Soñar con la coja

de:
Alejandro Tello Peñalva







Quizá Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso para especular con los terrenos o simplemente porque se hartó de ver a su recién creada pareja de criaturas retozando felices en aquel vergel. La felicidad ajena siempre mosquea o, en el mejor de los casos, aburre. Y el Creador estaba tan aburrido de ver siempre la misma escena boba y empalagosa en el guiñol viviente, que se había regalado a sí mismo a modo de pasatiempo para hacer más llevadera su condición de inmortal e omnipotente, que se le ocurrió la idea de añadirle la historia de la manzana del árbol del bien y del mal para ver si así se hacía más interesante la trama. Como estaba previsto, Eva desobedeció a Dios y mordió la manzana y Adán, enamorado como estaba de ella, también la comió y se hubiera comido tres cajas y cualquier cosa que ella le hubiera dado. Dios lo sabía (lo sabe todo) y aún así no tuvo ningún reparo en tenderles una trampa tan burda. Cosas como esa dicen muy poco a su favor. Desde ese momento y como castigo por desobedecer a su Creador, a su amo y señor, Adán y Eva dejaron de ser la feliz pareja de hecho que merodeaba tranquila y despreocupadamente por el Edén para convertirse en los padres de la especie de bichos más problemática e inadaptada que ha pisado el planeta y quién sabe si todo el universo. Antes de mandar a su ángel funcionario con la espada flamígera para que ejecutara el desahucio, les hizo saber que había hecho unos cambios en sus vidas y, frotándose las manos totalmente feliz como un niño como un juguete nuevo, pensando en las insospechadas posibilidades de entretenimiento que podía ofrecerle el invento, se puso a retocar el guión del nuevo culebrón que estaba a punto de estrenarse.
Para empezar, decidió que a partir de ese momento Eva y Adán dejarían de ser libres y felices para siempre y tendrían una existencia limitada, corta pero ardua, llena de pasiones, necesidades y un número infinito de adversidades con las que habían de lidiar todos los días de su vida. Ese día, el del estreno, sin duda el más nefasto para la humanidad, nuestro “Buen Padre”, estaba (por lo que fuera) tan de mala leche, tan encabronado que, a sabiendas que no lo acataríamos ni locos (como pasó con lo de la manzana), nos entregó un decálogo de normas para luego poder castigarnos por desobedecerlas. Y como eso le parecía poco, decidió que a partir de ahora Adán y Eva, hasta entonces libres de todo envejecimiento, dolor y enfermedad, fueran lentamente estropeándose, deteriorándose bajo un nuevo e implacable tirano, un malvado villano que acababa de sacarse de la manga: el tiempo.
Pero eso no fue lo peor, había ideado otra desgracia mucho más terrible e implacable: la muerte. Pensó que el tiempo y la muerte serían dos personajes determinantes en nuestra peripecia vital. Harían infinitamente más interesante nuestro paso por el mundo porque el tiempo, corriendo en nuestra contra para llevarnos a la muerte, nos empujaría a actuar deprisa y a la desesperada.
Una vez perpetrada la cruel y desafortunada creación de su nueva pareja protagonista, Dios se sentó en su butaca favorita como un yanqui barrigudo, atocinado frente a la televisión bebiendo latas de cerveza con un cubo de palomitas entre las rodillas. Desde ahí, en plan “Gran Hermano” (versión planetaria), contempla su “programa”, un violento y penoso y triste telefilme de bajísima calidad. Él, fascinado y perplejo y quizás también acojonado por su nuevo invento, no hace nada, ni siquiera mueve una sola coma mientras nosotros nos limitamos a actuar como podemos en medio de esta incomprensible y acelerada “película”, este guiñol de títeres de cachiporra en sesión continua que no sabemos cómo acabará, aunque todo apunta a que no muy bien. Pero no cerró del todo la puerta del antiguo paraíso ahora clausurado, recordad: Dios aprieta pero no ahoga. Se apiadó un poco de nosotros y para ello dejó el portón del paraíso entornado y por esa rendija vemos un poco de nuestro perdido y añorado Edén. Pero no quiso que viéramos el paraíso en vivo porque nos conocía y sabía que algún día no muy lejano lo tomaríamos al asalto y pensó que lo mejor sería que sólo lo viéramos en sueños.
Una vez tuve el raro privilegio de asomarme por ese portón entreabierto que da al paraíso. Fue en un sueño en el que pude saborear lo más parecido a la felicidad que disfrutaron aquellos lejanos primeros padres. Sólo fue un instante pero un instante que vale por toda una vida. Desde entonces no hago otra cosa que evocarlo. Se ha convertido mi única obsesión, en la única razón que me mantiene vivo.
Toda esta pesadilla de la que no consigo despertar comenzó hace algunos años. Yo era entonces un adolescente lleno de granos, dudas y temores y también esperanzas y sueños que estudiaba en Madrid, en un colegio de curas. Era verano y estaba de vacaciones en mi pueblo, un pequeño pueblo manchego encallado en un mar de barbechos con suaves cerros peinados de viñas y un cielo altísimo del que caía en esos días un sol abrasador que hacía estallar los pedernales donde dormitaban los lagartos y se apareaban los alacranes.
Eran casi las tres de la tarde cuando acabé de comer. Al levantarme de la silla casi no podía moverme por culpa del enorme cocido que acababa de zamparme. Cogí el plato de las sobras, apenas unos huesos y pellejos, y caminé por el pasillo casi a oscuras, guiado por el cuchillo de luz que entraba por la rendija de la puerta del corral. Los gatos ya habían oído los golpes de cuchara rebañendo los platos y estaban alerta, maullando impacientes con los hocicos metidos por la rendija. Al llegar a la puerta, la abrí lo justo para sacar el plato y lo empujé con la punta de la zapatilla. Al hacerlo, me cegó un chorro de luz ardiente, cerré la puerta de golpe y volví con paso cansino, casi a tientas, al dormitorio donde iba a celebrar el sagrado rito de la siesta, el muy acertadamente llamado “yoga ibérico”.
Mientras me fui desnudando con no poco trabajo, me di cuenta que no podía agacharme, tenía la tripa hinchada como un globo, estaba terriblemente molesto y me sentía culpable por haber comido tanto. El cuerpo liberaba presión en forma de fuertes eructos y ventosidades que salían disparadas violentamente. Ya en calzoncillos, que es la única prenda homologada para la siesta, me asomé por una rendija de la persiana para ver la calle poseída por una sobrecogedora quietud. Todo se transforma a esa hora. Los salicones rodaban a placer empujados por repentinas ráfagas de ardiente viento solano que a veces formaban pequeños remolinos de papeles, hojas, envoltorios de plástico y otras barriduras elevándose en el polvo y planeando caprichosamente hasta posarse suavemente en el suelo. Parecía como si el mundo paralelo de las cosas supiera que la gente duerme y aprovechaba el momento para moverse a sus anchas tomando posesión de casas, calles, plazas y corrales. Miré un segundo el fulgor de acero del cielo, cerré bien la ventana y, casi a oscuras tanteé la cama, dejándome caer sobre ella que se quejó al instante con un crujido de muelles. Extendí el brazo para tantear el botijo que sudaba la gota gorda sobre un plato de barro y después metí la mano bajo la cama para comprobar que el orinal estaba en su sitio. Cuando lo hice, busqué la postura más cómoda, cerré los ojos y esperé que me fuera venciendo la modorra. Todavía, la mala combustión del cocido arrojaba sus nefastos residuos. Un mosquito aventurero pasó sobre mi cabeza con su particular sonido de trompetilla que empezó a entrecortarse, a fallar como un motor averiado cuando atravesó la densa e insufrible nube de metano que apestaba el cuarto. Finalmente, el infortunado insecto tuvo que realizar un aterrizaje forzoso sobre el pañito de la mesilla de noche. En ese momento empecé a caer en brazos del sueño, a sentirlo como si la cama fuera una nave hundiéndose en el infinito abismo del espacio. Durante un buen rato tuve la sensación de vértigo, de caída libre hasta que, finalmente, la “nave” se estabilizó y me quedé dormido como un ceporro.
Fue en ese momento cuando la vi. Estaba aquí mismo, en mi casa, en el piso de arriba, junto a la ventana. El piso de arriba era una nave vacía y destartalada que fue granero y pajar muchos años atrás. Un gran espacio rectangular con un techo a dos aguas muy alto formado por un entramado de vigas de madera y cañizo cuyas cortezas colgaban como crines de caballo. Al verla, tras un primer momento de asombro e incredulidad, me quedé inmóvil, rígido como una estatua. Era ella, Marilyn Monroe, la que venía hacía mi deslumbrándome con su sonrisa, moviéndose con su suave y maravilloso contoneo de caderas. En ese momento me acordé de una cosa que me contaron. Resulta que hace años había un curilla en el pueblo que también ejercía de censor y al verla caminar así en una película, preguntó si es que la señorita era coja, lo que provocó algunas risas contenidas a duras penas. También hubo otro cura censor, éste ya más viejo, que al acabar la proyección de la película “Con faldas y lo loco” le tuvieron que sacar a la calle en la silletita de la reina por culpa del tremendo dolor de huevos que agarró el pobre hombre a fuerza de ver y admirar tanta belleza.
No sabría explicar la emoción que me embargó al verla acercarse sonriendo, moviendo aquella vibrante anatomía, con esa fascinante y prodigiosa “cojera”. Cuando llegó hasta mí (quise acercarme a ella pero no podía moverme) me puso las manos sobre los hombros y me dijo algo que no entendí. Yo no sabía ni una palabra de inglés (estudiaba francés) pero tampoco importaba mucho. Lo principal era que estaba frente a mí sonriendo y que podía ver y sentir sus formas de diosa, sus increíblemente bien proporcionadas turgencias quemándome como un fuego helado. El sol color calabaza de la tarde iluminaba su cara de ángel y encendía su cabello platino. Fue un instante de plenitud, un segundo perfecto, de una serenidad, una quietud y dulzura inigualable. Tomé su mano blanca, pequeña y regordeta, y la besé con infinito placer, ella me miró a los ojos y me plantó un beso en los labios que al separarlos sonó como una ventosa despegándose de un cristal. En ese momento la estreché un poco más entre mis brazos preso de un sentimiento de felicidad hasta ahora desconocido; un sentimiento de tan desmesurada magnitud que la realidad nunca podría igualarlo. Desde ese momento tuve claro que esa sensación sólo podía experimentarla en el mágico y misterioso mundo de los sueños, esa “rendija” por la que vemos parte del paraíso perdido. Marilyn y yo permanecimos abrazados así durante un buen rato, con los ojos cerrados, fundidos en un solo cuerpo, una sola materia envuelta por la fragante luz de polvo de cobre del atardecer.
Un minuto después desperté sudoroso y desconcertado. El sueño había terminado. Estuve durante un buen rato sin poder mover una pestaña, anonadado, bloqueado, aturdido, sin poder creer lo que acababa de sucederme. Había tenido un sueño casi real, de ésos que sólo ocurren cada muchos, muchísimos años. No sólo había sido un sueño feliz, era la esencia misma de las fantasías que todos habíamos acariciado en algún momento de nuestras vidas.
Tumbado en la cama, con los ojos fijos en el techo, estuve dándole vueltas a lo que acababa de ocurrirme. Desde el primer momento sentí la imperiosa necesidad de volver al sueño. Me sentía como el drogadicto que apenas acabados los efectos de la última dosis, busca desesperadamente la siguiente.
Traté de recordar todas las circunstancias que habían concurrido aquel día para intentar recrearlas con la esperanza de volver a tener el mismo sueño. Cuando anoté mentalmente todas los datos, me levanté sintiendo el cuerpo pesado y la cabeza acorchada y me acerqué a la ventana. Una repentina corriente de aire sacudió la persiana de madera. Me asomé por una ranura y vi un cielo muy oscuro. Un enorme nubarrón de bordes deshilachados como un encaje fúnebre avanzaba como un formidable escarabajo negro impulsado por unos siniestros jirones de nube como garras que arañaban el cielo. En un instante, un gran relámpago plasmó en la pared la elegante sombra de un galgo que caminaba por la acera de enfrente. Al oír el terrible rugido del trueno, el galgo echó a correr calle abajo con el rabo entre las patas. El trueno sonó durante mucho tiempo como una cadena de ecos. Un minuto después, el cielo palideció semejando una cúpula de mármol gris. Las primeras gotas restallaron con fuerza sobre los listones de madera de la persiana. Otro gran relámpago culebreó en el cielo como el filamento de una bombilla y el trueno volvió a rugir y a multiplicarse. Un violento aguacero acompañado de fuertes rachas de viento batió furiosamente la calle. Algunos vecinos se asomaban a la puerta de sus casas. Estaban detrás de las cortinas y sólo se veía de ellos la nariz, la visera de la boina y, en algunos, la nubecilla gris del cigarrillo. Estaban acobardados porque la tormenta con aquellos relámpagos y truenos tenía todas las trazas de ser de granizo. No tardó mucho el cielo en darles la razón y en unos minutos las gotas de agua se convirtieron en piedras poco más grandes que garbanzos, cayendo y rebotando por todas partes como balas perdidas de un endiablado tiroteo. Las oía golpear en las calderetas y palanganas del corral, produciendo una frenética y ensordecedora percusión. La tormenta continuó arreciando durante casi media hora hasta que, tan de repente como vino, amainó y el nubarrón fue alejándose dejando a su paso unas nubes más benignas con algunos desgarrones por donde asomaban fragmentos de un precioso cielo azul esmaltado.
Sin escampar del todo, los vecinos salieron de sus casas y formaron un corro para, entre alguna maldición que otra, evaluar los daños ocasionados en viñas, huertas y sembrados. La tarde seguía oscura, parecía anochecido aunque todavía quedaban más de tres horas de sol. Los corros de labradores brotaron a lo largo de la calle como extrañas setas surgidas de la tormenta. Sobre el suelo blanco de cascarillas de cal arrancadas a las tapias, las piedras de hielo empezaban a derretirse, reuniéndose mansamente en oscuros charcos. Cuando escampó, salí a la calle, me di un paseo y volví a casa. Esa noche no cené y me acosté pronto, no porque tuviera sueño sino para pensar lo que haría al día siguiente.
El día amaneció con un sol que parecía recién estrenado a juzgar por la nueva luz que parecía salir de todas partes, una luz nítida, transparente, fresca, pura, increíblemente hermosa. Nada más levantarme le dije a mi madre que pusiera otro cocido exactamente igual que el de ayer. Ella se negó diciendo que dos cocidos seguidos no son buenos, pero me puse tan pesado que acabó aceptando a regañadientes. Unas horas después ya estaba sorbiendo los fideos y echando miradas de deseo a la fuente rebosante de garbanzos. Después de inflarme a conciencia, saqué el platejo de sobras a los gatos y siguiendo el mismo ritual, encaminé mis torpes pasos hacia la cama, confiando en que ésta me volviera a transportar hacia esa nueva región recién descubierta. La “nave–cama” estaba lista, me desnudé, comprobé los “instrumentos de navegación”, es decir, el orinal de porcelana, el botijo sobre su plato de barro, el punto justo de entornado de la puerta y ventana. Sólo quedaba esperar que la modorra del cocido me transportara hasta mi recién descubierta amiga.
Una tremenda ventosidad anunció la “ignición de los motores” y a los cinco minutos estaba durmiendo con un hilo de baba brillando en la comisura de la boca. “Volé” hacia el pajar y vi al fondo una figura sentada en el suelo. Eché a andar hacia ella y a medida que me acercaba me daba cuenta que era bastante más voluminosa que Marilyn. Iba temiéndome lo peor y cuando estuve a unos pasos de ella, mis temores se vieron fundados al ver que era la actriz Florinda Chicho, que no es que estuviera mal, pero claro, no era lo mismo. Me guiñó el ojo con una sonrisa y la remató con un mohín provocador, después alargó su mano hacia mí, y ésta adquirió el tono cobrizo de la luz que entraba por la ventana. Reculé asustado, me di la vuelta y eché a correr escaleras abajo. Al poco desperté sobresaltado y confuso. Me levanté de la cama de un salto y fui corriendo a buscar a mi madre. Cuando la encontré le pregunté atropelladamente si el cocido de hoy era igual que el de ayer. Dijo que sí, sólo que a falta de tocino fresco le había puesto un poco más de tocino rancio. ¡Maldición¡ el tocino rancio ha cambiado las coordenadas y el rumbo de la siesta, pensé. Le supliqué que me hiciera otro cocido para mañana. Después de un largo y tenso tira y afloja consintió en hacerlo, pero de mala gana y ésta vez recortó drásticamente el tocino y la morcilla con lo que la siesta fue otro viaje fallido. En esta ocasión fui a caer en los brazos de la actriz Chus Lampreave. Fue un completo desastre, aquello iba de mal en peor. Le pedí otro cocido para el día siguiente pero se negó en redondo y después de insistirle mucho me mandó a hacer puñetas.
Entonces tomé la decisión de hacerlo yo mismo, de ponerme manos a la obra y convertirme en una especie de alquimista del cocido. Mi meta era lograr el cocido capaz de transportarme a los brazos de Marilyn. Para ello, anoté letra por letra la receta de mi madre y me encerré en la cocina con la fórmula jurándome no rendirme, no desistir jamás hasta dar con el cocido perfecto.
Un cocido es medio puchero de agua al fuego al que se le echa un hueso de espinazo, un trozo de pollo, otro de pierna de cordero, otro de jamón y un poco de tocino fresco y rancio. Cuando empieza a hervir se le ponen los garbanzos escurridos de su agua. Cuando rompe a hervir de nuevo, se rebaja el fuego para que, sin dejar de cocer, lo haga muy lentamente durante unas dos horas y media. Una hora antes se espuma, se cata de sal, se le echan unas hebras de azafrán, unas zanahorias en rodajas, un poco de calabaza, un puerro y una patateja entera. El repollo se cuece aparte para rehogarlo con dos dientes de ajo y una pizca de pimentón en el momento de servir. También se cuece aparte la morcilla y el chorizo porque suelta mucho sabor y, una vez cocidos se le echan al puchero. Cuando todo estuvo en su punto de cocción, aparté un poco caldo en un cazo para cocer los fideos que son la magnífica antesala del cocido. El secreto de un buen cocido está en la cocción, que debe ser exquisita, en ella reside la alquimia capaz de transformar unos ingredientes comunes y corrientes en combustible para viajar con billete de ida al paraíso.
Después de zampármelo, corrí hacia mi cuarto, repetí todo el ritual y volvía fracasar, ésta vez más estrepitosamente todavía. Tuve una pavorosa pesadilla. Soñé que Torrebruno, que en paz descanse, me perseguía vestido de juglar, contoneándose grotescamente, tocando una roñosa mandolina y voceando una terrible canción de las suyas. Fue horrible, ya lo había sufrido bastante de niño para aguantarlo ahora. Desperté entre convulsiones y sudores fríos; una arcada me arrancó de los pies y sacudió todo mi cuerpo como un latigazo. Suerte que tenía el orinal a mano.
Dios sabe que lo intenté todo para retomar aquel sueño que empezaba a hacerse borroso, a apagarse lentamente en mi memoria. Todo mi empeño, todo mi afán resultó inútil. Había perdido la cuenta de los cocidos que llevaba hechos, todos ellos fallidos. Tan sólo dos o tres habían sido algo satisfactorios pero, ni rastro de Marilyn. Para entonces, mi cuerpo empezaba a convertirse en una informe masa sebosa. Los efectos secundarios de los cocidos habían hecho mella en mi organismo. No me venía ya ninguna ropa, así que, antes de pasar la vergüenza de probármela en la tienda, le dije a mi madre que me hiciera una túnica en tela vaquera que me sentaba como a Demis Rousos. Pero, sin duda, el peor efecto secundario era que me gorgoteaba el estómago como una cloaca y mis tripas, ya saturadas de aire, emitían unas sonoras ventosidades, cortas pero potentes y horriblemente malolientes. Éstas, además, tenían la particularidad de salir con una asombrosa regularidad, casi como un reloj atómico. Los familiares más allegados, aquellos de los que no me podía esconder, escuchaban con la oreja pegada al otro lado del tabique, asombrados y divertidos, la inacabable expulsión de gases. Un tío mío muy guasón me llamaba “el Sputnik” porque aquél primer satélite de la historia, también emitía un sonido constante, el famoso “bip – bip”. Pero, como ya he dicho, no sólo era el continuo trompeteo, ojalá sólo fuera eso, lo peor, con diferencia, era el inaguantable olor que me rodeaba como una maligna aureola que estaba condenado a sufrir día y noche.
La situación fue empeorando cada día más y mis padres, con todo el dolor de su alma, según dijeron, no tuvieron más remedio que echarme de casa. Y me desterraron a una casilla que tenían en el campo, allí me llevaban provisiones que dejaban en la puerta una vez por semana. Y allí, alejado de todo y de todos, pasaba los días con el pucherillo del cocido hirviendo en la chimenea entre ascuas de sarmientos y ceporros.
Una vez volví, por fin, a soñar con Marilyn. Ocurrió una fría tarde de otoño. Después de comer ¿adivinan qué?, me tumbé en el catre, me arropé con dos mantas y me quedé con los ojos entreabiertos escuchando los silbidos del aire luchando por colarse entre las rendijas de la puerta. De pronto di un ronquido y me trasladé súbitamente a un sueño.
Caminaba por una era empedrada cuando vi, de espaldas, a unos treinta o cuarenta metros, a una mujer rubia platino con un vestido blanco y un sombrero de paja sentada en un rodillo de piedra. Me acerqué a ella con el corazón saltando en mi pecho como una codorniz enjaulada. Unos metros antes de llegar movió la cabeza y la vi de perfil. ¡Es ella!, me dije al reconocerla mientras sentía un repentino calor subirme por la cara. Cuando la tuve enfrente susurró algo sin dejar de sonreír, yo no entendí nada pero me abracé a ella como un náufrago que, tras una agónica lucha contra el temporal, consigue agarrarse al madero de su salvación. En ese momento de felicidad total dos lágrimas como dos cebolletas resbalaron por mis mejillas. Poco después ella empezó, entre bromas y cosquillas, a desasirse de mi desesperado abrazo de oso. Cuando consiguió escapar me hizo señas para que la siguiera y caminé tras ella por toda la era mientras ella corría y saltaba riendo a carcajadas. Yo ponía todo mi empeño en alcanzarla, pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando casi la rozaba con las yemas de los dedos, hacía un quiebro o avivaba el paso y volvía a escapar entre gritos nerviosos y carcajadas chillonas. Al cabo de un rato de jugar a este angustioso juego me senté en el rodillo a descansar. Estaba tan gordo que no podía dar un paso más. Tan agotado estaba que, jadeando con la lengua fuera como un perro, le pedí por señas que me dejara descansar un poco más. Ella, desentendiéndose de mis súplicas e impacientándose por momentos, me llamaba una y otra vez con su dulce voz. Volví a pedirle que me dejara descansar. Sólo unos minutos más, después la agarraría y ya no volvería a escapar porque no iba a soltarla jamás. En ese momento vi a lo lejos una polvareda acercándose por el camino que bordeaba la era.
Un tractor con un remolque lleno de vendimiadores venía hacia nosotros como un cometa rastrero cuya cola de polvo amarillento les seguía varias decenas de metros ondulando entre el limpio verdor de las viñas, para irse desvaneciendo lentamente en el plácido atardecer iluminado por un enorme sol color caldero que casi besaba la sierra de Villacañas. En el remolque, al menos veinte muchachos cantaban a grito pelado y daban palmas como descosidos. Al pasar delante de Marilyn, el tractor frenó en seco y los muchachos tuvieron que agarrarse unos a otros para no caer al suelo. Apenas se recuperaron, empezaron a llamarla y a hacerle señas para que subiera al remolque con ellos. Ella se acercó al remolque exagerando su “cojera” y su sonrisa o, al menos, eso me pareció. Uno de los muchachos le tendió la mano y ella la tomó y subió en volandas al remolque. Cuando estuvo dentro empezaron todos a berrear de alegría y el tractor arrancó haciendo temblar el suelo y dejando toda la era envuelta en una espesa nube de polvo.
Me levanté del rodillo y corrí tras ellos tropezando y cayendo cada tres por dos al pisarme los bajos de la túnica. Corrí y corrí hasta sangrar por codos y rodillas, hasta echar el bofe; corría desesperadamente pero no conseguía alcanzarles. Si no hubiera estado tan gordo…. El tractor y el remolque se alejaban cada vez más, tanto que ya apenas les distinguía entre la alargada polvareda que dejaban atrás. En medio del cada vez más apagado ruido del tractor la oía llamarme a gritos. Asistí horrorizado, aturdido, a aquella escena que ya se ha convertido en pesadilla, una espantosa pesadilla que siempre me acompaña como el zumbido al moscardón. Una pesadilla sólo superada por el infinito dolor, el insoportable vacío de su ausencia.
Nunca más volví a soñar con ella. Ya no puedo tragar un solo garbanzo por temor a reventar. Ya no me viene la túnica, soy un hombre acabado, cansado de perseguir el rastro de un sueño que se ha tornado imposible.
No sé lo que hacer, pienso y pienso y no se me ocurre nada. Los atardeceres que hace buen tiempo me siento a la puerta de la casilla a contemplar la puesta del sol mientras le doy de cenar morcilla a un búho que he adoptado como mascota. A él le gusta mucho la morcilla y a mí me encanta observar detenidamente sus enormes ojos negros como dos canicas de azabache, dos bolitas que parecen hechas de la misma materia que la noche. Se dice que los búhos ven más allá de la muerte. Ojalá pudiera ver un instante a través de ellos para saber si, más allá del último suspiro que sin duda vendrá después de zamparme el cocido (que ya se anuncia con su perfecto punto de sazón, con su delicioso olor saliendo del puchero como un genio escapando de su lámpara) tendré la dicha, el indescriptible placer de volver a soñar con ella. Ojalá, y este es mi último deseo, que Dios me permita asomarme un poco más por esa puerta entreabierta que da al paraíso del que, inexplicablemente, siendo como somos, sus hijos, nos arrojó sin contemplaciones. Espero que tenga a bien concedérmelo porque a cambio le entrego lo único que poseo: la vida.