ingenuos sois… ¿qué os creíais?, ¿qué esperabais?!, dijo un hombre de mediana edad mientras paseaba su mirada por el apesadumbrado corro, veo que os habíais hecho muchas ilusiones, demasiadas creo yo. Todavía creéis que podemos intervenir en algo, que conservamos algún vínculo con los del otro lado, que todavía podemos contarnos entre ellos. No queréis aceptar la evidencia de que ya no somos nada, ¡nada!, gritó como un loco poniéndose delante de los peatones que en ese momento pasaban por allí, haciéndoles burla, intentando pararlos, abofetearlos, echarles la zancadilla, empujarlos, estorbarles su paso, pero la gente, imperturbable, le atravesaba o era él el que les atravesaba a ellos.
¿Sabéis lo que creo?, dijo un chaval rascándose el cogote, que todo esto es una pesadilla y que pronto despertaremos de ella. De modo que, tranquilos, no perdamos la calma. Si todo esto es una pesadilla como dices, le contestó un cincuentón con bigote y perilla, sólo existes tú que la estás soñando y los demás ¿qué?, ¿qué somos? ¿acaso figurantes en tu cabeza?. No, no creo que todo esto sea una pesadilla, ojalá lo fuese y despertáramos pronto para retomar nuestras vidas donde las dejamos. Eso sería lo mejor que podría pasarnos pero…
¡Esto es la muerte, joder, estamos todos muertos, coño, aquí ya no pinchamos ni cortamos nada, si es que alguna vez lo hemos hecho, a ver si os enteráis de una vez y os dejáis ya de pamplinas!, gritó un hombre alto con aspecto de profesor que hasta entonces se había mantenido de espaldas al corro. ¿Y entonces?, le preguntó un veinteañero encogiéndose de hombros. ¡Entonces qué!, le preguntó el profesor encarándose con él. Me refiero a Dios, si estamos muertos como dice usted, ya teníamos que haber visto a Dios. ¿A Dios?, no me haga reír, ¿usted cree seriamente que de haber existido Dios habría consentido que a nosotros, sus hijos, nos hubiera pasado algo tan terrible, tan espantoso, tan injusto y execrable?, ¿de verdad cree que, de existir, hubiera consentido que otros hijos suyos, hermanos nuestros, hicieran semejante atrocidad?. No, no lo creo. Dios no existe, tan sólo es una invención humana, quizás la primera de todas y seguramente la peor. Podía dar cientos de argumentos y razones irrefutables que sustentan esa afirmación, pero voy a ahorraros la charla, total… ya da todo igual.
¿Cómo puede usted decir que Dios no existe y quedarse tan pancho?, le preguntó muy seria una mujer rubia de treinta y tantos que llevaba una gabardina beis y un gorrito a juego que le medio tapaba la cara. ¿Qué sabe usted de Dios?, ¿por qué le insulta así?. Dios existe, no lo dude, Él nos creó y nos puso en este mundo para que lo habitáramos felices. Nos enseñó el camino del bien y nosotros, ingratos, soberbios y estúpidos, le volvemos la espalda. Pero ningún pecado, y este terrible crimen menos que ninguno, quedará impune. Algún día, créame, todos responderemos ante Él, acabó diciendo.
Algún día, ja, ja, ¿cuándo llegará ese día?, ¿y por qué esperar tanto?, ¿acaso no hay ya tela que cortar? vamos, no me haga reír, contestó el profesor. Desde pequeño llevo oyendo ( y sigo sin entenderlo) eso de que nos hizo a su imagen y semejanza. Si es así, estamos arreglados. Espero que no me reconozca como hijo como tampoco yo lo reconozco como padre. La mujer, muy cabreada, le dio la espalda.
Vamos, no os peleéis, no vale la pena, como dijo no sé quién: si existe o no Dios, es problema suyo, terció sonriente un hombre mayor, calvo y regordete, seguramente un albañil, a juzgar por sus curtidas manos con restos de yeso entre las uñas.
¡Qué Dios ni que leches, la culpa de lo que nos ha pasado la tienen única y exclusivamente los terroristas!. ¡Ellos y la incompetencia de los políticos son el cáncer que devora al mundo!. ¡Si los políticos hicieran bien su trabajo, es decir, trabajaran en serio por un mundo más justo y solidario, un mundo mejor para todos, los terroristas, los fanáticos no levantarían cabeza porque la gente se les echaría encima. Pero ¿qué está pasando?, que hay pueblos que llevan demasiado tiempo sufriendo atroces injusticias (ahí está Palestina, quizá el más grande y maligno de las decenas de tumores que enferman al mundo) y la desesperación de esos pueblos es el caldo de cultivo de los terroristas. En medio de ese clamor de justicia es donde encuentran razones para hacer lo único que saben: sembrar el caos, la destrucción y la muerte!. Si no existieran esas vergonzosas y sangrantes y evitables tragedias, estoy seguro que la planta venenosa del terrorismo no germinaría en ningún sitio, gritó un hombre.
Estoy de acuerdo con usted pero discrepo en una cosa: los políticos no tienen la culpa, al menos toda la culpa. La culpa la tienen los que les votan, si no les votaran o votaran en blanco… otro gallo cantaría, le contestó una señora mayor.
En ese momento se alzaron voces a favor y en contra y alguien levantó la voz para pedir silencio y que cada uno esperara su turno para hablar. Uno levantó los brazos y todos, ahora en silencio, volvieron la vista hacia él.
Yo insisto en que la clave de todo está en la memoria, dijo el de la teoría. Por ahí empieza todo a irse a pique. Por desgracia, la memoria, es decir la capacidad de no repetir los mismos errores, no está entre nuestras virtudes. Todo lo contrario. Si todos y cada uno, desde que el mundo es mundo, hubiésemos tenido memoria, el mundo entero sería hoy un lugar mucho más próspero y feliz, pero… ya ven ustedes. El hombre nunca saldrá de sus errores, una y otra vez tropezará en la misma piedra hasta el fin de los tiempos. Es nuestra condición. Ahora que vivimos en y de la memoria de la gente me doy cuenta de lo precario de nuestra situación. Yo mismo presiento que mis días aquí están contados, pronto me iré.
¿Adónde?, si puede saberse, le pregunté. No lo sé, contestó encogiéndose de hombros y mirando el cielo cubierto de nubes, semejando una pesada losa de veteado mármol gris.
Oí decir a alguien poco antes de marcharse: “la gente se olvidará de nosotros mucho antes de lo que pensáis”. Entonces no le creí pero ahora me doy cuenta que tenía razón, dijo con voz apenas audible un hombre bajito que apenas asomaba la cabeza entre los demás. Y hacen bien, le dije, la gente no puede ni debe cargar toda su vida, por otro lado tan corta y ardua, con esa pesada carga de tristeza y pesadumbre. Deben sacudírsela cuanto antes y volver a reír y poner todo su empeño en ser felices.
¡Pero no olvidar!, gritó un cincuentón levantando el brazo como un orador antiguo. Estoy de acuerdo con usted, seguí diciendo, pero eso no quiere decir que estén siempre tristes, cabizbajos y meditabundos por nosotros. Deben sacudirse cuanto antes esa pena y recobrar la alegría. Hay que volver a reír, la risa es la sal del mundo.
¿Qué risa ni qué risa?, ¿acaso cabe la risa en lo que nos ha pasado?, me preguntó con voz lúgubre uno que estaba a mi lado. No me entiende, lo que quiero decir es que la gente tiene que reír y amar ahora más que nunca. La mejor forma de homenajearnos, si es que quieren hacerlo, es siendo felices por nosotros. No te entiendo, me contestó. Ahora tu dolor no te deja pero estoy seguro que me entenderás dentro de un tiempo.
De repente, el chico dio media vuelta y salió del corro. ¿Dónde vas?, le pregunté. Sin volverse, se encogió de hombros y siguió andando hacia la Avenida Ciudad de Barcelona. Eché a andar deprisa y lo alcancé, él apretó el paso como si le estorbara mi presencia. ¿Qué te pasa?, ¿por qué te vas?, ¿no te gusta nuestra charla o qué?, le pregunté.
Pues la verdad es que no, estoy cansado de oír lo mismo una y otra vez. En El Pozo también se hacen este tipo de corros y se repiten, casi palabra por palabra, las mismas cosas. Así no vamos a ningún sitio, hay que dejar de lamentarse y hacer algo. ¿Y qué crees tú que hay que hacer?, ¿qué podemos hacer nosotros, apenas un puñado de sombras?. No sé, pero cualquier cosa menos pasarnos los días, las semanas y los meses dedicados a vanas discusiones que no llevan a ninguna parte.
Eso está muy bien, ¡hay que hacer algo, hay que hacer algo!, todos sabemos que hay que hacer algo, pero qué, le pregunté.
Te diré lo que hice yo. Hace unos días, harto ya de tanta cháchara, me fui. Necesitaba estar solo. Durante ese tiempo he vagado por las vías repasando una y otra vez lo que me había ocurrido. Buscaba una explicación por mi cuenta a todo esto, pero no daba con ella y volvía a recordarlo, a reconstruirlo paso a paso con la esperanza de hallar un detalle, algo que me diera la clave de todo. Ese día, el despertador, como todas las mañanas, me arrancó del sueño con su exasperante soniquete, le di un manotazo y me levanté, subí la persiana, el cielo estaba nublado, desayuné, me duché y vestí, me despedí de mi madre y salí de casa. Fui a la estación de cercanías, el tren llegó a los cinco minutos, subí, me senté, el tren se puso en marcha y de repente un estallido de luz y después...
El viaje, el mismo monótono trayecto de todas las mañanas se acabó en un instante para dar paso a otra realidad de la que no sé nada, ni nadie parece saber nada a ciencia cierta.
Tienes razón, nadie sabemos nada a ciencia cierta, todo son suposiciones y conjeturas, hablar por no callar. Es difícil asumir todo esto y cada uno lo hacemos como buenamente podemos, dije parando en seco y mirando como se alejaba calle abajo. De repente se paró, dio media vuelta y se acercó a mí.
¿Por qué te paras?, vamos, ven aquí y te diré algo que descubrí al día siguiente de que esa lanzada de luz me descabalgara para siempre de la vida. Cuando me acerqué, hizo un gesto con la mano para que me agachara y pudiera decírmelo al oído. Escucha, la gente de alguna manera es capaz de oírnos, no sé cómo pero lo hacen. Sólo hay que acercar los labios a sus oídos y susurrarles. Hay que detenerse en cada uno como si fueras un moscardón y sus orejas flores a las que hay que “polinizar” para que den fruto.
Al día siguiente de la masacre me puse a ello y uno a uno fui recitándoles la consigna: “Da la espalda a los que azuzan los perros de la guerra, a los que pretenden apagar los fuegos con gasolina, a los que desoyen la voluntad de la gente, a los que te miran por encima del hombro; da la espalda a los gobernantes prepotentes hinchados de soberbia que creen que no nos los merecemos”. Y, efectivamente, no nos los merecemos.
¿Y funcionó?, le pregunté.
Ya lo creo, dijo con una sonrisa mientras me daba una palmada en el hombro a modo de despedida. Habla a la gente, que te sientan cerca, de ese modo vivirás siempre en su corazón y así, día tras día, irás escapando a la única y verdadera muerte que has de temer: el olvido, dijo y echó a andar calle abajo.



Alejandro Tello Peñalva

Cena-Fiesta de IU en la Tejas... por Pedro Organero


CRÓNICA SOBRE LA CENA-FIESTA DE IU





El día era de lo más oportuno para dar el arranque a la refundación de Izquierda Unida en la provincia y en la región. Buena prueba de ello era la asistencia del coordinador general de IU, CAYO LARA, además de la del Coordinador de IU de Castilla- La Mancha, Daniel Martínez, la del Alcalde de Seseña, Manuel Fuente o la del secretario regional del Partido Comunista en Castilla-La Mancha, Jorge Vega y de la secretaria provincial del partido en Toledo, Paloma Herrero. Junto también con la presencia de los responsables de IU tanto de la región como de Toledo. La convergencia en la cena era el símbolo más que palpable de la convergencia en todos los puntos que por la mañana Cayo Lara señalaba en el acto de refundación.

En esta cena se refleja el ánimo y el espíritu con el que la asamblea de IU de La Villa está trabajando. Todo el grupo de IU ha colaborado, especialmente los jóvenes. No hay que olvidar que incluso los más jóvenes ya está organizados dentro de las Juventudes del Partido. Estos venían de un comité regional de las Juventudes y no quisieron perder la oportunidad de dar a conocer su revista a los allí presentes. Ahí se ve la fuerza de la juventud del partido.

El acto comenzó con el reparto de claveles aprovechando que el 25 de Noviembre había sido el Día Internacional contra la violencia de género. Después se produjo la llegada de Cayo Lara, que fué recibido por una ovación. El actó comenzó con la lectura de varias poesías tan sentidas y con tanto significado como “El niño yuntero” , “Caminante no hay camino”, o aquella otra de elaboración propia por parte de Alejandro Tello Peñalva, escritor de nuestra localidad que hace poco publicó su primer libro: "Escombros de la memoria y el deseo".
Al acabar las lecturas se proyectó unas diapositivas con fotografías históricas del PCE e IU y otras más modernas que dejaron al descubierto la emoción de los asistentes. Acabada la exposición el invitado de excepción, Cayo Lara, que venía de una manifestación para exigir que las tropas salieran del país y había estado presente en un acto de refundación de la Izquierda por la mañana, compartió un rato con nosotros y se emocionó con los recuerdos que le traían las imágenes del Partido pues en referencia a una imagen donde aparecía Dolores Ibarruri en una visita que realizó a nuestro pueblo dijo que: "Precisamente fue aquí en la Villa donde yo conocí a Dolores".
Vimos a un Cayo también esperanzado con la manifestación que al día siguiente estaba organizada en Sevilla contra la Crisis y aprovechó el momento para exigir que la Crisis la paguen los culpables y no los trabajadores. Por último dió ánimos a todos los asistentes y se congratuló por el éxito de la cena y dudó de que el PP o el PSOE en La Villa de Don Fadtique tuvieran tanta historia como lo tenía IU y el PCE.

Al intervenir Cayo Lara intervino el Coordinador Local de IU de Villa de Don Fadrique, Pedro Tello, ex-alcalde de nuestro pueblo y actual director del CP Ramon y Cajal.
Acto seguido se dió inicio a la cena cuyo menú consistió en entremeses, caldereta de cordero y de magro y unos pinchos realizados por la "Asociación Gastronómica la Coña" de nuestro pueblo, para acabar con un helado. Una vez acabada la cena se dejó la pista libre para bailar hasta bien entrada la noche.

Esta claro que este encuentro es el mejor punto de arranque para la reconstrucción del partido en la Villa.



Pedro Organero