Soñar con la coja

de:
Alejandro Tello Peñalva







Quizá Dios expulsó a Adán y Eva del paraíso para especular con los terrenos o simplemente porque se hartó de ver a su recién creada pareja de criaturas retozando felices en aquel vergel. La felicidad ajena siempre mosquea o, en el mejor de los casos, aburre. Y el Creador estaba tan aburrido de ver siempre la misma escena boba y empalagosa en el guiñol viviente, que se había regalado a sí mismo a modo de pasatiempo para hacer más llevadera su condición de inmortal e omnipotente, que se le ocurrió la idea de añadirle la historia de la manzana del árbol del bien y del mal para ver si así se hacía más interesante la trama. Como estaba previsto, Eva desobedeció a Dios y mordió la manzana y Adán, enamorado como estaba de ella, también la comió y se hubiera comido tres cajas y cualquier cosa que ella le hubiera dado. Dios lo sabía (lo sabe todo) y aún así no tuvo ningún reparo en tenderles una trampa tan burda. Cosas como esa dicen muy poco a su favor. Desde ese momento y como castigo por desobedecer a su Creador, a su amo y señor, Adán y Eva dejaron de ser la feliz pareja de hecho que merodeaba tranquila y despreocupadamente por el Edén para convertirse en los padres de la especie de bichos más problemática e inadaptada que ha pisado el planeta y quién sabe si todo el universo. Antes de mandar a su ángel funcionario con la espada flamígera para que ejecutara el desahucio, les hizo saber que había hecho unos cambios en sus vidas y, frotándose las manos totalmente feliz como un niño como un juguete nuevo, pensando en las insospechadas posibilidades de entretenimiento que podía ofrecerle el invento, se puso a retocar el guión del nuevo culebrón que estaba a punto de estrenarse.
Para empezar, decidió que a partir de ese momento Eva y Adán dejarían de ser libres y felices para siempre y tendrían una existencia limitada, corta pero ardua, llena de pasiones, necesidades y un número infinito de adversidades con las que habían de lidiar todos los días de su vida. Ese día, el del estreno, sin duda el más nefasto para la humanidad, nuestro “Buen Padre”, estaba (por lo que fuera) tan de mala leche, tan encabronado que, a sabiendas que no lo acataríamos ni locos (como pasó con lo de la manzana), nos entregó un decálogo de normas para luego poder castigarnos por desobedecerlas. Y como eso le parecía poco, decidió que a partir de ahora Adán y Eva, hasta entonces libres de todo envejecimiento, dolor y enfermedad, fueran lentamente estropeándose, deteriorándose bajo un nuevo e implacable tirano, un malvado villano que acababa de sacarse de la manga: el tiempo.
Pero eso no fue lo peor, había ideado otra desgracia mucho más terrible e implacable: la muerte. Pensó que el tiempo y la muerte serían dos personajes determinantes en nuestra peripecia vital. Harían infinitamente más interesante nuestro paso por el mundo porque el tiempo, corriendo en nuestra contra para llevarnos a la muerte, nos empujaría a actuar deprisa y a la desesperada.
Una vez perpetrada la cruel y desafortunada creación de su nueva pareja protagonista, Dios se sentó en su butaca favorita como un yanqui barrigudo, atocinado frente a la televisión bebiendo latas de cerveza con un cubo de palomitas entre las rodillas. Desde ahí, en plan “Gran Hermano” (versión planetaria), contempla su “programa”, un violento y penoso y triste telefilme de bajísima calidad. Él, fascinado y perplejo y quizás también acojonado por su nuevo invento, no hace nada, ni siquiera mueve una sola coma mientras nosotros nos limitamos a actuar como podemos en medio de esta incomprensible y acelerada “película”, este guiñol de títeres de cachiporra en sesión continua que no sabemos cómo acabará, aunque todo apunta a que no muy bien. Pero no cerró del todo la puerta del antiguo paraíso ahora clausurado, recordad: Dios aprieta pero no ahoga. Se apiadó un poco de nosotros y para ello dejó el portón del paraíso entornado y por esa rendija vemos un poco de nuestro perdido y añorado Edén. Pero no quiso que viéramos el paraíso en vivo porque nos conocía y sabía que algún día no muy lejano lo tomaríamos al asalto y pensó que lo mejor sería que sólo lo viéramos en sueños.
Una vez tuve el raro privilegio de asomarme por ese portón entreabierto que da al paraíso. Fue en un sueño en el que pude saborear lo más parecido a la felicidad que disfrutaron aquellos lejanos primeros padres. Sólo fue un instante pero un instante que vale por toda una vida. Desde entonces no hago otra cosa que evocarlo. Se ha convertido mi única obsesión, en la única razón que me mantiene vivo.
Toda esta pesadilla de la que no consigo despertar comenzó hace algunos años. Yo era entonces un adolescente lleno de granos, dudas y temores y también esperanzas y sueños que estudiaba en Madrid, en un colegio de curas. Era verano y estaba de vacaciones en mi pueblo, un pequeño pueblo manchego encallado en un mar de barbechos con suaves cerros peinados de viñas y un cielo altísimo del que caía en esos días un sol abrasador que hacía estallar los pedernales donde dormitaban los lagartos y se apareaban los alacranes.
Eran casi las tres de la tarde cuando acabé de comer. Al levantarme de la silla casi no podía moverme por culpa del enorme cocido que acababa de zamparme. Cogí el plato de las sobras, apenas unos huesos y pellejos, y caminé por el pasillo casi a oscuras, guiado por el cuchillo de luz que entraba por la rendija de la puerta del corral. Los gatos ya habían oído los golpes de cuchara rebañendo los platos y estaban alerta, maullando impacientes con los hocicos metidos por la rendija. Al llegar a la puerta, la abrí lo justo para sacar el plato y lo empujé con la punta de la zapatilla. Al hacerlo, me cegó un chorro de luz ardiente, cerré la puerta de golpe y volví con paso cansino, casi a tientas, al dormitorio donde iba a celebrar el sagrado rito de la siesta, el muy acertadamente llamado “yoga ibérico”.
Mientras me fui desnudando con no poco trabajo, me di cuenta que no podía agacharme, tenía la tripa hinchada como un globo, estaba terriblemente molesto y me sentía culpable por haber comido tanto. El cuerpo liberaba presión en forma de fuertes eructos y ventosidades que salían disparadas violentamente. Ya en calzoncillos, que es la única prenda homologada para la siesta, me asomé por una rendija de la persiana para ver la calle poseída por una sobrecogedora quietud. Todo se transforma a esa hora. Los salicones rodaban a placer empujados por repentinas ráfagas de ardiente viento solano que a veces formaban pequeños remolinos de papeles, hojas, envoltorios de plástico y otras barriduras elevándose en el polvo y planeando caprichosamente hasta posarse suavemente en el suelo. Parecía como si el mundo paralelo de las cosas supiera que la gente duerme y aprovechaba el momento para moverse a sus anchas tomando posesión de casas, calles, plazas y corrales. Miré un segundo el fulgor de acero del cielo, cerré bien la ventana y, casi a oscuras tanteé la cama, dejándome caer sobre ella que se quejó al instante con un crujido de muelles. Extendí el brazo para tantear el botijo que sudaba la gota gorda sobre un plato de barro y después metí la mano bajo la cama para comprobar que el orinal estaba en su sitio. Cuando lo hice, busqué la postura más cómoda, cerré los ojos y esperé que me fuera venciendo la modorra. Todavía, la mala combustión del cocido arrojaba sus nefastos residuos. Un mosquito aventurero pasó sobre mi cabeza con su particular sonido de trompetilla que empezó a entrecortarse, a fallar como un motor averiado cuando atravesó la densa e insufrible nube de metano que apestaba el cuarto. Finalmente, el infortunado insecto tuvo que realizar un aterrizaje forzoso sobre el pañito de la mesilla de noche. En ese momento empecé a caer en brazos del sueño, a sentirlo como si la cama fuera una nave hundiéndose en el infinito abismo del espacio. Durante un buen rato tuve la sensación de vértigo, de caída libre hasta que, finalmente, la “nave” se estabilizó y me quedé dormido como un ceporro.
Fue en ese momento cuando la vi. Estaba aquí mismo, en mi casa, en el piso de arriba, junto a la ventana. El piso de arriba era una nave vacía y destartalada que fue granero y pajar muchos años atrás. Un gran espacio rectangular con un techo a dos aguas muy alto formado por un entramado de vigas de madera y cañizo cuyas cortezas colgaban como crines de caballo. Al verla, tras un primer momento de asombro e incredulidad, me quedé inmóvil, rígido como una estatua. Era ella, Marilyn Monroe, la que venía hacía mi deslumbrándome con su sonrisa, moviéndose con su suave y maravilloso contoneo de caderas. En ese momento me acordé de una cosa que me contaron. Resulta que hace años había un curilla en el pueblo que también ejercía de censor y al verla caminar así en una película, preguntó si es que la señorita era coja, lo que provocó algunas risas contenidas a duras penas. También hubo otro cura censor, éste ya más viejo, que al acabar la proyección de la película “Con faldas y lo loco” le tuvieron que sacar a la calle en la silletita de la reina por culpa del tremendo dolor de huevos que agarró el pobre hombre a fuerza de ver y admirar tanta belleza.
No sabría explicar la emoción que me embargó al verla acercarse sonriendo, moviendo aquella vibrante anatomía, con esa fascinante y prodigiosa “cojera”. Cuando llegó hasta mí (quise acercarme a ella pero no podía moverme) me puso las manos sobre los hombros y me dijo algo que no entendí. Yo no sabía ni una palabra de inglés (estudiaba francés) pero tampoco importaba mucho. Lo principal era que estaba frente a mí sonriendo y que podía ver y sentir sus formas de diosa, sus increíblemente bien proporcionadas turgencias quemándome como un fuego helado. El sol color calabaza de la tarde iluminaba su cara de ángel y encendía su cabello platino. Fue un instante de plenitud, un segundo perfecto, de una serenidad, una quietud y dulzura inigualable. Tomé su mano blanca, pequeña y regordeta, y la besé con infinito placer, ella me miró a los ojos y me plantó un beso en los labios que al separarlos sonó como una ventosa despegándose de un cristal. En ese momento la estreché un poco más entre mis brazos preso de un sentimiento de felicidad hasta ahora desconocido; un sentimiento de tan desmesurada magnitud que la realidad nunca podría igualarlo. Desde ese momento tuve claro que esa sensación sólo podía experimentarla en el mágico y misterioso mundo de los sueños, esa “rendija” por la que vemos parte del paraíso perdido. Marilyn y yo permanecimos abrazados así durante un buen rato, con los ojos cerrados, fundidos en un solo cuerpo, una sola materia envuelta por la fragante luz de polvo de cobre del atardecer.
Un minuto después desperté sudoroso y desconcertado. El sueño había terminado. Estuve durante un buen rato sin poder mover una pestaña, anonadado, bloqueado, aturdido, sin poder creer lo que acababa de sucederme. Había tenido un sueño casi real, de ésos que sólo ocurren cada muchos, muchísimos años. No sólo había sido un sueño feliz, era la esencia misma de las fantasías que todos habíamos acariciado en algún momento de nuestras vidas.
Tumbado en la cama, con los ojos fijos en el techo, estuve dándole vueltas a lo que acababa de ocurrirme. Desde el primer momento sentí la imperiosa necesidad de volver al sueño. Me sentía como el drogadicto que apenas acabados los efectos de la última dosis, busca desesperadamente la siguiente.
Traté de recordar todas las circunstancias que habían concurrido aquel día para intentar recrearlas con la esperanza de volver a tener el mismo sueño. Cuando anoté mentalmente todas los datos, me levanté sintiendo el cuerpo pesado y la cabeza acorchada y me acerqué a la ventana. Una repentina corriente de aire sacudió la persiana de madera. Me asomé por una ranura y vi un cielo muy oscuro. Un enorme nubarrón de bordes deshilachados como un encaje fúnebre avanzaba como un formidable escarabajo negro impulsado por unos siniestros jirones de nube como garras que arañaban el cielo. En un instante, un gran relámpago plasmó en la pared la elegante sombra de un galgo que caminaba por la acera de enfrente. Al oír el terrible rugido del trueno, el galgo echó a correr calle abajo con el rabo entre las patas. El trueno sonó durante mucho tiempo como una cadena de ecos. Un minuto después, el cielo palideció semejando una cúpula de mármol gris. Las primeras gotas restallaron con fuerza sobre los listones de madera de la persiana. Otro gran relámpago culebreó en el cielo como el filamento de una bombilla y el trueno volvió a rugir y a multiplicarse. Un violento aguacero acompañado de fuertes rachas de viento batió furiosamente la calle. Algunos vecinos se asomaban a la puerta de sus casas. Estaban detrás de las cortinas y sólo se veía de ellos la nariz, la visera de la boina y, en algunos, la nubecilla gris del cigarrillo. Estaban acobardados porque la tormenta con aquellos relámpagos y truenos tenía todas las trazas de ser de granizo. No tardó mucho el cielo en darles la razón y en unos minutos las gotas de agua se convirtieron en piedras poco más grandes que garbanzos, cayendo y rebotando por todas partes como balas perdidas de un endiablado tiroteo. Las oía golpear en las calderetas y palanganas del corral, produciendo una frenética y ensordecedora percusión. La tormenta continuó arreciando durante casi media hora hasta que, tan de repente como vino, amainó y el nubarrón fue alejándose dejando a su paso unas nubes más benignas con algunos desgarrones por donde asomaban fragmentos de un precioso cielo azul esmaltado.
Sin escampar del todo, los vecinos salieron de sus casas y formaron un corro para, entre alguna maldición que otra, evaluar los daños ocasionados en viñas, huertas y sembrados. La tarde seguía oscura, parecía anochecido aunque todavía quedaban más de tres horas de sol. Los corros de labradores brotaron a lo largo de la calle como extrañas setas surgidas de la tormenta. Sobre el suelo blanco de cascarillas de cal arrancadas a las tapias, las piedras de hielo empezaban a derretirse, reuniéndose mansamente en oscuros charcos. Cuando escampó, salí a la calle, me di un paseo y volví a casa. Esa noche no cené y me acosté pronto, no porque tuviera sueño sino para pensar lo que haría al día siguiente.
El día amaneció con un sol que parecía recién estrenado a juzgar por la nueva luz que parecía salir de todas partes, una luz nítida, transparente, fresca, pura, increíblemente hermosa. Nada más levantarme le dije a mi madre que pusiera otro cocido exactamente igual que el de ayer. Ella se negó diciendo que dos cocidos seguidos no son buenos, pero me puse tan pesado que acabó aceptando a regañadientes. Unas horas después ya estaba sorbiendo los fideos y echando miradas de deseo a la fuente rebosante de garbanzos. Después de inflarme a conciencia, saqué el platejo de sobras a los gatos y siguiendo el mismo ritual, encaminé mis torpes pasos hacia la cama, confiando en que ésta me volviera a transportar hacia esa nueva región recién descubierta. La “nave–cama” estaba lista, me desnudé, comprobé los “instrumentos de navegación”, es decir, el orinal de porcelana, el botijo sobre su plato de barro, el punto justo de entornado de la puerta y ventana. Sólo quedaba esperar que la modorra del cocido me transportara hasta mi recién descubierta amiga.
Una tremenda ventosidad anunció la “ignición de los motores” y a los cinco minutos estaba durmiendo con un hilo de baba brillando en la comisura de la boca. “Volé” hacia el pajar y vi al fondo una figura sentada en el suelo. Eché a andar hacia ella y a medida que me acercaba me daba cuenta que era bastante más voluminosa que Marilyn. Iba temiéndome lo peor y cuando estuve a unos pasos de ella, mis temores se vieron fundados al ver que era la actriz Florinda Chicho, que no es que estuviera mal, pero claro, no era lo mismo. Me guiñó el ojo con una sonrisa y la remató con un mohín provocador, después alargó su mano hacia mí, y ésta adquirió el tono cobrizo de la luz que entraba por la ventana. Reculé asustado, me di la vuelta y eché a correr escaleras abajo. Al poco desperté sobresaltado y confuso. Me levanté de la cama de un salto y fui corriendo a buscar a mi madre. Cuando la encontré le pregunté atropelladamente si el cocido de hoy era igual que el de ayer. Dijo que sí, sólo que a falta de tocino fresco le había puesto un poco más de tocino rancio. ¡Maldición¡ el tocino rancio ha cambiado las coordenadas y el rumbo de la siesta, pensé. Le supliqué que me hiciera otro cocido para mañana. Después de un largo y tenso tira y afloja consintió en hacerlo, pero de mala gana y ésta vez recortó drásticamente el tocino y la morcilla con lo que la siesta fue otro viaje fallido. En esta ocasión fui a caer en los brazos de la actriz Chus Lampreave. Fue un completo desastre, aquello iba de mal en peor. Le pedí otro cocido para el día siguiente pero se negó en redondo y después de insistirle mucho me mandó a hacer puñetas.
Entonces tomé la decisión de hacerlo yo mismo, de ponerme manos a la obra y convertirme en una especie de alquimista del cocido. Mi meta era lograr el cocido capaz de transportarme a los brazos de Marilyn. Para ello, anoté letra por letra la receta de mi madre y me encerré en la cocina con la fórmula jurándome no rendirme, no desistir jamás hasta dar con el cocido perfecto.
Un cocido es medio puchero de agua al fuego al que se le echa un hueso de espinazo, un trozo de pollo, otro de pierna de cordero, otro de jamón y un poco de tocino fresco y rancio. Cuando empieza a hervir se le ponen los garbanzos escurridos de su agua. Cuando rompe a hervir de nuevo, se rebaja el fuego para que, sin dejar de cocer, lo haga muy lentamente durante unas dos horas y media. Una hora antes se espuma, se cata de sal, se le echan unas hebras de azafrán, unas zanahorias en rodajas, un poco de calabaza, un puerro y una patateja entera. El repollo se cuece aparte para rehogarlo con dos dientes de ajo y una pizca de pimentón en el momento de servir. También se cuece aparte la morcilla y el chorizo porque suelta mucho sabor y, una vez cocidos se le echan al puchero. Cuando todo estuvo en su punto de cocción, aparté un poco caldo en un cazo para cocer los fideos que son la magnífica antesala del cocido. El secreto de un buen cocido está en la cocción, que debe ser exquisita, en ella reside la alquimia capaz de transformar unos ingredientes comunes y corrientes en combustible para viajar con billete de ida al paraíso.
Después de zampármelo, corrí hacia mi cuarto, repetí todo el ritual y volvía fracasar, ésta vez más estrepitosamente todavía. Tuve una pavorosa pesadilla. Soñé que Torrebruno, que en paz descanse, me perseguía vestido de juglar, contoneándose grotescamente, tocando una roñosa mandolina y voceando una terrible canción de las suyas. Fue horrible, ya lo había sufrido bastante de niño para aguantarlo ahora. Desperté entre convulsiones y sudores fríos; una arcada me arrancó de los pies y sacudió todo mi cuerpo como un latigazo. Suerte que tenía el orinal a mano.
Dios sabe que lo intenté todo para retomar aquel sueño que empezaba a hacerse borroso, a apagarse lentamente en mi memoria. Todo mi empeño, todo mi afán resultó inútil. Había perdido la cuenta de los cocidos que llevaba hechos, todos ellos fallidos. Tan sólo dos o tres habían sido algo satisfactorios pero, ni rastro de Marilyn. Para entonces, mi cuerpo empezaba a convertirse en una informe masa sebosa. Los efectos secundarios de los cocidos habían hecho mella en mi organismo. No me venía ya ninguna ropa, así que, antes de pasar la vergüenza de probármela en la tienda, le dije a mi madre que me hiciera una túnica en tela vaquera que me sentaba como a Demis Rousos. Pero, sin duda, el peor efecto secundario era que me gorgoteaba el estómago como una cloaca y mis tripas, ya saturadas de aire, emitían unas sonoras ventosidades, cortas pero potentes y horriblemente malolientes. Éstas, además, tenían la particularidad de salir con una asombrosa regularidad, casi como un reloj atómico. Los familiares más allegados, aquellos de los que no me podía esconder, escuchaban con la oreja pegada al otro lado del tabique, asombrados y divertidos, la inacabable expulsión de gases. Un tío mío muy guasón me llamaba “el Sputnik” porque aquél primer satélite de la historia, también emitía un sonido constante, el famoso “bip – bip”. Pero, como ya he dicho, no sólo era el continuo trompeteo, ojalá sólo fuera eso, lo peor, con diferencia, era el inaguantable olor que me rodeaba como una maligna aureola que estaba condenado a sufrir día y noche.
La situación fue empeorando cada día más y mis padres, con todo el dolor de su alma, según dijeron, no tuvieron más remedio que echarme de casa. Y me desterraron a una casilla que tenían en el campo, allí me llevaban provisiones que dejaban en la puerta una vez por semana. Y allí, alejado de todo y de todos, pasaba los días con el pucherillo del cocido hirviendo en la chimenea entre ascuas de sarmientos y ceporros.
Una vez volví, por fin, a soñar con Marilyn. Ocurrió una fría tarde de otoño. Después de comer ¿adivinan qué?, me tumbé en el catre, me arropé con dos mantas y me quedé con los ojos entreabiertos escuchando los silbidos del aire luchando por colarse entre las rendijas de la puerta. De pronto di un ronquido y me trasladé súbitamente a un sueño.
Caminaba por una era empedrada cuando vi, de espaldas, a unos treinta o cuarenta metros, a una mujer rubia platino con un vestido blanco y un sombrero de paja sentada en un rodillo de piedra. Me acerqué a ella con el corazón saltando en mi pecho como una codorniz enjaulada. Unos metros antes de llegar movió la cabeza y la vi de perfil. ¡Es ella!, me dije al reconocerla mientras sentía un repentino calor subirme por la cara. Cuando la tuve enfrente susurró algo sin dejar de sonreír, yo no entendí nada pero me abracé a ella como un náufrago que, tras una agónica lucha contra el temporal, consigue agarrarse al madero de su salvación. En ese momento de felicidad total dos lágrimas como dos cebolletas resbalaron por mis mejillas. Poco después ella empezó, entre bromas y cosquillas, a desasirse de mi desesperado abrazo de oso. Cuando consiguió escapar me hizo señas para que la siguiera y caminé tras ella por toda la era mientras ella corría y saltaba riendo a carcajadas. Yo ponía todo mi empeño en alcanzarla, pero cuando estaba a punto de hacerlo, cuando casi la rozaba con las yemas de los dedos, hacía un quiebro o avivaba el paso y volvía a escapar entre gritos nerviosos y carcajadas chillonas. Al cabo de un rato de jugar a este angustioso juego me senté en el rodillo a descansar. Estaba tan gordo que no podía dar un paso más. Tan agotado estaba que, jadeando con la lengua fuera como un perro, le pedí por señas que me dejara descansar un poco más. Ella, desentendiéndose de mis súplicas e impacientándose por momentos, me llamaba una y otra vez con su dulce voz. Volví a pedirle que me dejara descansar. Sólo unos minutos más, después la agarraría y ya no volvería a escapar porque no iba a soltarla jamás. En ese momento vi a lo lejos una polvareda acercándose por el camino que bordeaba la era.
Un tractor con un remolque lleno de vendimiadores venía hacia nosotros como un cometa rastrero cuya cola de polvo amarillento les seguía varias decenas de metros ondulando entre el limpio verdor de las viñas, para irse desvaneciendo lentamente en el plácido atardecer iluminado por un enorme sol color caldero que casi besaba la sierra de Villacañas. En el remolque, al menos veinte muchachos cantaban a grito pelado y daban palmas como descosidos. Al pasar delante de Marilyn, el tractor frenó en seco y los muchachos tuvieron que agarrarse unos a otros para no caer al suelo. Apenas se recuperaron, empezaron a llamarla y a hacerle señas para que subiera al remolque con ellos. Ella se acercó al remolque exagerando su “cojera” y su sonrisa o, al menos, eso me pareció. Uno de los muchachos le tendió la mano y ella la tomó y subió en volandas al remolque. Cuando estuvo dentro empezaron todos a berrear de alegría y el tractor arrancó haciendo temblar el suelo y dejando toda la era envuelta en una espesa nube de polvo.
Me levanté del rodillo y corrí tras ellos tropezando y cayendo cada tres por dos al pisarme los bajos de la túnica. Corrí y corrí hasta sangrar por codos y rodillas, hasta echar el bofe; corría desesperadamente pero no conseguía alcanzarles. Si no hubiera estado tan gordo…. El tractor y el remolque se alejaban cada vez más, tanto que ya apenas les distinguía entre la alargada polvareda que dejaban atrás. En medio del cada vez más apagado ruido del tractor la oía llamarme a gritos. Asistí horrorizado, aturdido, a aquella escena que ya se ha convertido en pesadilla, una espantosa pesadilla que siempre me acompaña como el zumbido al moscardón. Una pesadilla sólo superada por el infinito dolor, el insoportable vacío de su ausencia.
Nunca más volví a soñar con ella. Ya no puedo tragar un solo garbanzo por temor a reventar. Ya no me viene la túnica, soy un hombre acabado, cansado de perseguir el rastro de un sueño que se ha tornado imposible.
No sé lo que hacer, pienso y pienso y no se me ocurre nada. Los atardeceres que hace buen tiempo me siento a la puerta de la casilla a contemplar la puesta del sol mientras le doy de cenar morcilla a un búho que he adoptado como mascota. A él le gusta mucho la morcilla y a mí me encanta observar detenidamente sus enormes ojos negros como dos canicas de azabache, dos bolitas que parecen hechas de la misma materia que la noche. Se dice que los búhos ven más allá de la muerte. Ojalá pudiera ver un instante a través de ellos para saber si, más allá del último suspiro que sin duda vendrá después de zamparme el cocido (que ya se anuncia con su perfecto punto de sazón, con su delicioso olor saliendo del puchero como un genio escapando de su lámpara) tendré la dicha, el indescriptible placer de volver a soñar con ella. Ojalá, y este es mi último deseo, que Dios me permita asomarme un poco más por esa puerta entreabierta que da al paraíso del que, inexplicablemente, siendo como somos, sus hijos, nos arrojó sin contemplaciones. Espero que tenga a bien concedérmelo porque a cambio le entrego lo único que poseo: la vida.

La visita de Cupido

de:
Alejandro Tello Peñalva







1




Al tercer intento, Gabino logró meter el llavín en la cerradura, abrió la puerta y entró en el corralón dando un traspié. Le seguí, riéndome por lo bajo, del tropezón y de sus andares de borracho, sin darme cuenta que yo también había bebido de más y, al igual que él, había venido andando de una acera a otra. Fue a darle a la luz y se dio cuenta que nos la habíamos dejado encendida. Pero no hacía falta la luz porque ya había amanecido. Cuando veníamos hacia aquí, vimos asomar la coronilla de yema encendida del sol en una bocacalle.
- Todavía no me puedo creer que vaya a casarme con María - dijo dándole la vuelta a una caja vacía de cerveza, sentándose aparatosamente en ella y cerrando los ojos con un largo soplido de alivio. Cualquiera que le viera diría que acababa de dar la vuelta al mundo a pie.
- Pues créelo, mira este caos, estás en tu despedida de soltero. La semana que viene a estas horas ya habréis dicho eso de ¡al fin solos! - le dije agachándome torpemente hasta que conseguí sentarme frente a él en otra caja vacía.
- La vida es un continuo asombro - dijo con una sonrisa de lelo mientras levantaba la cabeza, (en su caso habría que decir el cabezón), hacia las ristras de bombillas y banderitas que cruzaban el corralón de punta a punta, cuarteando un hermoso cielo azul pálido. Después se quedó mirando los dos peroles de carne, uno de ellos caído, que habían servido de portería en un demencial partido de fútbol entre borrachos jugado con botellas vacías de plástico.
- ¿Quieres beber o comer algo? - preguntó señalando la alargada mesa con mantel de papel manchado y rasgado, llena de botellas, unas vacías y otras a medias; servilletas de papel usadas, vasos de plástico aplastados, cubiertos y un desorden de platos de patatas fritas, frutos secos, fiambres, aceitunas y chuletas.
- No me hables de comida y, sobre todo, de bebida - dije fingiendo una arcada. Bastaría una aceituna para echar la pota y no te digo nada si me tomara un cubalibre más…
- Yo tampoco puedo más, pero ¡qué coño!, es mi despedida de soltero - dijo poniéndose de pie y acercándose a la mesa con paso vacilante. Cogió dos vasos con restos de bebida, los vació en el suelo y repartió en ellos el culo de whisqui que quedaba en una botella.
- Toma y no me digas que no, me cago en la leche, que te lo echo por la cabeza - dijo levantando la voz y sonriendo mientras me lo acercaba con su mano temblorosa.
- No me atreví a decirle que no y lo cogí dándole las gracias.
- Eres mi mejor amigo y vamos a brindar por ello - dijo dándome un manotazo en el hombro y levantando el vaso para brindar.
- Lo fuimos cuando éramos niños, pero de eso hace mucho. Ahora tienes muchos otros amigos - le dije levantando el vaso y dando un sorbo de whisqui segoviano que me supo a gasolina.
- Sabes que nunca se tienen muchos amigos. Con suerte hay dos o tres, como mucho, que lo son. Los demás son conocidos, gente que tratas por una cosa u otra. Ahora mismo, amigos, lo que se dice amigos, sólo te tengo a ti. Te lo digo yo. Esta tarde éramos treinta y tantos y ahora sólo somos dos. ¿Qué ha pasado con mi pandilla de mozos viejos?. Te lo voy a decir: a medida que iban emborrachándose se han ido olvidando de mí, total ¿qué soy yo para ellos?, un compañero de barra, un amigote, un mozo viejo más de la cofradía del sábado, sabadete, camisa nueva y… otro que tampoco. Les conozco bien porque les he tratado desde siempre y soy igual que ellos, o mejor dicho, era, hasta que María me vino a rescatar de la vida hueca de parrandero y tarambana que he llevado desde los dieciséis años. Como si les estuviera viendo ahora, desperdigados por ahí como un ejército en desbandada, una alocada tropa de botarates bien macerados en alcohol y chocolate. Unos en la discoteca dando el tostón a las chicas, queriendo ligar a la desesperada y lo único que ligarán, y lo saben, será el pedo de todos los sábados; otros, más impacientes, ya habrán desembarcado en el puticlub y a estas horas estarán ajustando el precio de la carne mercenaria con el encargado; otros, en el bingo, amodorrados encima de un cartón; y otros, los de menos aguante, hace mucho que se fueron a sus casas a dormir la mona.
Sólo hemos quedado tú y yo. Sabía que iba a ser así y me alegro por ello. Es mi despedida de soltero y quiero apurarla hasta que el cuerpo aguante. Espero que tú también aguantes. Después de esta parada para coger fuerzas, iremos a la churrería a comprar una rosca de churros y nos la comeremos en el bar con un puchero de chocolate. Después un sol y sombra, un purito habano y lo que venga. No me dejes solo Antoñito, es mi despedida de soltero aunque siga sin creerme que voy a casarme con ella. Joder, soy tan feliz que me dan ganas de llorar - dijo levantando la vista hacía el cielo.
- ¿No tendrá algo que ver el alcohol con esa felicidad tan desmedida? - le pregunté.
- Te aseguro que no. Estoy así desde que María y yo nos hemos reencontrado después de tantos años.
- ¿Cuántos años son ésos? - le pregunté.
- ¡Uf!, espérate, dijo bajando la cabeza y rascándose la coronilla. Tengo cuarenta y la última vez que estuvimos juntos tenía catorce… así que tira la cuenta.
- Veintiséis - dije.
- Pues eso - contestó.
- En esa época fue cuando te secuestraron, ¿no?. Todavía me acuerdo de aquello, lo debiste pasar muy mal - le dije.
- No me secuestraron. Eso fue lo que dijeron en el pueblo. La gente no atasca. Cuando no saben una cosa, se la inventan y ya está. Realmente lo que pasó es que me fui de casa. Fue un acto de rebeldía, un berrinche de crío. Tenía catorce años y a esa edad tan difícil las cosas duelen mucho más que a ninguna otra, y más si estás enamorado como yo lo estaba entonces - dijo cabizbajo, cogiendo una chapa del suelo y jugando con ella. Mis padres le dieron la razón a la gente. Preferían lo del secuestro a la vergüenza de que se les escapase un hijo. Me pidieron con lágrimas en los ojos que dijera que me habían secuestrado, y yo se lo prometí porque, a pesar de todo, me daba lástima verlos sufriendo tanto por el qué dirán. De modo que me inventé un secuestro con pelos y señales y no me hacía rogar mucho a la hora de contarlo una y otra vez a quien quisiera oírlo. La gente me escuchaba boquiabierta y podía oírse el vuelo de una polilla cuando les contaba los detalles más escabrosos, inspirados en las espeluznantes reportajes de la España profunda que venían en el “El Caso”. No sé si te acordarás de aquel semanario de sucesos. Yo solía leerlo en la barbería de mi tío. En esa época se daban muchos secuestros de niños. Niños engañados por turbios personajes, herederos directos del hombre del saco, que les ofrecían caramelos y después les invitaban a dar un paseo en coche y nunca más volvía a saberse de ellos. Nadie sabe la verdad, nunca lo he contado, ni siquiera a mis compañeros de juerga, pero te lo voy a contar a ti, Antoñito, porque eres mi amigo, mi mejor amigo - dijo tirando la chapa al aire y dándome un manotazo en la rodilla.
Y después de dar un trago, limpiarse los labios con la manga, relamerse y carraspear largamente empezó a hablar.
- Allá voy. Érase una vez - dijo riéndose. Bueno, ahora en serio. Mi padre era maestro albañil, y de los buenos, a decir de los que le trataron, pero se echó a perder muy joven a causa del juego y también, vamos a decirlo todo, del vino. Siempre estaba tomando chatos, jugando y apostando cualquier cosa a cualquier hora y con cualquiera. En esa época trabajaba en Ocaña, en lo que por entonces iban a ser las mayores bodegas de la región. Allí fueron a trabajar gente de muchos sitios. Mi padre iba y venía todos los días en una Montesa de segunda mano. Un día, un albañil que trabajaba con él le comentó que tenía un hijo de catorce años más grande que un borrico e igual de bruto. Y mi padre le dijo que él también tenía un hijo (por mí) y mucho más bruto que el suyo. Yo estaba muy desarrollado para mi edad, les sacaba la cabeza a todos los chicos de la escuela. El otro le replicó que el suyo lo era mucho más. Y mi padre, seguro de su victoria, le apostó delante de todos un cordero a que yo le tumbaría en menos de minuto. El hombre aceptó la apuesta y quedaron en que al día siguiente traerían cada uno al suyo. Yo tenía, como te he dicho, catorce años, estaba en la escuela y para entonces ya llevaba tres años enamorado de María y uno de medio novios. Cada vez que nos encontrábamos, y eso podían ser cinco o seis veces al día, me recorría el cuerpo una sensación maravillosa, una extraña excitación desconocida hasta entonces. Casi siempre era igual. Empezaba por un cosquilleo en el estómago, después como un aleteo de mariposas en las tripas que iba creciendo hasta convertirse en un sordo zumbido en mi cabeza que me aturdía por completo. Otras veces era un repentino calambrazo ascendiendo por la columna y estallando en la cabeza como una traca de petardos. Es algo difícil de explicar, por no decir imposible. Si alguna vez has estado enamorado, sabrás de lo que estoy hablando - dijo dando otro sorbo de whisqui.
Asentí llevándome el vaso a los labios y haciendo como que bebía.
- Al día siguiente, bien temprano, me levantó de la cama y me dijo que subiera en la moto que nos íbamos de viaje. No pregunté ni él me dijo nada. Tan solo me subí en la moto y me agarré a su cintura. Todavía recuerdo el frío al salir el sol, el dolor de las manos, la nariz y las orejas heladas, que me daba miedo tocarlas por si se me caían. Eso unido al ruido ensordecedor de la moto y los baches de aquellas carreteras de mierda. Al llegar a Ocaña, estaban todos los albañiles esperándonos alrededor de una gran fogata. Había gran expectación porque, quién más y quién menos, había apostado a ciegas por uno u otro. Hubo silbidos y aplausos cuando nos pusieron a los dos frente a frente. Me acuerdo del muchacho, era todavía más grande que yo y también más fofo y peor formado. Un niño gigante con cara de cavernícola y cabezota pelada al cero de la que sobresalían sus orejas desprendidas como las asas de una cazuela. Un niño monstruoso que parecía haber sido criado con piensos hormonados. Pero lo que se me quedó grabado en la memoria fue su gesto triste y resignado, tan arrecido, asustado y humillado como yo. Mi padre y el suyo dejaron pasar un tiempo para que la gente, después de vernos, pudiera volver a apostar. Mi padre sacó un puñado de billetes de mil y lo apostó todo por mí. Yo nunca había visto tanto dinero junto y sentí miedo. Se hizo un gran silencio cuando mi padre y el suyo se pusieron detrás de nosotros y empezaron a gritarnos, a empujarnos, a azuzarnos como perros. Ninguno de los dos queríamos pelear, ninguno tenía nada contra el otro, pero nos obligaron a hacerlo. El padre le dio un empujón y el muchacho se me vino encima dándome un cabezazo en la frente. En ese momento el apretado corro de gente que nos rodeaba empezó a aplaudir y a gritar como posesos. Me quedé unos instantes aturdido por el golpe. Mi padre me insultó al oído. Me llamó maricón. Entonces me arranqué como un toro hacia el muchacho pero éste me esquivó, me agarró de la cintura y echándome la zancadilla me tiró al suelo. La boca me sabía a sangre, sentía el dolor mezclarse con la furia hasta convertirse en un mismo y ciego impulso de devolver el golpe, de causar el máximo daño posible al adversario. La gente empezó a jalear, a vociferar con más fuerza. Los insultos hacía mí se hicieron más hirientes. Mi padre, entre trago y trago de la bota, llegó a encararse con varios de los espectadores amenazándoles con el puño cerrado. Cuando fui a levantarme el chico me dio una patada en el estómago y volví a caer boca abajo. Se hizo un gran silencio y al poco volvieron a arreciar los gritos y los aplausos y también, otra vez, los insultos, las amenazas y las maldiciones de los que habían perdido sus apuestas, entre ellos, las de mi padre que, después me enteré, había perdido cincuenta mil pesetas, de las de aquella época, y un cordero. ¡Levántate y pelea!, gritaban algunos, ya desesperados, haciendo ostentosas muecas de rabia y desprecio. Cuando intentaba levantarme vi a un hombre abriéndose paso entre la gente apiñada. Era el aparejador de la obra. - ¡¿Qué está pasando aquí?!, ¡se acabó el espectáculo!, ¡todo el mundo a trabajar! – gritó con todas sus fuerzas. – Y vosotros dos, la próxima vez iréis a la calle, y sin cobrar ¿entendido?. Mi padre y el del otro muchacho asintieron, nos cogieron de la mano y, cabizbajos, volvieron cada a su puesto. – Mi hijo ha ganado, cuando salgamos de aquí quiero ver mi dinero - le dijo el padre del otro al mío antes de separarse. – Yo cumplo con mi palabra - le contestó mi padre muy furioso. Después, a solas, empinó la bota sin tener cuando cortar el chorrito.
Si el viaje de ida fue malo el de vuelta fue mucho peor. Yo fui llorando todo el tiempo, pensando que aquello iba a marcarme para siempre. Mi padre no dejó de maldecir ni un minuto. Repasó uno a uno todos los santos del calendario. Estaba fuera de sí. No podía creer que su hijo, considerado el gigantón del pueblo, el muchacho al que todos, chicos y grandes, temían más que a un nublado, pudiera haber perdido la pelea sin ofrecer apenas resistencia. Unos metros antes de llegar a casa me tiré en marcha y me puse delante de la moto. Mi padre frenó en seco y poco faltó para que me pasara por encima. Me daba igual que me hubiese atropellado, lo único que quería era encararme con él para decirle lo que sentía: ¡me das asco, me iré y no volverás a verme el pelo, nunca más volverás a humillarme delante de la gente!, grité con lágrimas en los ojos. - A ver si es verdad, una boca menos que alimentar, la de un grandullón que no vale para nada - dijo sin inmutarse mientras metía la moto por la puerta. Dicho y hecho, esa misma noche llené una maleta con mis cosas, cogí todo el dinero que guardaban debajo de un ladrillo, que no era mucho por cierto, y salí zumbando en la moto. Llegué a Madrid un viernes por la tarde. No conocía la ciudad pero preguntando a unos y otros encontré una pensión donde ni pedían papeles ni preguntaban nada. Desde allí empecé a escribir cartas a María para decirle que la quería más que nunca y la echaba muchísimo de menos. Era muy tímido y me costaba decirle esas cosas cara a cara, de modo que las cartas se convirtieron en el vehículo perfecto para dar rienda suelta a todo ese impetuoso torbellino de sentimientos que me hervía por dentro. Le escribía una carta tras otra y le llamaba por teléfono. Le llamaba seis veces al día para contarle todos los detalles de mi aventura y para decirle una vez más todo lo que ella significaba para mí. Y poco a poco empezó a sentirse arrastrada por mi pasión. Y no dejábamos un momento de hacer planes para un futuro, tan cercano que casi podía tocarse con las manos. Fueron unos días extraños, alucinantes y también duros donde aprendí al menos dos cosas: que la rebeldía tiene su precio, y bastante caro, pero vale la pena; y que la libertad también linda con la soledad. Pero fue un tiempo feliz a pesar de andar todo el día solo, merodeando por las calles, malcomiendo por los bares; viviendo en una pensión de mala muerte, en una habitación sin ventanas ni cuarto de baño poco mayor que un zulo, donde tenías que atarte a la cama por las noches para que las chinches, los piojos y las pulgas no te sacaran de procesión al patio como si fueras su santo patrón.
Al viernes siguiente me llamó a primera hora para decirme que iba a largarse de casa para venirse conmigo. Le pregunté si estaba segura de lo que hacía y me dijo nunca había estado tan segura de nada. Sabía que le gustaba pero nunca pude imaginar que haría algo así. Imagínate lo que me entró por el cuerpo cuando me dijo que venía. Estaba tan aturdido, tan bloqueado por la noticia que no pude disfrutarla como debiera. Fui a esperarla a la estación y nos fuimos al Retiro a pasear, a besarnos, a rodar por el césped mientras hacíamos planes y más planes para el futuro; un futuro perfecto que creíamos poder alcanzar con sólo desearlo. Cuando se puso el sol nos fuimos a comer un bocadillo de calamares y después a la pensión “Pulgas Palace” como la había bautizado. Al día siguiente, bien temprano, nos pusimos en marcha. Ella quería ir al mar y enfilamos la carretera de Andalucía, pero antes de bajar la cuesta de la Reina nos paró la guardia civil y nos llevó al cuartel de Aranjuez. Al principio nos hicimos los duros pero poco a poco nos fuimos acobardando y al final lo contamos todo. Esa misma noche fueron a buscarnos nuestros padres y volvimos al pueblo por separado. Aquella fue la última vez que nos vimos. Fue el desastre. A María, de eso me enteré mucho después, la internaron en un colegio de Sigüenza y yo acabé los meses de colegio que me quedaban y me puse a trabajar con mi padre de peón de albañil. El tiempo pasó volando pero no lo curó todo como suele decirse. Ni mucho menos. Hay heridas que no se curan con nada, ni siquiera con el tiempo. El tiempo lo único que consigue es hacerte el callo lo suficientemente grande y duro para que no te duela tanto. Pero nada más.
No nos dejaron despedirnos aquella noche en el cuartelillo. Sólo pude decirle que me esperara, que la encontraría, que lo nuestro era más fuerte que todo y que todos; que tarde o temprano el Destino nos volvería a unir. A pesar de esas sentidas promesas, la distancia y el marcaje de sus padres hizo que perdiéramos el contacto. Nadie me daba ninguna pista de su paradero, ni sabía nada de su vida. Pareció haberse disuelto en el aire o emigrado a otro planeta. Pasado el tiempo, salí con varias chicas, tú lo sabes y las conoces a casi todas. Todas me gustaron, algunas de ellas, mucho. Pero, desgraciadamente, ninguna consiguió provocarme esa inconfundible sensación. A los no sé cuantos años alguien me dijo que había visto a María en Madrid. Parece ser que había terminado la carrera de magisterio y estaba haciendo las prácticas en Leganés pero no me supo decir dónde. Al año siguiente la vi paseando con un hombre. Iban cogidos de la mano. A pesar de que casi nos chocamos, me hice el loco y no la saludé. Me enteré que era su marido. Aquello aún me dolió mucho más que cuando me llevó mi padre a Ocaña a pelearme. Había pasado un montón de tiempo pero no el amor que sentía por ella. Algún circuito de nuestro cerebro no está bien diseñado, algo falla cuando pasan los años y uno sigue enamorado de alguien. Algo falla cuando persiste ese empecinamiento, ese deseo inacabable e indestructible, a pesar de las muy pocas o nulas posibilidades de hacerse realidad. Seríamos más felices si esos recuerdos, si esas sensaciones de pérdida, caducaran cada cierto tiempo y nunca volvieran a aparecer por nuestra memoria. El cerebro se equivoca almacenando y alimentando pasiones malogradas. Lo pasé muy mal, fatal, cuando me di cuenta que mi amor por ella seguía vivo. Me desesperé porque era injusto que ella estuviera con otro. Era injustísimo que todo hubiera acabado así, ella debía ser mía porque nadie la había querido y la seguía queriendo tanto como yo. Entonces y también ahora creo que existe algo, llámalo Dios o como te salga de los cojones, que vive entre nosotros y se compadece de nuestras pesadumbres. Un ser al que, tarde o temprano, acabamos conmoviendo y nos termina echando una mano de la manera más increíble. Sigo contándote. Al año siguiente me dijeron que María se había separado. Entonces empecé a creer que esa especie de Dios había comenzado a trabajar para mí, a compensarme de tanta pena y sufrimiento. Y tú dirás ¡bah¡, una coincidencia y a lo mejor tienes razón. O a lo mejor no. Escucha lo que viene ahora.
Al poco de enterarme de su separación, la vi paseando sola por el pueblo. Al cruzarme con ella levanté la cabeza, le dije ¡hola! y apreté el paso. Las mariposas volvieron a revolotearme dentro del estómago. Ella dijo ¡hola! y se quedó parada un instante pensando que iba a decirle algo más pero yo seguí mi camino sin volver la cabeza y ella siguió el suyo. La rehuía sin saber porqué, quizás fuera porque no sabía qué decirle ni por donde empezar. Creo que estaba hecho a la nostalgia y, preso de ella, no era capaz de liberarme de sus poderosas ataduras. Además pensaba que ella ya no quería saber nada de mí, ni siquiera estaba seguro si se acordaría de lo nuestro. Así estaban las cosas hasta que ocurrió el accidente.
- ¿El accidente? -pregunté.
Iba a decírmelo, pero le interrumpió el ruido de un motor muy acelerado acercándose a toda velocidad. Dos segundos después oímos un fuerte frenazo que nos hizo levantarnos como dos resortes y asomarnos a ver qué pasaba. Oímos gritos, voces y risas destempladas seguidas de unos fuertes golpes en el portón que temblaba como si fuera a venirse debajo de un momento a otro.
- ¡Abre la puerta, grandullón!, ¡Sabemos que estáis ahí! - gritaron en medio de risotadas y alaridos.
Gabino abrió la puerta y cuatro de sus amigos entraron en tromba. Uno de ellos traía una rosca de churros colgando de un junco. Otro un puchero humeante que olía a chocolate.
- ¡Aquí te traemos el almuerzo, para que luego te quejes de los amigos! - dijo el de la rosca. Los otros dos se acercaron a la mesa, la volcaron y la volvieron a levantar.
- ¡ Traer aquí eso que ya está la mesa preparada! - dijeron sin poderse tener de la risa.
- ¡Venga, a comer que esto se enfría y después no está bueno!- dijo uno partiendo un churro con las manos y hundiéndolo en el chocolate. Los demás, en silencio, le imitamos. Gabino y yo nos miramos un instante. Él se encogió de hombros y yo hice lo mismo, lamentándome haberme quedado sin saber el final de la historia.
- ¿Qué estabais haciendo aquí vosotros solos?- preguntó uno con la boca llena.
Ninguno de los dos le contestamos.









2




Eran las cuatro de la madrugada cuando el microbús paró delante de su casa.
- Voy a subir contigo, necesito ir al servicio, ya no puedo aguantar más - le dije poniéndome los zapatos y sacando del bolso las pinturas y el espejito para darme un retoque al maquillaje antes de salir. Ella, de pie al lado del conductor, asintió mientras trataba de apaciguar a sus revoltosas amigas.
- Sed buenas, no le deis mucha guerra al conductor. Nos veremos en mi boda- les dijo.
- Se levantaron de los asientos y una a una fueron despidiéndose de ella con un abrazo seguido de un beso y unas palabras cariñosas al oído. Después la puerta se abrió con un ahogado silbido y bajamos. Las chicas levantaron las manos a modo de despedida y los cristales tintados se llenaron de siluetas femeninas agitando las manos con fuerza. El vehículo cerró las puertas y lentamente se puso en marcha. María y yo no dejamos de agitar las manos hasta que desapareció al doblar una esquina. Después entramos al portal con paso cansino y dolorido, los zapatos nos estaban matando a las dos.
-Adelante - dijo María en cuanto abrió la puerta del piso.
-Gracias - le dije y eché correr hacia el cuarto de baño.
- ¡Chica, qué a gusto me he quedado! - dije entrando a la cocina y sentándose en una silla.
- Me voy a hacer una manzanilla, ¿quieres?- me preguntó poniendo un cazo de agua al fuego.
- Sí, oye ¿no tendrás por ahí una aspirina o un Gelocatil?. Además de la pesadez de estómago, tengo la cabeza como un bombo.
- ¿Cuánto hacía que no ibas a una discoteca?- preguntó abriendo un cajón y sacando una caja de Aspirina.
- La tira de años. Y a un “Boys” era la primera vez - le dije.
- ¿Te ha gustado? - me preguntó.
- Bueno…, no ha estado mal, me he reído, sobre todo cuando el chico, el segundo, el que parecía un “Jeyperman”, ha empezado a creerse que nuestros gritos y aullidos eran auténticos alaridos de hembras en celo. Hace falta ser tonto. Los hombres todavía no se han enterado que nosotras, al contrario que ellos, no ardemos al instante ante un bonito cuerpo. Lo nuestro es una combustión más lenta y placentera. Ellos son la cerilla y nosotros el tronco. Ellos arden antes pero se agotan enseguida. A nosotras nos cuesta mucho más arder pero cuando lo hacemos, duramos mucho más que ellos y casi siempre quedamos insatisfechas porque, al contrario que ellos, no sólo buscamos un buen cuerpo, también buscamos inteligencia, sensibilidad y cariño. Y eso es mucho pedir en un hombre - le dije.
- Veo que últimamente no van muy bien tus relaciones amorosas.
- Tienes razón, no van nada bien - le dije.
- Yo también tomaré una aspirina, dijo. Estoy hecha polvo, las despedidas de soltera son agotadoras. Son las cuatro, llevamos ya ocho horas de juerga. Una jornada laboral completa. De más joven esto no era nada para mí, pero con cuarenta años… es otra cosa. Y eso que casi no he bebido, excepto un poco vino en la cena y el chupito de orujo, lo demás han sido zumos y coca- colas, dijo. Como ves me quejo de vicio. La verdad es que lo he pasado muy bien. Soy feliz, voy a casarme con el hombre que amo y, por si fuera poco, tengo unas amigas extraordinarias, ¿qué más puedo pedir? - dijo llenando las tazas de agua caliente y echando dos sobres de manzanilla en cada una.
- Gracias por la parte que me toca. Tú también eres, para mí, la mejor de las amigas. Yo estoy algo peor que tú porque, además del vino en el restaurante y los chupitos, no he tenido más remedio que atizarme tres “gin-tonic” en el “Boys” para animarme un poco porque el espectáculo me estaba deprimiendo. Creo que los hombres son así porque nosotras les damos la razón yendo a sitios como ésos - dije zambullendo los sobres una y otra vez en el agua caliente.
- Si lo sé, no llamo para reservar; pensé que os gustaría. Lo hice porque está de moda, ahora es casi obligado en todas las despedidas de soltera - dijo María.
- Y me ha gustado, de verdad. No te preocupes, ha estado bien. Es sólo que tuve que tomarme tres copas para que me hiciera gracia ver a un muchacho en calzoncillos contoneándose sobre un escenario. El chico no tenía la culpa y tampoco la tienes tú por llevarnos ahí. La que falla soy yo. Hace poco que rompí con mi penúltimo novio y la verdad es que les he cogido un poco tirria a los hombres.
- Lo siento, no lo sabía, dijo.
- No te preocupes, no pasa nada, ya he pasado otras veces por esto. Pero es que es verdad joder, no sé que les pasa a los hombres. Se creen Marlon Brando y no llegan ni a Alfredo Landa. Nosotras tenemos la culpa porque les hacemos creerse los reyes del mambo. Nosotras sabemos querer más y mejor que ellos, quizás a nosotras nos cueste más dar el primer paso, pero después somos mucho mejores y más fieles amantes que ellos. En tu caso ¿quién dio ese primer paso?, ¿Gabino o tú?. Perdona si estoy siendo indiscreta, no quisiera… lo siento, le dije. Normalmente soy poco habladora pero en cuanto bebo me disparo.
- No te preocupes. La respuesta es ninguno, ni Gabino ni yo tuvimos el valor necesario para darlo, contestó María. Menos mal que ocurrió aquello.
- ¿Qué quieres decir con “aquello”? - le dije.
- Sí, me refiero al accidente. Nos miramos un instante y eso fue suficiente para saber que aún guardábamos dentro rescoldos de una antigua pasión. Ese accidente, bendito sea, nos volvió a unir. De no ser por eso, hubiéramos seguido cada uno por su lado. Creo que ninguno de los dos estaba por la labor de retomar aquel antiguo amor. Si te digo la verdad, yo pensaba que ya ni se acordaría de eso.
Le he dado muchas vueltas a eso y todavía no sé que pensar. Lo más seguro es que fuera una feliz casualidad y nada más. Pero a veces creo que intervino algo superior, algo, no sé, un espíritu, una especie de Dios. Pero no ese Dios que administran los curas; no, ése no está para estas cosas, y si me apuras te diría que no está para ninguna según va el mundo.
- ¿A qué otro Dios te refieres? - le pregunté.
- No sé, pienso en un Dios pagano, un ser terrenal, libertino y sensual que va por ahí incitando el amor y despertando los sentidos, un ser dedicado a avivar los deseos y encender las pasiones.
- ¿Estás segura que sólo has bebido eso que has dicho?, ¿no te habrás fumado algo también? - le pregunté medio en broma.
- Ya sé que es absurdo, por eso no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Gabino. ¿Quieres que te lo cuente?, así podrías darme tu opinión - me preguntó.
- Eso ni se pregunta - le contesté.
- Como sabes, hace dos años que mi marido y yo nos separamos. Al que yo llamaba “maridito perfecto” me ponía los cuernos todas las tardes con una de sus compañeras de trabajo y lo hacía tan discretamente que nunca me habría enterado de no ser por una casualidad. Y aquí empiezan las “casualidades”.
Resulta que un día fui al Ayuntamiento a pagar un recibo. Cuando llegué a la ventanilla abrí la cartera y se me cayó al suelo una foto de carnet de mi marido. La señora que había detrás de mí la vio y se agachó a recogerla. Cuando fue a dármela se dio cuenta que conocía al de la foto. “Es el amigo de mi vecina, le veo todas las tardes”, dijo. Al día siguiente me fui a la dirección que me dio la señora y vi a mi marido llegar puntual a la cita con su amante. Le esperé en el portal y cuando bajó le pregunté que si eran esas sus clases particulares. Él no negó su relación y al día siguiente iniciamos los trámites de la separación, que, como sabes, fue amistosa y quedamos como amigos, aunque no por eso dejó de ser un mal trago. Después de eso me fui al pueblo a pasar unos días. Madrid me ahogaba, necesitaba cambiar de aires. El pueblo, ya lo sabes, es muy pequeño y casi todos los días veía a Gabino. Pero no nos decíamos nada, apenas un tímido saludo sin llegar a mirarnos abiertamente a los ojos. Yo todavía temblaba como una colegiala cuando le veía y quería pensar que a él le pasaba lo mismo. Pero en vez de relacionarnos como personas maduras, nos rehuíamos mutuamente, y sólo nos saludábamos cuando no había más remedio. Yo esperaba que fuera él el que me dijera algo y supongo que él pensaba lo mismo de mí. Y ninguno de los dos nos atrevíamos a dar ese primer paso imprescindible en toda relación, ni lo hubiéramos hecho quizás nunca. Era una situación absurda, ridícula, más propia de críos con acné que de cuarentones canosos y ya con algunos achaques.
Entonces date cuenta de lo que pasó. Recuerdo todos los detalles como si hubiera ocurrido hoy mismo. Eran las ocho de la mañana de un domingo frío y gris de principios de primavera. Había llovido toda la noche, pero al amanecer, el viento cambió en dirección sur y dejó de llover. Las calles estaban desiertas, en todas partes se oían cantos de gallos y pájaros. Hacía frío como te digo, la primavera no acababa de entrar. El cielo era una pesada losa de mármol gris de caprichosas vetas. Olía a humo de sarmientos que el aire bajaba al suelo desde las chimeneas. Sentía el aire frío en la cara, susurrando en las orejas y las esquinas. Silbando entre los pinos del parque como lejanos trenes en su largo y remoto paso. Golpeando en las persianas y las cortinas. El viento en las acacias de la carretera, en los hierbajos secos de los solares, en la hierba verde de las cunetas, en el tendido eléctrico. Una ráfaga de viento me trajo el sonido del altavoz de un vendedor ambulante. Al principio sólo entendí las últimas palabras: ¡seis kilos, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. El altavoz cada vez estaba más cerca. Al fin pude oír el mensaje completo: ¡Naranjas guasintonas! ¡ seis kilos, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. Me costó lo mío entenderlo porque las palabras estaban envueltas en mil estridencias, chirridos, ecos y chasquidos metálicos saliendo de un altavoz que parecía haber sido desahuciado de una tómbola, que ya es decir. Al doblar una esquina vi la furgoneta al final de una calle larga, recta y estrecha. Venía hacía mi rodando muy despacio, casi parándose delante de cada puerta por si asomaba alguna compradora. Pero no salía nadie, el pueblo a esas horas parecía un pueblo fantasma. La furgoneta fue avanzando hasta llegar a un cruce, en ese momento vi a Gabino en su bicicleta cruzando delante de la furgoneta. Yo estaba en la acera a menos de cuatro pasos de él. Al verlo cruzar, la furgoneta aceleró bruscamente y lanzada como un cohete, le embistió de lleno. Gabino salió volando por los aires y fue a caer a mis pies revuelto con la bicicleta. Después de golpearle, la furgoneta frenó en seco quedándose a menos de dos metros de los dos. El conductor nos miraba y sonreía de forma extraña. Entonces me di cuenta que no era el gitano de otras veces. No pude verle muy bien porque el día era oscuro y en el cristal del parabrisas se reflejaban los aleros de los tejados recortados contra el cielo como los bordes de los sellos de correos. Tenía la tez muy oscura, el cabello largo y ensortijado, la nariz grande y ganchuda, largas barbas de chivo y orejas puntiagudas. Nos miraba fijamente con los ojos entornados bajo unas espesas cejas que medio los tapaban. Me sentí taladrada por sus ojos brillantes, feroces y también un poco burlones. Ojos que no parecían humanos. Me quedé paralizada, aturdida y sólo reaccioné al oír los lamentos de Gabino. Me agaché a atenderle y en ese momento oí un fuerte acelerón, levanté la cabeza y la furgoneta había desaparecido, tan sólo se oía el ruido del motor apagándose lentamente hasta que únicamente se oyó el viento y los quejidos de Gabino atrapado entre los hierros retorcidos de su bicicleta.
- Por si no salgo de ésta, tengo que decirte una cosa que tenía que haberte dicho hace tiempo - dijo con voz apenas audible.
- Yo también tengo que decirte algo - le dije mirándole fijamente con los ojos cubiertos de lágrimas.
Y nos abrazamos en silencio hasta que vimos a los vecinos a nuestro alrededor intentando ayudarnos. En el hospital le dijeron que tenía un brazo roto, se lo enyesaron y volvimos al pueblo. Desde aquel día ya no volvimos a separarnos. De esto hace seis meses.
Me quedé mirándola un buen rato a los ojos, intentando descubrir si me había dicho la verdad o por el contrario, me había tomado el pelo.
- ¿Qué te ha parecido?, ¿a que es increíble? - preguntó con una sonrisa.
- No sé qué decir. Me has dejado de piedra. De momento, esto fuera, dije apartando la taza de manzanilla. Ahora, si haces el favor, tráete dos vasos con hielo y la botella de whisqui del bueno. Cuando lo hayas hecho, siéntate y vuelve a contármelo otra vez.

Artículos de Pedro Organero




- Enero 2010: CRÓNICA DE UNA CENA-FIESTA .....


- Agosto 2009: UNA SOCIEDAD PASIVA .....




- Junio 2009: DROGAS Y JOVENES

UNA SOCIEDAD PASIVA ... por Pedro Organero


UNA SOCIEDAD PASIVA Y DESCONFIANZA EN LOS POLÍTICOS



LA POLITICA COMO INSTRUMENTO UTIL A LA SOCIEDAD


Como bien decía Aristóteles “El hombre es un animal cívico, un animal político”; y no le faltaba ninguna razón cuando hacía esta afirmación ya que si algo nos caracteriza a los seres humanos y nos diferencia de los animales es esa capacidad por organizar nuestra convivencia social de modo que cada cual pueda elegir lo que le conviene dentro del respeto y el acatamiento de una serie de normas o leyes. Pero si supuestamente cada uno puede elegir lo que le conviene se podría decirse que a lo largo de la historia no ha habido siempre política, cosa que no es cierta debido a que lo que ha ido cambiando a lo largo de la historia ha sido la forma en que se dictaban esas leyes o normas por las que todos nos debíamos regir para poder convivir, desde los faraones y emperadores romanos, pasando por los señores feudales y los monarcas absolutos, hasta nuestros parlamentarios hoy día elegidos por el pueblo. Por lo que se podría decir que de un modo indirecto somos nosotros los que elaboramos esas leyes y normas, ya que los parlamentarios y el gobierno de turno que se dedican a ello han sido elegidos por nosotros. Pero en mi opinión eso no debe de ser así, la participación de la gente no se puede remitir a votar cada cuatro años.
Es por ello que se hace necesario que la gente se implique en política, pero no del modo en que nos puede parecer la política a simple vista como algo ajeno a nosotros y gracias a la cual los políticos se forran a su costa y no cumplen sus promesas. Y es que hoy dia en España y en nuestra Democracia existe por parte de la sociedad una pasividad hacia los asuntos políticos que repercute en que cada vez desconfiemos mas en los políticos y les echemos todas las culpas a ellos. Y es que como he señalado anteriormente , ir a votar cada cuatro años a unas Elecciones sean del ámbito que sean y esperar otros cuatro años para volver a elegir a nuestros representantes no es suficiente. Precisamente por ello y para que la política no caiga en desuso y volvamos a ser “animales” se deben crear unas estructuras de participación ciudadana a todas las escalas que nos permitan a los ciudadanos tener voz en las diferentes realidades o áreas sociales (mujer, medio ambiente, juventud, urbanismo, deportes, inmigración,etc.) y en la que se puedan debatir temas de actualidad. Todo esto entra dentro de un proceso de INFORMACION-FORMACION-PARTICIPACION. Lo primero que hace falta es que los ciudadanos tengan a su alcance toda la información referente al municipio, provincia o región donde viva, y que este al alcance de todos por diferentes medios como lo pueden ser Internet, SMS en los móviles, bandos en las tiendas y lugares públicos, TV y Emisora local, despachos de los concejales y el Alcalde abiertos a cualquier tipo de opinión, queja, sugerencia o aportación.etc. Una vez que toda esta información al alcance de todos los ciudadanos, estos deben de ser capaces de opinar y por tanto participar sobre un asunto concreto.

Para ello cada institución del ámbito que sea deberían potenciar la participación ciudadana creando los órganos y estructuras para tal fin y potenciando la creación de asociaciones y colectivos ante un determinado problema o asunto.

Yo creo que si la gente participara haríamos de nuestra sociedad una de las mas avanzadas y mejores, menos pasiva y manipulable, habría menos corrupción en las instituciones, etc; porque en definitiva no se trata de gobernar para el pueblo, sino gobernar para el pueblo pero con el pueblo, y no cada cuatro años coma ya he dicho antes, sino que esto sea una labor diaria y dentro de las posibilidades de cada uno.


Pedro Organero

EN CUATRO TIEMPOS

de:
Alejandro Tello Peñalva




EN CUATRO TIEMPOS
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TIEMPO UNO:

ADMISIÓN

Bájese aquí mamá, ahora venimos a recogerla, le dijo su nuera volviéndose hacía ella. Felisa pulsó torpemente unos botones y tiró varias veces de una palanca sin conseguir abrir la puerta del todo terreno. Haciendo un gesto de fastidio, su hijo se quitó el cinturón de seguridad y salió a abrirle. Le llevó su tiempo bajar porque el asiento estaba muy alto y parecía que los pies no acababan nunca de llegar al suelo. Cuando lo hizo, su hijo cerró la puerta y le puso una bolsa en su mano. Felisa quiso decirle algo pero él la calló llevándose un dedo a los labios y dándole un beso en la mejilla. No te preocupes mamá, ahora venimos a recogerte, le susurró su hijo al oído. Sí, igual que el año pasado, pensó Felisa quedándose inmóvil con la bolsa en la mano mientras una ambulancia se detuvo detrás de ella haciendo sonar la sirena. Felisa se apartó asustada y el todoterreno, cargado de maletas y bultos, hizo lo propio dejando el paso libre a la ambulancia. Después aceleró haciendo chillar las ruedas en el asfalto mientras su hijo, su nuera y su nieto le decían adiós con la mano. Felisa vio cómo salían a la calle derrapando y acelerando, después miró a su alrededor y se vio, un año más, bajo la marquesina de urgencias del Hospital Clínico. Era el tercer año consecutivo que el mismo día (uno de agosto) y a la misma hora (8 de la mañana) la dejaban allí mientras ellos se marchaban de vacaciones para todo el mes. Felisa decidió marcharse a su casa, pero cuando bajaba la suave rampa por donde las ambulancias descargaban a los enfermos y heridos, sintió que le agarraban del brazo. ¿Adónde va usted?, se volvió y vio a un enfermero mascando chicle y mirándola con una sonrisa burlona. ¿Dónde va tan deprisa abuela?, le preguntó de nuevo. Suélteme joven, me voy a casa, a mi no me pasa nada, ¡oiga que me está haciendo daño! le dijo. Vamos abuela, venga conmigo. De poco sirvieron sus protestas, el enfermero la llevó casi en volandas hasta una sala, la tumbó sobre una camilla y la dejó aparcada en un largo pasillo abarrotado de camillas cada una con un paciente encima lanzando a su alrededor miradas tristonas de perro apaleado. Apenas le dio la espalda el enfermero se quitó las sábanas de encima con un gesto de coraje y bajó de la camilla. Un camillero vio cómo echaba a andar hacia la salida y fue corriendo hacia ella. ¡Quíteme las manos de encima, mamarracho!, le gritó, pero el camillero, sin hacerle caso, la llevó y la echó sobre la camilla amenazándola con atarla si se volvía a bajar. Está bien, me quedaré quieta, dijo Felisa, aterrada ante la posibilidad de que la ataran. El año pasado la ataron con correas y le entraron ganas de orinar, pidió ir al servicio a todo el que pasaba a su lado, pero nadie le hizo caso y cuando la llevaron fue ya demasiado tarde.
Victoriano estaba tres camillas delante de ella. Le habían dejado en calzoncillos y no paraba de tiritar bajo las sábanas que los incontables lavados habían dejado como el papel de fumar. Había oído la refriega entre Felisa y el camillero mientras miraba ensimismado, casi hipnotizado, el rítmico goteo del frasco de suero que colgaba sobre su cabeza. Había llegado allí mucho antes de salir el sol. Estaba agotado porque casi no había pegado ojo en toda la noche. Despertó a las tres de la madrugada, bebió agua y ya no pudo conciliar el sueño a causa del ruido que armaban su hija, su yerno, los niños y la criada andando de acá para allá haciendo el equipaje. ¿Cuándo llevamos a tu padre, antes o después de cargar los trastos?, oyó preguntar su yerno a su hija. No sé, espérate, no me agobies, respondió la hija que en ese momento estaba regañando a uno de sus hijos. Creo que será mejor que le lleves antes, porque después no entrará con todo el equipaje, dijo el yerno. Vale, vale, no me des más el tostón, ahora mismo voy a llevarle y se acabó, dijo muy mosqueada. No hace falta que te pongas así, dijo el yerno un poco caliente también. Y acto seguido la oyó golpear la puerta. ¡papá, despierta!, vamos, vístete, tenemos que irnos, le dijo asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Mientras Victoriano se arreglaba, su hija echó unas mudas, un peine y la maquinilla de afeitar en una bolsa. Cuando estuvo listo, le ayudó a bajar la escalera que daba al garaje, le montó en el coche y salieron a toda velocidad de la colonia de adosados donde vivían. Su hija, a medida que se iba acercando a la oscura mole del hospital, sintió cierto malestar, una mezcla de pena y remordimiento pero en ningún momento pensó en dar marcha atrás. Era su padre y le dolía, pero no tenía más remedio que hacerlo, iban a hacer un largo viaje y ya tenían bastante con los niños como para llevarle a él también. Lo siento papá, pero tengo que dejarte aquí, aquí te tratarán bien, no te preocupes, le dijo dándole un beso que el viejo recibió con los ojos húmedos mirando al frente todavía sin creerse que, un año más, iba a tener el valor de hacerlo.
Después de una interminable espera en la camilla, empezó a vencerle el sueño. En ese momento, fue rodeado por un equipo de médicos y enfermeras. Según esto, este hombre está perfectamente, dijo el más viejo de todos levantando la vista después de ojear el resultado de los análisis. Lo llevo diciendo desde que llegué aquí, dijo Victoriano aliviado. Aún es pronto para cantar victoria, abuelo, todavía está pendiente una radiografía de tórax, dijo otro médico. En ese momento llegó una enfermera, sacó una radiografía de un sobre y la puso al trasluz. Los médicos se quedaron mirándola atentamente. Uno de ellos señaló algo con un bolígrafo. Fijaos en la vesícula, la tiene algo deformada, dijo. Otro médico armado de bolígrafo apuntó con él a una zona oscura. El apéndice tampoco tiene muy buena pinta, yo propongo que se le extirpe cuanto antes, la vesícula puede esperar, dijo. Como no se ponían de acuerdo decidieron votar y ganaron los partidarios de la rebanar la vesícula. Victoriano se incorporó y tiró la radiografía al suelo de un manotazo. Maldito hatajo de carniceros, no dejaré que me pongáis vuestras manos encima. No tenéis bastante con tenerme cuatro horas aquí, en medio del pasillo, en calzoncillos, helado de frío, que ahora me queréis abrir en canal, dijo a grito pelado. El médico más viejo, sin inmutarse, le dijo algo al oído a la enfermera, ésta asintió y se fue, volviendo en menos de un minuto sosteniendo una jeringuilla en lo alto. Victoriano intentó resistirse pero cuando se dio cuenta ya se la habían puesto y al instante notó como le iba entrando una irresistible modorra. Vamos, tranquilícese, no sea usted crío, oyó que le decía el médico un segundo antes de quedarse dormido.
Cuando despertó estaba en una sala muy grande con más enfermos encamados, separados por cortinas de plástico que parecían centralitas telefónicas de la cantidad de cables y tubos que les tenían puestos, además de las decenas de frascos colgando sobre sus cabezas y de otros muchos aparatos a su alrededor. Victoriano se dio cuenta que aquello era la UVI. Muy asustado, llamó a una enfermera. En ese momento entró un médico con una carpeta debajo del brazo. ¿Quién coño le ha traído aquí?, ¡vamos, llévenle inmediatamente a planta¡, gritó a un par de enfermeros que había allí. No se asuste, usted no está tan mal como éstos, se trata de un error, le dijo poniéndole la mano en el hombro. Victoriano aceptó las disculpas del médico pero sintió deseos de apuñalarle. A él y a todos los que le tenían allí, y principalmente a su hija, ella era la culpable de todo.







TIEMPO DOS:

COMPRESIÓN


En menos de cinco minutos le pusieron un pijama y un auxiliar le llevó a una habitación individual en silla de ruedas. Cuando le dejaron solo se levantó de la cama y se asomó por la ventana acodándose en el radiador. La ventana daba a un patio con enfermos de caras pálidas y tristes viendo pasar la tarde asomados a las ventanas. Todos ellos tenían aspecto cansado, y miraban cabizbajos con ojos llenos de pesadumbre y no poco aburrimiento. Apartó la cabeza de la ventana, sacó la bata que su hija le había puesto en la bolsa, se la puso y salió al pasillo. Casi se lleva por delante a Felisa que en ese momento pasaba delante de su puerta. Victoriano la sujetó de los hombros cuando ya caía de espaldas como un saco de patatas. Lo siento, dijo Victoriano sin soltarla a pesar de que ya había recobrado el equilibrio. Vaya ímpetu, casi me manda otra vez a mi habitación, dijo Felisa esbozando una sonrisa nerviosa. Estoy un poco alterado, no estoy teniendo precisamente un buen día, siento haberla asustado, pase, le daré un poco de agua, dijo Victoriano abriéndole la puerta de su habitación. Pasó y se sentó en el sillón de escai negro de las visitas y él en una silla de tubo de acero inoxidable. Yo tampoco estoy teniendo un día muy allá, dijo ella después de beber un sorbo y dejar el vaso sobre la mesita. No creo que sea peor que el mío, mi hija me ha dejado abandonado a la puerta del hospital, ni siquiera puedo decir que me ha tratado como un perro porque al perro se lo han llevado de vacaciones. No se asuste de lo que voy a decirle pero la verdad es que nada me gustaría más que ir al chale de la costa a donde va a pasar las vacaciones, agarrarla así por el cuello y estrangularla lentamente, dijo Victoriano cogiendo el vaso con las dos manos y apretándolo como si fuera el cuello de su hija. No será para tanto hombre, dijo Felisa para tranquilizarlo.
¿Que no?, no se puede usted hacer idea de los sacrificios que tuvimos que hacer mi mujer, que en paz descanse, y yo para que la niña estudiara. Desde bien pequeña ya sacaba excelentes notas. Esta chica vale para estudiar, nos dijeron los maestros de su colegio. Merece la pena que hagan un esfuerzo y la lleven a una buena universidad, dijo años después el director del instituto. Y decidimos que de cada duro que entrara a la casa, cuatro pesetas fueran para ella. Nos volcamos en ella, todo nuestro empeño fue darle lo mejor, sin reparar en gastos. Yo echaba jornadas de dieciséis horas con el camión mientras mi mujer cosía a destajo, limpiaba pisos, escaleras, colegios, viejos… y todo lo que le saliera. Acabó Derecho y se fue un año a Inglaterra a estudiar inglés. Después se puso a sacar la oposición para abogado del estado y se tiró varios años más a nuestra costa, viviendo como una señorita de clase alta mientras yo vivía encadenado al volante y mi mujer, que en paz descanse, a la bayeta. En aquel tiempo se hizo novia con el que es ahora su marido y los dos se fueron a hacer un “máster” a Estados Unidos que nos salió por un ojo de la cara. Después nos dimos cuenta que también le pagamos el “máster” ese al caradura de su novio. Y todo eso para que ahora se ría de mi boina y me llame “abuelo cebolleta” entre otras cosas. ¿Qué le parece?. Victoriano lanzó un hondo suspiro, bebió un sorbo de agua y se quedó callado con la vista perdida en el suelo. Felisa fue a decir algo, pero Victoriano la cortó. Espere que todavía queda lo mejor. Mi hija sacó la oposición y ahora es directora general de no sé qué y él es técnico de no sé cuanto. Ganan entre los dos un dineral y viven en las afueras, en un barrio de “estirados” como yo digo. Pero, a lo que voy, todo el dinero se les hace corto y no dudan en sisarme de la cartilla todos los meses, a mí, que estoy cobrando la pensión mínima, serán… no sé ya lo que decirles. Se levantó de la silla y se quedó de espaldas a ella asomándose a la ventana. Felisa fue a decir algo y en ese momento él se volvió y le dijo que este año no pasaba que les diera un escarmiento. Van a saber quién es el abuelo “cebolleta”. dijo volviéndose hacia ella.
¿ Me dejará hablar?, preguntó con una sonrisa. Perdone usted, es que estas cosas me ponen lo de arriba abajo, hable por favor. Felisa, bebió un sorbo de agua, carraspeó y comenzó a hablar. Agárrese usted, que lo mío tampoco tiene desperdicio, a mí es el tercer año que me dejan aquí, y cada año me han operado de una cosa. En verano los médicos más antiguos se van de vacaciones y el hospital queda en manos de jóvenes recién titulados que están como locos por echarle el guante a cualquier incauto que pase por aquí. Los peores de todos son los cirujanos que no dudan en abrirte en canal con cualquier excusa. El primer año me sacaron una chinita del riñón que nunca me había molestado, el segundo me quitaron el apéndice sin venir a cuento y éste parece que he tenido suerte y sólo van a quemarme una almorrana que jamás he notado. ¿Usted se cree que yo estoy para estos trotes?. Esta mañana, en cuanto me he echado a la cara al equipo de cirujanos imberbes, que ya les conozco porque son los mismos del año pasado, les he dicho: queridos, si queréis practicar ¿ por qué no os machacáis los cojones con dos cantos y después os los curáis unos a otros, ¿qué os parece?. Pero no me han contestado, todo su afán era prepararlo todo para meterme mañana en el quirófano y ponerse a cortar y hurgar a placer.
“Ahora venimos a buscarla, mamá”, me decía esta mañana la guarra de mi nuera. Eso me ha sentado mucho peor que una operación, porque una cosa es que te dejen tirada como un trasto viejo que estorba y otra que te tomen por gilipollas. Se creen que porque una tenga ya más de ochenta años no se entera de nada. Yo me entero de todo, no como el calzonazos de mi hijo que no hace más que trabajar como un negro para que ella viva como una señorona, que si un día al centro de belleza, que si otro con sus amigas a merendar y después al bingo, que si otro a la peluquería a que le hagan servicio completo, que si otro de compras o a broncearse, mientras una asistenta le cría a su hijo y le limpia la casa. Este año se ha empeñado en hacer un crucero por el Nilo y como nos les llegaba el dinero me han saqueado la cartilla, la han dejado en cuadro, como lo oye. Y como así tampoco les llegaba, ni cortos ni perezosos se han metido en un préstamo. Y mi hijo, una vez más y por no discutir, ha consentido, porque es un simple que ni sabe ni huele como la mierda de pavo. No hay nada más triste que tener un hijo tonto, y mi hijo lo es, y de los grandes. Se cree, el muy infeliz, que porque le dé todos los caprichos, ella se mantendrá a su lado y le será fiel. Y la verdad es que el pobre gasta sombrero con mangas desde el primer año de casados. Cuántas veces la habré visto dándose el filete en el parque y en los bares del barrio con muchachos que podían ser sus hijos y me he hecho la loca. Así lleva ya muchos años y lejos de enmendarse, va a peor. “La vedette” como la llaman en el barrio, le ha tomado la medida a mi hijo y no tiene hartura, cada vez quiere más, ya veremos que pasa el día que mi hijo no pueda costearle todos sus caprichos. Me gustaría que llegara pronto ese día para que se diera cuenta de la pieza que tiene por mujer, acabó diciendo Felisa. Victoriano no contestó, parecía pensativo y se limitó a asentir rascándose la cabeza. ¿Me está usted oyendo?, dijo Felisa mirándole fijamente. Perdone que no le haya hecho mucho caso, pero es que le estoy dando vueltas a una cosa que se me acaba de ocurrir. Si me permite, voy a contársela a ver que le parece, dijo Victoriano arrimando la silla hasta dejarla pegada al sillón de escai desde donde ella le miraba atentamente con la cabeza vuelta mostrando su perfil de rapaz. Antes de hablar, abrió la puerta y se asomó al pasillo para comprobar que nadie les espiaba. Verá usted, dijo sentándose con la agilidad de un mozo sin dejar de mirarla a los ojos (Victoriano tenía una vitalidad envidiable a pesar de sus ochenta y cinco años y sus ojos todavía tenían mucho de la viveza del muchacho que fue) voy proponerle algo que seguro le va a sorprender. Después de oírla me he dado cuenta que los dos tenemos que ajustar cuentas con nuestros hijos. Los dos les hemos consagrado buena parte de nuestras vidas, les hemos dado lo que nunca hemos tenido y a los dos nos han pagado con el desprecio, la humillación y el abandono. Nunca serán capaces de valorar nuestro esfuerzo, ni reconocerán su deuda, al contrario, cuando más viejos seamos, más les estorbaremos y en el mejor de los casos acabaremos en un siniestro y maloliente asilo donde nos mantendrán todo el día amodorrados a base de pastillas, mal aseados y peor alimentados. Ése es el futuro que nos espera, amiga Felisa, si no somos lo bastante audaces como para dar un golpe de timón que cambie ese negro rumbo al que inexorablemente estamos abocados. No creo ni en Dios ni en el Destino, sólo creo en la voluntad, la inteligencia y el valor. Pocas cosas habrá más inútiles que las lamentaciones y yo no quiero pasarme estos últimos años de mi vida, una vida que acabará y ya jamás volverá, lamentándome de no haber hecho nada para cambiar las cosas, acabó diciendo Victoriano un poco excitado. Me parece muy bien todo eso, pero qué podemos hacer nosotros, dos pobres viejos desamparados, dijo Felisa acariciando con ternura la mejilla de Victoriano. Tengo un plan, escúchame atentamente, dijo él. Ella acercó su oreja hasta sentir el cosquilleo de su bigote y fue asintiendo a todo lo que le decía con la mirada perdida en la ventana. Cuando acabó de exponerle su plan, ella dijo que le parecía una locura pero iría con él a donde fuera. Cualquier cosa es mejor que quedarse aquí esperando a que te abran en canal, cuenta conmigo, dijo y se levantó apoyándose en el bastón y salió de la habitación, él la despidió en el umbral con un beso.





TIEMPO TRES:

EXPLOSIÓN

A las ocho y media de la tarde acababa la hora de las visitas. A esa hora estaban los dos vestidos de calle frente al ascensor, rodeados de amigos y familiares de enfermos que abandonaban el hospital. Llegaron al vestíbulo y salieron entre la marea humana que en ese momento cruzaba la puerta automática. El vigilante no daba abasto a controlar tanta gente y los dos salieron a la calle, libres como el viento, sintiendo en el estómago un excitante hormigueo de felicidad. Se sentían como dos chiquillos después de hacer una travesura. Subieron a un taxi que les llevó primero a Carabanchel, donde vivía Felisa. Entraron al piso, Felisa cogió una bolsa de deportes y echó las joyas de su nuera en primer lugar, así como las cartillas de ahorro, la hucha del nieto, una tarjeta de crédito, la cubertería de plata, una pareja de candelabros y todo cuanto encontró de valor. Por último cogió una foto que presidía el mueble – bar. ¿Y esa foto?, preguntó Victoriano. Es la madre de mi nuera, otra igual que ella, a esta foto le tiene mucho cariño, por eso me la llevo, es simplemente por joderla. Bien hecho, dijo Victoriano. ¿Alguna cosa más?, le preguntó Victoriano. Es todo, ya podemos irnos, dijo ella cerrando la cremallera de la bolsa. ¿Qué llevas en la mano?, preguntó Felisa. Es un cóctel Molotov, lástima que no haya encontrado gasolina pero servirá el alcohol del botiquín, dijo acercándole la llama de un encendedor a la mecha fabricada con el cordón dorado de las cortinas. ¿Es necesario que prendamos fuego al piso?, preguntó ella un poco asustada. Es fundamental no dejar rastro alguno y sobre todo que se queden en el cabo de la calle, que lo pierdan todo para que empiecen de cero, así conocerá su hijo a su verdadera mujer. Está bien, no seré yo la que te detenga ahora, ¡adelante!, dijo Felisa saliendo al rellano en el momento en que Victoriano lanzaba el artefacto. Salieron tranquilamente a la calle, doblaron una esquina y montaron en el taxi que, según sus instrucciones, les esperaba con el motor en marcha. ¡A Aravaca!, ordenó Victoriano. El taxi se puso en marcha. Era agosto y las calles estaban desiertas, una agradable brisa entraba por las ventanillas abiertas. El sol acababa de ponerse y los interminables bloques de pisos parecían chapa negra recortada contra un cielo azul ceniza. Cuando salieron de Madrid vieron los rescoldos del ocaso apagándose lentamente. Llegaron a la caseta de vigilancia de una lujosa urbanización y Victoriano les dijo que iba a casa de su hija. Los vigilantes consultaron unos papeles y le dijeron que no podían dejarle pasar, eran órdenes de su hija. Desesperado, Victoriano hizo un gesto de complicidad a los guardias y les guiñó un ojo, sólo será un cuarto de hora, después nos iremos, les susurró manteniendo el ojo cerrado. Los vigilantes sonrieron, cambiaron unas palabras entre ellos y decidieron dejarles pasar. Conocían a Victoriano, sabían que era el padre de la Directora General, además sólo sería un cuarto de hora. Pasen, pero si no están aquí dentro de un cuarto de hora, iremos a buscarles, dijo el vigilante abriendo la barrera. No se preocupen, aquí estaremos, dijo Victoriano abrazando a Felisa sin dejar de sonreír. Llegaron al chale, Victoriano abrió la puerta, desconectó la alarma, abrió la caja fuerte y sacó todo lo que había dentro. Felisa lo recogió en un maletín. Aquí llevamos más de lo que podemos gastar, la pena es no tener ahora veinte años menos, pero nunca es tarde para disfrutar de la vida, dijo. Bajó al garaje y volvió con una garrafa y fue rociándolo todo sin dejar ni un solo objeto sin su bautizo de gasolina hasta que el olor se hizo insoportable. Cogió un mechero de sobremesa y prendió la borla de un almohadón. En un segundo la gasolina explotó y todo echó a arder violentamente. El enorme salón fue rápidamente invadido por las llamas que silbaban, crujían y chisporroteaban de una forma endiablada. El fuego parecía ansioso por devorar aquel suculento festín de muebles de época, objetos de anticuario, sofás de cuero, sillones de carísimo diseño, estanterías repletas de libros de lujosa encuadernación, tapices, alfombras, visillos y cortinas de exquisitos tejidos, cuadros al óleo y grabados de renombrados artistas. Todo ello ardía con una increíble fuerza, como si el fuego supiera que toda aquella obscena exhibición de lujo y poder tenía que ser aniquilada, reducida a cenizas porque estaba edificada sobre los odiosos, repugnantes y malditos cimientos de la injusticia, el egoísmo y la codicia. Vámonos, dijo Victoriano cogiendo el maletín y cerrando la puerta. Cuando llegaron a la caseta, los vigilantes sonrieron de nuevo. ¿Qué os había dicho?, y todavía me ha sobrado tiempo, soy puro fuego, les dijo con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Qué podemos decir?, que está usted hecho un castigador D. Victoriano, dijo uno; un macho ibérico de los que ya no hay, añadió el otro vigilante riéndose. Gracias chavales, os habéis portado muy bien, hasta siempre, les contestó mientras hacía una seña al taxista para que se pusiera en marcha.





TIEMPO CUATRO:

ESCAPE

Llegaron a Barajas con el tiempo justo para coger el avión a Tenerife. Allí les esperaba su viejo amigo Manuel con el que Victoriano había hablado por teléfono momentos antes de subir al avión. A Manuel no le había visto desde la batalla del Jarama en que combatieron hombro con hombro en las filas republicanas y con el que llevaba carteándose desde entonces. Al encontrarse se dieron un largo y emotivo abrazo donde las lágrimas caían sobre los arrugas de sus caras como la lluvia sobre los surcos de un reseco barbecho. Lloraron torrencialmente por los largos años separados, por los recuerdos imborrables, por los viejos camaradas muertos y por ellos mismos, a los que el tiempo arrasador estaba a punto llevárselos a la otra orilla desde la que nunca se regresa. Fueron a su casa y allí pasaron unos días muy felices paseando y ayudándole en el huerto mientras les hacían los nuevos documentos de identidad que les habían encargado a unos falsificadores. Cuando los tuvieron, compraron una casa de indianos rodeada de varias hectáreas de frutales y viñas.
Los periódicos recogieron la noticia de los incendios, sobre todo del incendio del chale de Aravaca, que la policía achacó a una banda de delincuentes del Este que merodeaban por la zona.
Felisa y Victoriano, a los que sus hijos no denunciaron su desaparición, pasaron los años que la vida tuvo a bien regalarles en aquella hermosa tierra, saboreando cada hora, cada día como sólo lo sabe disfrutar aquél que ha sabido conquistarlo, arrebatándoselo a los que ni lo valoran ni lo merecen.

Alejandro Tello Peñalva.

JINETES EN LA TORMENTA

de:
Alejandro Tello Peñalva





María Teresa y sus amigas estuvieron hablando del cura nuevo mientras la música les ponía los tímpanos en carne viva y los chupitos de aguardiente a unas les hacía amodorrarse sobre la barra y a otras les daba por bailar y dar gritos entre risas descompuestas en el bar de copas “Mac Ario” al que iban todos los sábados. Está buenísimo, es clavado a George Clooney, ¡creo que me lo voy a llevar al huerto! ¡no dejaré que un bombón así se desperdicie dando rollo a las beatas! dijo María Teresa levantando un chupito de orujo y echándoselo al gaznate de un trago, gesto que rápidamente fue jaleado y aplaudido por sus amigas entre risas y gritos histéricos. ¡A que no te atreves! dijo desafiante una chica desde un taburete al final de la barra. ¡Ya lo verás!, yo no soy como tú, rica, que ligas menos que mi abuela, yo lo que digo lo hago, contestó María Teresa empleando el mismo tono provocador.
Al salir el sol, los camareros del bar de copas, abrieron el portón de la entrada y con paciencia, oficio y mañas de muleros, fueron sacando a la calle a la nutrida clientela que reculaba como vampiros ante la luz que entraba de la calle. María Teresa se despidió de sus amigas en la puerta del local, no sin antes insultar, como solía, a los camareros y a un policía municipal que venía a supervisar, “el desencajonado de los bichos y de las bichas, que son mucho peores” como acostumbraba a decir.
María Teresa tomó el camino hacia su casa con paso vacilante, aturdida por la intensa luz que ni sus gafas de sol, modelo “Stevie Wonder”, podían filtrar del todo. Respiraba el aire fresco de la mañana pensando, entre los vapores de su borrachera, que tanto aire puro no podía ser bueno para el cuerpo y se encendió un cigarrillo al que dio unas ansiosas caladas. Oyó un portazo que resonó como un trueno en el silencio de la calle, levantó la cabeza y vio al cura nuevo a unos pocos metros delante de ella, andando con enérgicos pasos, haciendo resonar los zapatos de suela de cuero contra las baldosas de la acera como si fueran cascos. María Teresa tiró el cigarrillo y avivó el paso con intención de alcanzarle y lo hizo, pero para ello tuvo que echar a correr porque veía que le perdía. El cura estaba fresco y en forma, sus largas piernas de atleta daban amplias y rápidas zancadas. Le alcanzó justo en el umbral de la puerta trasera de la iglesia, cuando ya sacaba la llave de la cerradura y giraba el picaporte. Buenos días, padre, dijo sonriendo entre los jadeos, ¿podría confesarme?, consiguió decir con dificultad, mirándole descaradamente a los ojos y respirando fatigosamente con la boca abierta como un pez. Voy un poco justo de tiempo, pero bueno, vamos, dijo invitándola a entrar en un pequeño portal. Cerró la puerta y le hizo un gesto para que le siguiera. María Teresa, medio cegada por la oscuridad y tapándose la nariz y la boca porque no soportaba el intenso olor a cera y alcanfor que se respiraba allí dentro, le siguió por un pasillo hasta una habitación sin ventanas, con unos cuadros antiguos al óleo de vírgenes colgados de las paredes, un perchero de hierro forjado y unos bancos de madera. Espera aquí, enseguida estoy contigo, dijo.
A los cinco minutos llegó vestido con la sotana, la estola y un librito de tapas negras en la mano. Cuando quieras, le dijo. La chica se levantó y le siguió por un largo corredor hasta salir a una puerta que daba al altar mayor, bajaron unos escalones de mármol y tras unos breves pasos que hicieron crujir con fuerza las maderas del entarimado, llegaron al confesionario. Él levantó unas cortinas negras de raso y se metió dentro, ella se puso de rodillas sobre un reclinatorio y acercó la cara hasta dar con la punta de la nariz en la ventanita de celosía a través de la cual le veía mirar el reloj y acomodarse en un taburete. Ave María purísima, dijo María Teresa jugando con los dedos entre las tablitas barnizadas mientras le miraba fijamente con una sonrisa perversa. Sin pecado concebido, contestó él para, acto seguido, preguntarle: ¿de qué quieres confesarte?. He pecado padre, un pecado bien gordo, dijo tapándose la boca para ahogar una risa floja. El cura notó algo raro y le preguntó si le ocurría algo. No, estoy muy bien, dijo la chica sin dejar de sonreír. Verá usted, hace un cuarto de hora le he visto salir de su casa y me he sentido atraída por usted, se puede decir que he tenido pensamientos y deseos impuros, pero impuros de la hos… dijo sin poder ya contener una pedorreta con risotada final. El cura saltó del habitáculo echando la cortina hacia arriba con tanta fuerza que la dejó colgada de la cruz de madera que remataba el confesionario. Agarró a la chica del brazo, la levantó y la sacó casi en volandas de la iglesia y ya en el portal le dijo con la voz muy serena, sin alterarse lo más mínimo: anda, vete a casa a dormir la mona que buena falta te hace. Ella salió dando un traspiés con la puerta y tapándose la boca para ocultar una risa tonta que cuanto más esfuerzos hacía para contenerla, más se le desataba y descontrolaba.
Llegó a casa y vio el tractor de su padre frente a la fachada. La puerta estaba abierta y al entrar se cruzó con él, que salía con la alforja al hombro y el botijo en la mano. Al ver el botijo le dieron ganas de echar un trago, pues la resaca empezaba a dejarle el habitual sabor amargo en la boca y esa sequedad en la garganta como si la tuviera de cartón. Pero no se atrevió, tan sólo alzó un poco la cabeza en dirección a él, a modo de saludo, pero éste rehuyó la mirada y apretó el paso hacia el tractor, que puso en marcha con dos secos acelerones, y salió calle abajo con el ronroneo del motor apagándose poco a poco hasta desaparecer. María Teresa cerró la puerta, subió a su cuarto y quitándose solamente la raída cazadora de cuero y las aparatosas botas de obrero de altos hornos que gastaba, se dejó caer en la cama boca arriba, cerró los ojos y se durmió.
Se levantó a las tres de la tarde con una sed insaciable y un fuerte dolor de cabeza. Se asomó a la ventana, el tiempo había cambiado, el cielo estaba totalmente cubierto, a lo lejos vio una cortina de agua avanzando tan deprisa que antes de un minuto las primeras gotas ya estaban chocando contra el cristal. Bajo la ducha, recordó vagamente que había estado en la iglesia hablando con el cura nuevo, pero no conseguía acordarse de lo que hizo ni de lo que dijo, estaba todavía muy aturdida y confusa. No tengo que beber tanto, ni darle al canuto como le doy, ¡joder! siempre digo lo mismo y nunca lo hago. Bajó a la cocina con el albornoz y una toalla a la cabeza. Sobre la mesa había una nota de su madre: “ Tu padre y yo hemos salido de visita, hazte unos fideos con el caldo del cazo y cómete el cocido que te he dejado en la olla, te sentará bien”. La leyó y la dejó sobre la mesa. No tenía ganas de comer, se abrió una cerveza, se lió un canuto, puso los pies en la mesa y encendió la televisión a la que miró un instante de reojo. Estaba pensando en él, en lo mucho que le gustaba. Para una vez que viene un tío bueno al pueblo, resulta que es el cura nuevo, pero me da igual, como si es el obispo, no lo dejaré escapar, pensó, y al mismo tiempo se le ocurrió que podía ir a hacerle otra visita, pero esta vez llevaré toda mi “artillería”. Le entró la risa de pensarlo, se atragantó y se echó toda la cerveza que tenía en la boca sobre la pechera del albornoz.
Volvió a su cuarto, se secó el pelo y sacó varias minifaldas del armario y se las fue probando una a una mirándose en la luna del armario con poses provocativas. Al final eligió una minifalda poco más del doble de ancha que las cintas que llevan los tenistas en la frente, una prenda que su madre le tenía prohibido ponerse y había amenazado muchas veces con echarla al fuego. También se probó unas cuantas blusas y camisetas y al final optó por una camiseta muy ceñida y escotada que dejaba el ombligo al aire. Estuvo pintándose otro cuarto de hora largo, dándose mucho rímel y colorete y, finalmente, se revocó los labios con una gruesa capa de carmín. Después se puso unos zapatos rojos de charol y salió del cuarto, pero antes de hacerlo se miró por última vez al espejo y poniendo morritos le dijo al espejo: lo siento querido D. José Luis, ya puedes rezar lo que sepas y debes saber mucho, pero será inútil, tu suerte está echada, no tienes escapatoria. ¿Quién te manda parecerte a George Clooney y venir a este pueblo?.




D. José Luis acababa de comer y estaba tumbado en el sofá reposando la comida y hojeando el periódico del domingo, aunque iba a dejarlo ya, vencido por una dulce modorra. Cerró los ojos y en ese instante oyó cuatro timbrazos muy seguidos, parecía que alguien al otro lado de la puerta tenía mucha prisa. Dejó el periódico sobre la mesa camilla y se fue a abrir, malhumorado, pensando que ya le habían fastidiado la siesta. Miró el reloj de pared del pasillo, marcaba las cinco en punto, consultó su reloj de muñeca y marcaba la misma hora exacta. No tenía ni idea de quién podía ser a esas horas, esperaba que no fueran los amigos y amigas de D. Apolonio, que venían a tomar café y que eran más pesados que las moscas. Pero no tenía más remedio que aguantarlos mientras estuviera D. Apolonio en la casa, cuando se jubilara y se quedara él de cura titular ya se encargaría de espantarlos. Quien quiera que fuese, esperaba poder despacharlo pronto, ese día tenía mucho sueño, el tiempo lluvioso le acarreaba inevitablemente un fuerte dolor de cabeza y una modorra invencible. Además, ese domingo había madrugado mucho, se había levantado a las seis y media de la mañana, se había duchado y afeitado y a las siete y cuarto salió para la iglesia a dar la misa de ocho, como todas las mañanas desde que llegó al pueblo. Hacía ya un mes que había cantado misa por primera vez y este pueblo era su primer destino. Aún no dominaba bien el oficio, por eso se iba a la iglesia con tiempo para tenerlo todo preparado. El cura titular se jubilaba después de cuarenta años en la parroquia y él venía a sustituirlo, pero antes tenía aprender de todo un maestro como D. Apolonio. Éste le dijo que fuera a dar misas de ocho para que fuera soltándose un poco. Eran misas a las que apenas acudían cuatro beatas aburridas y soñolientas que no se enteraban ni de donde estaban, algunas daban unas tremendas cabezadas y unos ronquidos que parecían salir de las fauces de la mismísima Bestia, más de una vez se había asustado porque no creía posible que esos rugidos pudieran venir de ellas, y a otras se les iban algunos pedos que resonaban en la nave como trompetazos del Juicio Final, pero ¿qué podía hacer él? era gente mayor y, por respeto, había que callarse y hacerse el loco.

Se asomó por la mirilla y la vio. Era ella, la pelirroja que había estado esta mañana a confesarse con una buena tajada encima. ¿Que querrá ésta ahora? se preguntó e inmediatamente alzó la voz para que le oyera ¡¿Quién es?!. Soy María Teresa, nos hemos visto esta mañana, abra que me estoy calando, respondió. Abrió la puerta y la vio pasar al zaguán cerrando el paraguas y dando tiritones bajo una gabardina que chorreaba mucha agua. Le cogió el paraguas y le dijo que se quitara la gabardina pues estaba mojando la alfombra, ella se la quitó y se la dio. Cuando D. José Luis la vio vestida con la minifalda y la camiseta se le cayó el paraguas al suelo y al ir a cogerlo se le escurrió la gabardina del brazo. Al volver a agacharse, la miró otra vez y pensó en lo que decía su abuela de algunas que salían en televisión en la época del destape: no lleva ropa encima ni para hacer la mecha de un candil. Te vas a resfriar, atinó a decir mientras colgaba la gabardina del perchero y dejaba el paraguas en el paragüero. Pasaron al salón en donde le ofreció asiento, ella se sentó en el sofá frente a él que lo hizo en un sillón orejero. Tu dirás María Teresa, dijo D. José Luis juntando las manos y echándose para atrás. Quería pedirle disculpas por lo de esta mañana, acababa de salir del bar de copas donde habíamos celebrado una despedida de soltera y no estaba muy en condiciones, tuvo que mentir en lo de la despedida para justificar de alguna manera la borrachera. Pero lo que dije era la verdad, continúo diciendo sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, cuando se está borracha no se puede mentir. ¿Qué verdad es esa? preguntó el cura sabiendo lo que quería decir pero haciéndose el olvidadizo. Pues la verdad es que me gusta, que me siento muy atraída por usted, o por ti, si me permites que te tutee, acabó diciendo mientras clavaba su mirada un poco más en los asombrados e incrédulos ojos del cura. Éste, desde que la vio por la mañana en la puerta de la sacristía supo que estaba perdido si se había enamorado de él, y eso parecía según le miraba; y ahora estaban allí solos frente a frente. Ella con sus espléndidos dieciocho o veinte años, su cuerpo mareante, su hermosa cabellera roja como fuego enmarcando una preciosa cara de muñeca con unos grandes ojos color miel; y él mirándola con un deseo creciente que sabía le iba a resultar difícil de dominar si ella seguía mucho tiempo más mirándole con ese gesto tan dulce, tan encantador y esa mirada deslumbrante hundiéndosele en lo más profundo. Nada más verla, le recordó a Inés, una chica a la que conoció cuando empezó el seminario y con la que estuvo viéndose una temporada, apenas un rato todas las tardes cuando salía con sus compañeros a dar un paseo por la ciudad. Estaba muy enamorado de ella y ella de él, y pensó dejarlo todo, pero no se atrevió a hacerlo porque sabía el disgusto que iba a darles a sus padres, sobre todo a su madre que acababa de perder a su hijo, el mayor de los dos, en accidente de tráfico y estaba muy ilusionada y feliz con la idea de que el único hijo que le quedaba fuera sacerdote. Y por quedar bien con ella y no desilusionarla después de lo que había pasado, tuvo que tomar la terrible decisión de dejar a Inés, mandándole una carta que le costó un tormento escribirla, porque en ella le pedía que se olvidara de él; que no la quería, y eso era la mayor de las mentiras, además de una cobarde e imperdonable traición. Eso le amargó la vida hasta el punto de pensar seriamente en el suicidio, pero no tuvo valor a hacerlo, al fin y al cabo le daría un disgusto más gordo a su madre que si dejaba el sacerdocio. Intentó olvidarla con todas sus fuerzas pero fue inútil, su recuerdo le perseguía durante todo el día, pero lo peor eran las noches y de nada le servía rezar ni estudiar, nada era capaz de apartarla de su corazón y de su mente. Entonces se dio cuenta que el amor estaba por encima de todo, hasta de Dios, porque estaba seguro que nunca le necesitaría a Él con la intensidad y pasión con que la necesitaba a ella. Creyó volverse loco de dolor y sufrimiento durante el primer año sin verla. Y aunque nunca la olvidó, al menos aprendió a convivir con el dolor que unas veces dolía más y otras menos, como una amputación. Los días de lluvia solían traerle tristeza y melancolía y la vieja herida parecía abrirse y el dolor se hacía más vivo e insoportable. Y dos lagrimones como dos cebolletas surcaron las mejillas de D. José Luis cuando ella, sin decir nada, extendió los brazos hacía él, que se levantó del sillón y se arrojó a ella abrazándola. Permanecieron unos segundos abrazados, al cabo de los cuales empezaron a besarse cada vez con más ardor y delirio, parecían dos hambrientos caníbales desdentados devorándose mutuamente, pugnando por comerse el uno al otro con una violenta y enardecida pasión.

Así estuvieron un buen rato, jadeando y resoplando como bestias hasta que ella empezó a sacarle el faldamento de la camisa y después a tantearle la hebilla del cinturón. En ese momento, él la cogió de la mano sujetándola y con una nueva ofensiva de besos le susurró al oído que era mejor dejarlo para la noche: esta noche pasaré a recogerte con el coche donde me digas y nos iremos al campo, le dijo con la respiración agitada, mordisqueándole la oreja para después rodearla con sus brazos y abrazarla fuertemente, con el mismo desesperado ímpetu de un náufrago abrazándose a un madero flotando a la deriva. Sonó el timbre de la puerta y saltó del sofá como un resorte, se quitó el carmín de su cara con una servilleta de papel y salió hacia el zaguán metiéndose el faldamento de la camisa y pasándose la mano por el pelo para amagárselo. ¡¿Quién?!, preguntó. Soy yo, Apolonio, que ya son las casi las seis y media, me voy para la iglesia, allí te espero, dijo la voz al otro lado de la puerta. D. José Luis abrió la puerta y sintió la lluvia en su cara, y cuando se asomó vio la espalda de D. Apolonio alejándose a paso lento bajo su enorme paraguas negro. Cuando volvió, María Teresa ya tenía puesta la gabardina y el paraguas en la mano. Me voy, dijo dándole un beso, te espero esta noche a las doce a la salida del pueblo, detrás de la cooperativa vieja. No faltaré, dijo dándole un rápido beso en la boca y acompañándola hasta la puerta. Antes de que saliera, se asomó a un lado y a otro para asegurarse que nadie la veía salir, no vio ni un alma, la lluvia había encerrado a todo el mundo en sus casas. María Teresa salió y él se quedó en el umbral mirando embobado como se alejaba calle arriba clavando los tacones en la acera mojada que reflejaba borrosamente su figura hasta que ésta fue diluyéndose en la neblina del aguacero.




Sonaron unos timbrazos muy seguidos, D. Apolonio los oyó vagamente en sueños y se despertó quedándose muy quieto y alerta para estar seguro que no soñaba. Los timbrazos seguían sonando con una urgencia que no recordaba ya en sus largos años en el pueblo, bueno, quizá cuando se quemó parte de la capilla de S. Antón y vinieron a llamarle los vecinos. Se levantó de la cama, se puso la bata y salió al balcón, no estaba nervioso ni siquiera preocupado, tan sólo intrigado y un poco aturdido por el sueño. Lo bueno que tienen los años, y él iba para setenta y cinco, es que te enseñan a no perder nunca la calma ni a dejarse arrastrar por el pánico. “Hay que mantener la calma en todo momento pero, ¡ojo!, no confundamos a la persona calmada y sosegada con la temerosa y pusilánime” muchas veces lo había dicho en sus sermones cuando arremetía contra los encogidos y calzonazos.
¡Quién va?! dijo levantando su voz cascada y mirando hacía la calle sin ver a nadie, volvió a preguntar y vio a un paraguas salir de debajo del balcón, y un hombre salió de debajo de él como un gnomo de su seta; y quitándose la boina dijo con voz firme y un poco angustiada, soy yo D. Apolonio, Telesforo, el tractorista de D. Tomás, me acaba de llamar mi sobrina por el móvil, me temo que tengo que darle una mala noticia, algo muy grave, baje usted y dese prisa, dijo con la cabeza levantada y los ojos entornados por la lluvia. ¡Ahora voy, y no toques más el timbre que me lo vas a quemar!. D. Apolonio se vistió y bajó a la calle. Bajo el balcón, pegado a la puerta le esperaba Telesforo con el paraguas abierto para acompañarlo hasta el tractor, al que subió D. Apolonio con no poco trabajo y gracias a la ayuda del tractorista.

Salieron del pueblo y enfilaron un camino muy embarrado y bacheado. ¿Se puede saber qué pasa?, preguntó el cura levantando mucho la voz para hacerse oír en medio del ensordecedor ruido del motor. Ya estamos llegando, dentro de poco podrá usted verlo por sí mismo. Y al llegar a lo alto de una pequeña cuesta el tractor frenó, el cura calculó que estaban a un par de kilómetros del pueblo. Bueno, ¿y ahora qué?, preguntó el cura que miraba a través de los cristales de la cabina y no veía nada pues estaban cubiertos de gotas, sucios y empañados. El tractorista abrió la puerta de la cabina y señaló un punto. El cura asomó la cabeza y vio una enorme laguna y en el centro de ella a un Ford fiesta rojo con el agua a punto de cubrir las ruedas. No preguntó más, ya lo sabía todo.

Cuando le llamaron del obispado diciendo que tenían un sustituto para él se puso tan contento al ver llegada la hora de su jubilación, una jubilación tantas veces postergada por unas cosas y otras. Y esta vez tampoco se lo creía hasta que un día vio llegar a José Luis. El chico era bien majo, demasiado majo para su gusto, porque pensaba que un cura no debía destacar por su físico, lo ideal es que tenga una apariencia normal, que pase lo más desapercibido posible. Así se evita que pasen estas cosas. El primer domingo que le ayudó a misa, con lleno a rebosar, (como se sabe, los domingos va todo el mundo a misa para lucir sus mejores galas), ya notó como le miraban algunas chicas y otras no tan chicas. Y sobre todo, como mantenía él las miradas e incluso se permitía la ligereza de devolverles algunas sonrisas. Pero calló, pensando que no debía juzgarlo tan pronto, que debía dejarlo un poco tiempo a ver que pasaba. Habló con un cura de los alrededores, amigo suyo y le contó lo de este chico y le dijo que ahora todos venían más o menos igual: “ya no los pican como nos picaban a nosotros, ya sabes, tres puyazos, tres pares de banderillas y las astas afeitadas, si me permites la expresión; ni son tan tontos como éramos nosotros, se dan cuenta que el celibato es un atraso, una regla que se ha quedado obsoleta respecto al avance de la sociedad. Y yo digo que tienen razón, sí señor, somos hombres y tenemos instintos que no se pueden reprimir, (¿acaso no has oído hablar de “criadas” “barraganas” y “sobrinas” sospechosas?) porque, y permíteme la comparación, cuando se promulga la ley seca, ¿qué se está haciendo?, ¿a ver si lo sabes? yo te lo digo: se está invitando a beber al más abstemio, a buen entendedor…. De modo que, y siguiendo con la analogía, donde se prohibió la botella, ahora existe un alambique”. Estoy de acuerdo en eso pero también hay que tener en cuenta que todos son voluntarios, ¿o no?, y antes de entrar en el seminario ya saben lo que hay, en fin…, quizá sea injusto, pero los votos son los votos ¡releches!, se dijo mientras limpiaba con la mano el vaho de la ventanilla, miraba al coche y veía la mano levantada de D. José Luis que le había reconocido y le saludaba. Mientras D. Apolonio contestaba al saludo le preguntó al tractorista como iban a sacar el coche y le dijo que estaba esperando que viniera un amigo suyo con un cable. Como se temió el viejo cura, la noticia corrió por el pueblo como la pólvora y a los diez minutos llegaron varios todo terrenos y tractores con remolques entoldados llenos de gente a ver el rescate.

Después de un buen rato deliberando se decidió que a falta de una barca, lo mejor es que trajeran del pueblo un caballo o mula para entrar en la laguna. Vino la mula y a lomos de ella, un muchacho llevó el cable, lo ató al coche y dos tractores tiraron de él hasta que lentamente y con mucho esfuerzo y paciencia lo fueron acercando al camino.




Subidos al asiento de atrás y arropados con una manta, María Teresa y D. José Luis contemplaban a través de los cristales, tan empañados que constantemente tenían que quitar el vaho con la mano, a la gente congregada en la orilla de la laguna. Menuda romería se ha montado, que poco tiene que hacer la gente, que poco tienen que rascar en sus vidas para venir aquí con la que está cayendo, dijo la chica empleando un tono amargo y desagradable. No te quejes, han venido a sacarnos, dijo él mirando por la ventanilla.. No digas tonterías, han venido a ver como nos sacan por el morbo de ver al cura y la menor abrazados en el asiento trasero de un coche y así tener algo que contar en sus aburridas reuniones de marujas y curritos de los sábados, pero a mí me la traen floja toda esa panda de estúpidos que se creen que la vida es lo que sale en la televisión, en las revistas del corazón y en el programa “Tómbola”, dijo María Teresa visiblemente enfadada. Un momento, dijo él mirándola fijamente, ¿ que has querido decir con eso de “la menor”?, tú ya tienes dieciocho, ¡no me jodas!, dijo muy cabreado y asustado. Casi, aún me quedan seis meses para cumplirlos, dijo la chica dándole un beso en la pálida y helada cara del cura que no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Y ahora que vamos a hacer? preguntó él mientras pasaba la mano por el cristal para desempañarlo una vez más. Es fácil, diremos que hemos salido a tomar el aire y hemos atascado, ¿qué pasa? tranquilo tío, en estos casos, lo mejor es no ponerse nerviosos, no hemos cometido ningún crimen, ¿o sí?. No, supongo que no, aunque a mí no sólo me van a echar de la iglesia, algo que ya me da igual, sino que voy a ir a la cárcel, eso es lo más jodido de todo esto.

Y el ya más que seguro ex–cura abrazó a la chica que empezaba a tiritar a causa de la humedad y del frío mientras miraba el nivel del agua que ya empezaba a alcanzar el asiento. Se arrebujaron en la manta, juntaron sus caras para darse calor mientras veían acercarse a un chico arrastrando un cable de acero montado en una mula. El chico ató el cable al parachoques y avisó con un silbido a los tractores para que tiraran. El tirón removió el coche y la pareja se agitó dentro de la manta. Y de esa manera, a pequeños tirones fueron acercándose lentamente a la orilla. Cuando sintió el primer tirón, el cura se despabiló, se frotó los ojos y, dejándose las manos sobre la cara, se puso a recordar las últimas horas desde que la recogió a las afueras del pueblo hasta que el agua les rodeó por todas partes. Miró de reojo su reloj sin quitarse las manos de la cara, eran las ocho de la mañana, llevaban ocho horas en el coche, toda una jornada laboral, ocho horas que no olvidaría en mucho tiempo y que pasaron tan deprisa que apenas se había enterado; ¡joder!, pensó, que rápido pasa lo bueno. Y se puso a reconstruir en la memoria, recreándose en ello con sumo placer, esas horas fugitivas, salvajes y maravillosas:

“Eran las doce y cinco de la noche cuando la recogí. Antes de salir le dije a D. Apolonio que me iba a ver una película al pueblo de al lado con unos chicos del coro parroquial. Vendré tarde, no me espere levantado, le dije eso porque algunos sábados al volver del cine, había visto la luz encendida en su cuarto, y una vez me dijo que no podía dormir pensando que podía pasarnos algo con el coche.
Nada más montarse en el coche, María Teresa apuntó con el dedo al frente y dijo ¡adelante! al tiempo que sacó una cinta del bolso, la metió en el radiocassette y empezó a sonar “ Riders on the storm” (Jinetes en la tormenta) de The Doors. Le dio volumen, se encendió un canuto y dijo conocer un lugar cercano, apartado y seguro, a salvo de miradas curiosas, situado en una suave hondonada, y allá fuimos. Seguía lloviendo. Yo le dije: a ver si luego no vamos a poder salir de aquí. Pero ella, por toda respuesta, me arrastró al asiento de atrás clavándome en los brazos y en la espalda sus largas uñas pintadas de azul marino. Nos desvestimos como si las ropas, de repente, hubieran echado a arder. Seguía lloviendo. Primero se formó un gran charco alrededor del coche, dos horas más tarde ya era un pequeño estanque, y dos horas después era una hermosa laguna. Durante todo ese tiempo hicimos el amor como dos bestias hambrientas en un banquete exquisito, desplegando una enorme voracidad, ansia, glotonería, desenfreno y avaricia, golpeándonos contra los cristales y el techo, resoplando, gimiendo, gritando y, finalmente descansando, cogiendo resuello cada vez como dos boxeadores que se reponen a marchas forzadas mientras esperan fatigosos la campana que les haga enzarzarse de nuevo. Nosotros oímos la campana del deseo al menos cinco veces. Y finalmente nos quedamos abrazados bajo la manta, quietos como reptiles, agotados y soñolientos, viendo como clareaba el nuevo día al otro lado de los cristales empañados. Seguía lloviendo. Sobre el techo del coche seguía la incansable y rítmica percusión de la lluvia. A las dos horas de estar allí, cuando sólo había un charco, y descansábamos del segundo asalto, tuve la tentación de salir de allí, pero ¿adónde? ¿cúal era mi sitio? ¿la casa parroquial? ¿la casa de mis padres? ¿el seminario?. No, de ninguna manera, no me movería de allí, el mejor sitio está donde uno es feliz y aquél era el mejor sitio posible. Seguía lloviendo. Diluviando, como si, de una vez por todas, la lluvia hubiera decidido ahogar, hundir, borrar, aniquilar todo vestigio humano y con él, toda su estupidez, toda su hipocresía y locura”.