LINAJE DE SOMBRAS

de:
Alejandro Tello Peñalva







Polinización

190


Vi asomar su cabeza tras una esquina y le hice un gesto con la mano para que se acercara. Al verme se escondió y al cabo de unos instantes volvió a asomarse. Era un muchacho muy joven y me dio la impresión que las voces destempladas de nuestro alborotado corro le causaban temor y desconfianza. ¡Acércate, no temas!, le grité. El chico se me quedó mirando fijamente y le mantuve la mirada mientras le hacía gestos para que se uniera a nosotros. Después de observarnos durante un buen rato, salió de su escondite y se acercó muy lentamente, midiendo cada paso como si caminara sobre un campo minado.
Lo llevaba viendo desde hacía un buen rato. Primero le vi asomar por la bocacalle y cruzar ensimismado el paso de cebra sin mirar a la gente con la que se cruzaba y a la que atravesaba como si no existiera, como si esas decenas de personas que apretaban el paso cuando el hombrecillo verde del semáforo empezó a parpadear fueran humo, polvo, sombras, nada. Cuando se abrió el semáforo todavía no había cruzado el paso de cebra y los coches, sin reparar en él, se pusieron en marcha y uno tras otro los fue atravesando sin darse cuenta como si fueran imágenes proyectadas sobre el asfalto.
Al llegar a la acera se escondió detrás de una marquesina, de allí pasó a un poste, después se agachó tras una papelera y desde allí nos observó unos minutos antes de salir corriendo hacia una de las columnas del vestíbulo. En ningún momento dejó de mirar al corro. Tampoco yo, mirándole de reojo con la cabeza ligeramente vuelta, me perdía uno solo de sus movimientos de aproximación. Al cabo de un rato salió de detrás de la columna de ladrillo rojo llena de frases anónimas escritas con rotulador negro, siluetas de manos blancas y folios pegados con cinta adhesiva, folios que gritaban a la cara versos de dolor y rabia y solidaridad y amor y esperanza; versos encendidos de coraje y duelo que saltaban a los ojos y anegaban de lágrimas el corazón y el alma.
Cuando parecía haber vencido al fin todo recelo y desconfianza, se quedó parado en seco a menos de tres metros del corro. ¿Qué te pasa?, le dije volviéndome hacia él, ven, no tengas miedo, no vamos a hacerte nada. ¿De dónde vienes?, le pregunté. De El Pozo, dijo señalando hacia las vías, todavía quedan algunos de nosotros allí, pero la mayoría se han ido. ¿Y sabes adónde?. El chico negó con la cabeza. Aquí está pasando lo mismo, cada vez se ven menos de nosotros, le dije.
Tiene razón, dijo un hombre bajito y delgado con un maletín, al principio estábamos todos sin faltar ni uno, pero con el paso de los días sus presencias han empezado a diluirse, a borrarse y no hay día que no se eche a alguien en falta. ¿Y a dónde van?, le preguntó el que estaba a su lado. No lo sé, ojalá lo supiera, contestó con la vista perdida en algún punto de la glorieta.
Van al olvido, sencillamente, dijo un hombre mayor carraspeando con fuerza. Yo tengo una teoría y es que nosotros ya no existimos, estamos fuera del mundo, por lo menos del mundo que conocíamos hasta aquella mañana. Desde entonces sólo existimos en la memoria de la gente, fuera de ahí se abre un abismo de olvido que, mucho me temo, nos tragará a todos. La gente irá olvidándonos, ahora mismo ya sólo vamos quedando en la memoria de amigos y familiares. Ellos son los que todavía nos sostienen. ¿Durante cuanto tiempo lo harán?, no lo sé. Lo único cierto es que, a día de hoy, apenas transcurridos tres meses, no quedaremos más de dos docenas, y eso contando con alegría.
Un hombre de mediana edad situado en la primera fila del corro, cabeceaba mirando al suelo. ¡Que pena!, dijo sin levantar la cabeza del suelo como si le hablara a él: ¿dónde están los que juraron que nunca iban a olvidarnos?, dijo emocionándose por momentos. No hay que tomárselo tan a mal, hombre, dijo el de la teoría, el olvido es un mecanismo de defensa de los hombres, si los recuerdos, sobre todo los recuerdos tan terribles como estos, estuvieran permanentemente en la memoria, la humanidad hace mucho que hubiera muerto destrozada por la pena. Es necesario pasar página, olvidar las cosas que nos han hecho tanto daño. Pero no es bueno olvidar, y ahí es a donde quiero ir a parar, el poso de experiencia y por lo tanto, de sabiduría, que todo ese dolor ha dejado en millones de personas de todo el mundo. Pero me temo que todo se olvide demasiado pronto y no se saque provecho, o al menos no todo el que debería sacarse, de la durísima experiencia sufrida ese maldito día que nunca debió haber amanecido.
Yo, si me lo permiten, dijo una mujer de cincuenta y tantos pidiendo la palabra a mano alzada, pido que no seamos tan ingenuos pensando que el mundo va a cambiar después de esto. El mundo no va a cambiar. Al final todo esto quedará reducido a cuatro palabras en un discurso al que nadie prestará atención, es decir, toda esta corriente de solidaridad, toda esta fuerza, este movimiento cívico se perderá irremisiblemente sin haberse aprovechado en nada que realmente haga avanzar la pesada y semihundida rueda del mundo. Siempre ha sido así. Cualquier empresa humana y estoy hablando de nobles empresas, flores delicadas que necesitan el cuidado de todos, no de guerras y otras malas hierbas que no necesitan del cuidado de nadie para mantenerse tan fuertes e indestructibles como siempre; cualquier noble empresa, digo, comienza con mucha ilusión, todo son buenos deseos y parabienes, el globo de la ilusión y la esperanza se hincha en poco tiempo pero, poco a poco y sin que nadie parezca reparar en ello, empieza a deshincharse y nadie de los muchos que al principio soplaban como descosidos se arrima ahora a dar un solo suspiro de aire. Incomprensiblemente, todos se miran esperando que sea otro el que haga el esfuerzo. Y el uno por el otro, el “globo” empieza a deshincharse hasta que cae ante la cada vez más general indiferencia.
¡Pero que ingenuos sois… ¿qué os creíais?, ¿qué esperabais?!, dijo un hombre de mediana edad mientras paseaba su mirada por el apesadumbrado corro, veo que os habíais hecho muchas ilusiones, demasiadas creo yo. Todavía creéis que podemos intervenir en algo, que conservamos algún vínculo con los del otro lado, que todavía podemos contarnos entre ellos. No queréis aceptar la evidencia de que ya no somos nada, ¡nada!, gritó como un loco poniéndose delante de los peatones que en ese momento pasaban por allí, haciéndoles burla, intentando pararlos, abofetearlos, echarles la zancadilla, empujarlos, estorbarles su paso, pero la gente, imperturbable, le atravesaba o era él el que les atravesaba a ellos.
¿Sabéis lo que creo?, dijo un chaval rascándose el cogote, que todo esto es una pesadilla y que pronto despertaremos de ella. De modo que, tranquilos, no perdamos la calma. Si todo esto es una pesadilla como dices, le contestó un cincuentón con bigote y perilla, sólo existes tú que la estás soñando y los demás ¿qué?, ¿qué somos? ¿acaso figurantes en tu cabeza?. No, no creo que todo esto sea una pesadilla, ojalá lo fuese y despertáramos pronto para retomar nuestras vidas donde las dejamos. Eso sería lo mejor que podría pasarnos pero…
¡Esto es la muerte, joder, estamos todos muertos, coño, aquí ya no pinchamos ni cortamos nada, si es que alguna vez lo hemos hecho, a ver si os enteráis de una vez y os dejáis ya de pamplinas!, gritó un hombre alto con aspecto de profesor que hasta entonces se había mantenido de espaldas al corro. ¿Y entonces?, le preguntó un veinteañero encogiéndose de hombros. ¡Entonces qué!, le preguntó el profesor encarándose con él. Me refiero a Dios, si estamos muertos como dice usted, ya teníamos que haber visto a Dios. ¿A Dios?, no me haga reír, ¿usted cree seriamente que de haber existido Dios habría consentido que a nosotros, sus hijos, nos hubiera pasado algo tan terrible, tan espantoso, tan injusto y execrable?, ¿de verdad cree que, de existir, hubiera consentido que otros hijos suyos, hermanos nuestros, hicieran semejante atrocidad?. No, no lo creo. Dios no existe, tan sólo es una invención humana, quizás la primera de todas y seguramente la peor. Podía dar cientos de argumentos y razones irrefutables que sustentan esa afirmación, pero voy a ahorraros la charla, total… ya da todo igual.
¿Cómo puede usted decir que Dios no existe y quedarse tan pancho?, le preguntó muy seria una mujer rubia de treinta y tantos que llevaba una gabardina beis y un gorrito a juego que le medio tapaba la cara. ¿Qué sabe usted de Dios?, ¿por qué le insulta así?. Dios existe, no lo dude, Él nos creó y nos puso en este mundo para que lo habitáramos felices. Nos enseñó el camino del bien y nosotros, ingratos, soberbios y estúpidos, le volvemos la espalda. Pero ningún pecado, y este terrible crimen menos que ninguno, quedará impune. Algún día, créame, todos responderemos ante Él, acabó diciendo.
Algún día, ja, ja, ¿cuándo llegará ese día?, ¿y por qué esperar tanto?, ¿acaso no hay ya tela que cortar? vamos, no me haga reír, contestó el profesor. Desde pequeño llevo oyendo ( y sigo sin entenderlo) eso de que nos hizo a su imagen y semejanza. Si es así, estamos arreglados. Espero que no me reconozca como hijo como tampoco yo lo reconozco como padre. La mujer, muy cabreada, le dio la espalda.
Vamos, no os peleéis, no vale la pena, como dijo no sé quién: si existe o no Dios, es problema suyo, terció sonriente un hombre mayor, calvo y regordete, seguramente un albañil, a juzgar por sus curtidas manos con restos de yeso entre las uñas.
¡Qué Dios ni que leches, la culpa de lo que nos ha pasado la tienen única y exclusivamente los terroristas!. ¡Ellos y la incompetencia de los políticos son el cáncer que devora al mundo!. ¡Si los políticos hicieran bien su trabajo, es decir, trabajaran en serio por un mundo más justo y solidario, un mundo mejor para todos, los terroristas, los fanáticos no levantarían cabeza porque la gente se les echaría encima. Pero ¿qué está pasando?, que hay pueblos que llevan demasiado tiempo sufriendo atroces injusticias (ahí está Palestina, quizá el más grande y maligno de las decenas de tumores que enferman al mundo) y la desesperación de esos pueblos es el caldo de cultivo de los terroristas. En medio de ese clamor de justicia es donde encuentran razones para hacer lo único que saben: sembrar el caos, la destrucción y la muerte!. Si no existieran esas vergonzosas y sangrantes y evitables tragedias, estoy seguro que la planta venenosa del terrorismo no germinaría en ningún sitio, gritó un hombre.
Estoy de acuerdo con usted pero discrepo en una cosa: los políticos no tienen la culpa, al menos toda la culpa. La culpa la tienen los que les votan, si no les votaran o votaran en blanco… otro gallo cantaría, le contestó una señora mayor.
En ese momento se alzaron voces a favor y en contra y alguien levantó la voz para pedir silencio y que cada uno esperara su turno para hablar. Uno levantó los brazos y todos, ahora en silencio, volvieron la vista hacia él.
Yo insisto en que la clave de todo está en la memoria, dijo el de la teoría. Por ahí empieza todo a irse a pique. Por desgracia, la memoria, es decir la capacidad de no repetir los mismos errores, no está entre nuestras virtudes. Todo lo contrario. Si todos y cada uno, desde que el mundo es mundo, hubiésemos tenido memoria, el mundo entero sería hoy un lugar mucho más próspero y feliz, pero… ya ven ustedes. El hombre nunca saldrá de sus errores, una y otra vez tropezará en la misma piedra hasta el fin de los tiempos. Es nuestra condición. Ahora que vivimos en y de la memoria de la gente me doy cuenta de lo precario de nuestra situación. Yo mismo presiento que mis días aquí están contados, pronto me iré.
¿Adónde?, si puede saberse, le pregunté. No lo sé, contestó encogiéndose de hombros y mirando el cielo cubierto de nubes, semejando una pesada losa de veteado mármol gris.
Oí decir a alguien poco antes de marcharse: “la gente se olvidará de nosotros mucho antes de lo que pensáis”. Entonces no le creí pero ahora me doy cuenta que tenía razón, dijo con voz apenas audible un hombre bajito que apenas asomaba la cabeza entre los demás. Y hacen bien, le dije, la gente no puede ni debe cargar toda su vida, por otro lado tan corta y ardua, con esa pesada carga de tristeza y pesadumbre. Deben sacudírsela cuanto antes y volver a reír y poner todo su empeño en ser felices.
¡Pero no olvidar!, gritó un cincuentón levantando el brazo como un orador antiguo. Estoy de acuerdo con usted, seguí diciendo, pero eso no quiere decir que estén siempre tristes, cabizbajos y meditabundos por nosotros. Deben sacudirse cuanto antes esa pena y recobrar la alegría. Hay que volver a reír, la risa es la sal del mundo.
¿Qué risa ni qué risa?, ¿acaso cabe la risa en lo que nos ha pasado?, me preguntó con voz lúgubre uno que estaba a mi lado. No me entiende, lo que quiero decir es que la gente tiene que reír y amar ahora más que nunca. La mejor forma de homenajearnos, si es que quieren hacerlo, es siendo felices por nosotros. No te entiendo, me contestó. Ahora tu dolor no te deja pero estoy seguro que me entenderás dentro de un tiempo.
De repente, el chico dio media vuelta y salió del corro. ¿Dónde vas?, le pregunté. Sin volverse, se encogió de hombros y siguió andando hacia la Avenida Ciudad de Barcelona. Eché a andar deprisa y lo alcancé, él apretó el paso como si le estorbara mi presencia. ¿Qué te pasa?, ¿por qué te vas?, ¿no te gusta nuestra charla o qué?, le pregunté.
Pues la verdad es que no, estoy cansado de oír lo mismo una y otra vez. En El Pozo también se hacen este tipo de corros y se repiten, casi palabra por palabra, las mismas cosas. Así no vamos a ningún sitio, hay que dejar de lamentarse y hacer algo. ¿Y qué crees tú que hay que hacer?, ¿qué podemos hacer nosotros, apenas un puñado de sombras?. No sé, pero cualquier cosa menos pasarnos los días, las semanas y los meses dedicados a vanas discusiones que no llevan a ninguna parte.
Eso está muy bien, ¡hay que hacer algo, hay que hacer algo!, todos sabemos que hay que hacer algo, pero qué, le pregunté.
Te diré lo que hice yo. Hace unos días, harto ya de tanta cháchara, me fui. Necesitaba estar solo. Durante ese tiempo he vagado por las vías repasando una y otra vez lo que me había ocurrido. Buscaba una explicación por mi cuenta a todo esto, pero no daba con ella y volvía a recordarlo, a reconstruirlo paso a paso con la esperanza de hallar un detalle, algo que me diera la clave de todo. Ese día, el despertador, como todas las mañanas, me arrancó del sueño con su exasperante soniquete, le di un manotazo y me levanté, subí la persiana, el cielo estaba nublado, desayuné, me duché y vestí, me despedí de mi madre y salí de casa. Fui a la estación de cercanías, el tren llegó a los cinco minutos, subí, me senté, el tren se puso en marcha y de repente un estallido de luz y después...
El viaje, el mismo monótono trayecto de todas las mañanas se acabó en un instante para dar paso a otra realidad de la que no sé nada, ni nadie parece saber nada a ciencia cierta.
Tienes razón, nadie sabemos nada a ciencia cierta, todo son suposiciones y conjeturas, hablar por no callar. Es difícil asumir todo esto y cada uno lo hacemos como buenamente podemos, dije parando en seco y mirando como se alejaba calle abajo. De repente se paró, dio media vuelta y se acercó a mí.
¿Por qué te paras?, vamos, ven aquí y te diré algo que descubrí al día siguiente de que esa lanzada de luz me descabalgara para siempre de la vida. Cuando me acerqué, hizo un gesto con la mano para que me agachara y pudiera decírmelo al oído. Escucha, la gente de alguna manera es capaz de oírnos, no sé cómo pero lo hacen. Sólo hay que acercar los labios a sus oídos y susurrarles. Hay que detenerse en cada uno como si fueras un moscardón y sus orejas flores a las que hay que “polinizar” para que den fruto.
Al día siguiente de la masacre me puse a ello y uno a uno fui recitándoles la consigna: “Da la espalda a los que azuzan los perros de la guerra, a los que pretenden apagar los fuegos con gasolina, a los que desoyen la voluntad de la gente, a los que te miran por encima del hombro; da la espalda a los gobernantes prepotentes hinchados de soberbia que creen que no nos los merecemos”. Y, efectivamente, no nos los merecemos.
¿Y funcionó?, le pregunté.
Ya lo creo, dijo con una sonrisa mientras me daba una palmada en el hombro a modo de despedida. Habla a la gente, que te sientan cerca, de ese modo vivirás siempre en su corazón y así, día tras día, irás escapando a la única y verdadera muerte que has de temer: el olvido, dijo y echó a andar calle abajo.



Alejandro Tello Peñalva

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