PAPELES PARA LA GLORIA

de:
Alejandro Tello Peñalva


PAPELES PARA LA GLORIA



(Este no es un jodido cuento de Navidad)

Para encender la gloria no hay nada mejor que el papel de envolver churros. Con este papel, la gavilla de sarmientos enciende a la primera. Pero, a falta de éste, cualquier otro papel puede servir, cuanto más viejo mejor.
El otro día, mientras buscaba papeles para la gloria en la cámara de mi casa, después de rebuscar por todos los sitios, hallé un montoncillo de folios apolillados atados con un bramante en el fondo de una vieja arca a medio comer por la carcoma. Eran unos papeles de color sepia escritos a mano con una letra muy pequeña, apretada y borrosa. Estaban manchados de cagadas de ratón y de gato y otros lamparones sin identificar. Su olor era fuerte y desagradable, olían a polvo, a orines de gato, a melón podrido, a ajos secos, a pasas; una moscarda, quizás de cuando la guerra, yacía momificada entre las páginas 6 y 7. Aspiré aquel olor con ganas, era ciertamente desagradable pero al mismo tiempo inmensamente evocador. Las manchas y lamparones de las cuartillas constituían la certificación, la “firma” del tiempo. Exactamente sesenta años, si la fecha del primer folio no mentía.
Antes de quemarlos quise saber lo que decían aquellas letras como filas de hormigas y pasé largas horas leyendo atentamente, palabra por palabra y cargado de paciencia, aquel difícil, recargado y enrevesado texto. Al terminar de leerlo me quedé de piedra: se trataba de una pequeña biografía escrita a uña de caballo por un antepasado, un hombre olvidado que quiso dejar constancia de su desgraciada existencia, de su triste paso por el mundo en un puñado de hojas sueltas. Nadie habría sabido de él jamás de no ser por la voluntad de escribir su historia en sus noches en vela a la luz de un candil.
Esta es la última y definitiva transcripción del texto:

“Las Pedroñeras, primavera de 1.940”.
“Puedo decir con todo conocimiento de causa que soy el hombre más desgraciado de cuantos han pisado esta tierra. Mi madre era de Las Pedroñeras, provincia de Cuenca, su carácter liberal y aventurero la hizo recorrer medio mundo y en una de sus correrías por Europa fue a parar a una remota región de los Cárpatos. Allí conoció a mi padre que resultó ser un joven muy pálido descendiente de una noble familia, en aquellos tiempos ya de capa más que caída. Se casaron por no sé qué rito en el viejo castillo familiar y al poco, este que escribe, abrió los ojos en este perro mundo. Desde el primer día fui un estorbo para ellos, desde el principio, pues ninguno de los dos tenía vocación de padre ni madre y criar hijos les parecía algo vulgar y engorroso, es fácil suponer que eran poco convencionales. Para ellos, sin duda alguna, lo más importante era satisfacer sus raros instintos, eran dos criaturas nocturnas bestialmente enamoradas y poseídas por una fuerza que no es de este mundo. No era culpa suya que se comportaran así, era algo superior a sus fuerzas, no lo podían remediar.
Por eso, en cuanto cumplí los dos años, mis padres me facturaron al pueblo de mi madre, un pueblo perdido en la infinita llanura manchega. Tres semanas enteras tardó el tren que me trajo a este horrible lugar. No recuerdo las veces que cambié de tren ni los revisores, maquinistas y otros empleados de ferrocarril que llegué a conocer a lo largo de aquel interminable viaje.
Llevaba por todo equipaje una pequeña maleta de madera atada con una correa. En su interior, aparte de las mudas de rigor, había una extensa carta con el membrete de la casa condal de mi padre. Iba dirigida a mi abuela, en ella explicaba mi condición y costumbres así como los cuidados que tenían que tener conmigo. Pero, por desgracia, mi abuela no sabía leer y creyó que aquellos papelotes los llevaba por si tenía que hacer de vientre o envolver alguna cosa durante el viaje. Desde aquel momento mi vida no ha sido otra cosa que un continuo sobresalto, un interminable tormento al que mi abuela me sometió sin querer, sin saber lo que hacía la pobre mujer.
Recuerdo que nada más llegar a la estación, mi abuela, avisada de mi llegada por un telegrama desde Bucarest, saltó al vagón descorriendo las cortinillas de golpe y el sol penetró por los cuatro costados de mi compartimento haciendo que cayera fulminado por la intensa y venenosa luz. La mujer me recogió del suelo del vagón pensando que era un mareíllo por efecto del largo viaje. Me llevó a casa envuelto en su pingo y me acostó en una acogedora penumbra, así pasé mi primer día en esta extraña tierra a la que llaman La Mancha. Al caer la noche desperté, mi metabolismo empezó a funcionar, me sentía lleno de vitalidad y energía, salí de la habitación y, ¡horror!, encontré a mi abuela en medio del pasillo hablándome en una lengua imposible de entender por mí que solo hablaba rumano clásico. Ella decía muchas veces: ¡hermoso, hermoso!, y me llevaba en brazos a la cama, yo me resistía como un diablo pero ella era más fuerte y al final terminaba por acostarme y arroparme. Toda la noche la pasé asomado a la ventana, viendo una calle muy poco iluminada y, al fondo, las acogedoras tinieblas que no podía disfrutar.
A la mañana siguiente entró la mujer otra vez con el “hermoso” en la boca, me daba a entender que iríamos a retozar por el campo. Almorzamos unas gachas con tocino y morcilla, por cierto que la morcilla sí me gustó. Me sacó a la calle a disfrutar de aquella soleada mañana de verano. Yo me sentía fatal y al sentir el primer impacto de luz solar caí al suelo como una bayeta; mi abuela entendió que aquello era flojedad y me llevó envuelto en el pingo, que olía a caspa, a rancio y a bandolina, a la casa del médico. El doctor que me examinó vio que tenía los ojos terriblemente enrojecidos y casi fuera de las órbitas, me mandó una pomada y unas gafas de sol, pero no había óptica en el pueblo, por lo que D. Benito, que así se llamaba, tuvo la feliz idea de que a falta de gafas también serviría una careta de soldador para salir del paso; así fue como empecé a pasear por el pueblo de la mano de mi abuela con aquel artefacto en la cabeza.
Estuve varios días sin salir a la calle, refugiado en mi habitación. Una noche salí de puntillas a recorrer la casa, nunca lo hiciera, porque en una cocinilla hallé a mi abuela sentada en una silla de enea trenzando ristras de ajos, nada más oler aquella pestilencia me apalanqué en el marco de la puerta preso de unas enormes arcadas que me hacían levantar los pies del suelo. Ella al verme se levantó suspirando y me volvió a acostar, la mujer, que era muy beata, creyó, por los síntomas, que quizás tuviera mal de ojo y, ni corta ni perezosa, me colgó un pequeño crucifijo que al instante me abrasó el cuello. Instintivamente me lo arranqué de un manotazo y dando terribles alaridos lo arrojé lejos de mí, la anciana no daba crédito a sus ojos, se marchó santiguándose y volvió al poco para ponerme un escapulario del padre Damián que sólo me produjo una ligera irritación. Ella estuvo un largo rato al lado de mi cama, yo fingía que dormía, después se marchó diciendo hermoso varias veces más.
Era una vieja alta, algo encorvada, de cara afilada, tenía ojos azules que miraban de arriba abajo con gesto agrio, iba siempre de negro con un pingo a los hombros más negro todavía, lucía en lo alto de su cabeza un moño gris algo derrumbado que ella misma se hacía por no gastar en peluquería. No trataba mucho con la gente del pueblo, siempre tenía el semblante serio con un punto de amargura, no era para menos, la vida sólo le había deparado disgustos y tristezas. Sus hijos se marcharon al extranjero, casi no sabía nada de ellos; su marido murió justo para hacerle los cuatro hijos y poco más, sobra decir que era pobre y estaba cansada de trabajar para sacar la casa adelante. Ahora por si no tuviera bastante, a los pobres les suele pasar, su hija a la que no veía en diez años le mandaba un nieto muy rarito desde Rumania. Desde que llegué la oía hablar sola, recuerdo que se preguntaba en voz alta -¿pero con quién habrá ido esta muchacha a casarse? ¡Vamos! Que no hay mozos desde aquí a Rumania- exclamaba con amarga ironía mientras enristraba ajos, oficio éste con el que a duras penas nos sustentábamos. Al poco tiempo supe que mi aciago destino me había llevado a aquel pueblo, que no era ni más ni menos que la capital mundial del ajo. Aquello era indiscutible: la peste a ajo empezaba cuatro kilómetros antes de llegar al pueblo, arreciaba al pasar por él y el olor acompañaba varios kilómetros después de cruzarlo. Era algo horrible.
De mala manera logré acostumbrarme a aquello, pero enfermé, pasando toda mi juventud muy delicado de salud. Los médicos, y fueron unos cuantos a los que visité, no dieron con mi mal, sobre todo no se explicaban el por qué cuando el sol se ponía mi cuerpo abandonaba esa extraña modorra matutina y entraba con las primeras sombras de la noche en una repentina mejoría. Al final el “diagnóstico” fue que algo no me funcionaba en la parte que va del cuello de la camisa a la boina. Mi abuela tomó aquel mal como un trago más en su amarga vida; así fuimos pasando aquellos tristes años: todos los días a los pies de mi cama haciendo ristras de ajo y preguntándose en voz baja con cara de vinagre -¿pero con quién habrá ido esta muchacha a casarse? -, y luego remataba -¡como si no hubiera mozos aquí! Pues no, va la tonta de la chorra a parar con un rumano, un conde Dra… no se qué, ¡habrase visto!
Yo le preguntaba por mis padres, ya tenía veinte años y no había vuelto a saber de ellos. Ella me miraba sin dejar de trenzar ajos; le dije que quería trabajar, ayudar en la casa, pero claro, tenía que ser un trabajo nocturno. A las pocas semanas me buscó una plaza de guardián del cementerio y empezó para mí una época, la única, verdaderamente feliz. Solía pasar el día tumbado, como siempre. Al caer la noche cogía la bicicleta y me marchaba al trabajo. Recorría lentamente, recreándome en ello, la distancia que separaba el pueblo del cementerio; entonces me sentía inmensamente feliz resguardado y protegido por la madre noche, amaba las espléndidas sombras de los chaparros y las casillas abandonadas al lado del camino donde la luna bañaba con su luz lechosa las paredes de cal; Me sentía dichoso, exultante, feliz dentro de la placenta de la noche. En noches de luna llena me iba a un paraje donde había una gran mancha de salitre que había dejado una laguna al secarse. Allí se formaba un gran charco de luz de un blanco tan brillante que las nubes en su lento discurrir bajo la luna proyectaban extrañas figuras como sombras chinescas en el salitre, los bordes de las nubes fulgían con reflejos acerados, brillantes, y en el suelo se veían animales fantásticos entre perro y cocodrilo, elefante o dragón. Unos pájaros nocturnos cruzaron muy alto el cielo, era tal el silencio que se oía el rítmico batir de sus alas. Aquellas noches fueron fantásticas, otras veces llovía o silbaba un viento maligno que entumecía cuerpo y alma. Esas noches las pasaba refugiado dentro de algún panteón, sentado y sumido, ensimismado en mis pensamientos. Le daba muchas vueltas al asunto, sentía que necesitaba algo, pero no sabía todavía lo que era. Hasta que una noche, durante las fiestas del pueblo, abandoné mi puesto y eché a andar hacía el pueblo sin ser plenamente consciente de ello, parecía obedecer un extraño e instintivo impulso. Ciertas cosas no sabes que las buscas hasta que no las encuentras. Y allí estaba yo en pleno recinto ferial con mis gafas negras y mi aire sombrío y fantasmal. Me senté en una churrería, pedí chocolate y una rosca de churros. Estaba meditando, la rosca de churros, ciertamente, tenía forma de galaxia, partía de un punto y giraba en espiral, era una representación del universo, siempre en movimiento, alejándose del núcleo, expandiéndose en el infinito; decidí meterle mano a esta maqueta del cosmos antes que se enfriara. En ese momento se me acercó una chica, la primera y la última, y me preguntó si estaba ocupada la silla de al lado, -no, respondí, te la puedes llevar, ¿quieres un churro?.
Ella me miró sonriendo - ¿eres ciego? Yo contesté - no, es que tengo fotofobia como Matías Prats, ya sabes. Pero ¿de verdad no quieres un churro? Si quieres un chocolate te lo traigo.
Se encogió de hombros, sin duda le había caído bien. Allí estuvimos mucho tiempo hablando, se podía decir que habíamos ligado. El churrero nos despegó de la mesa a duras penas después de que todos se hubieran marchado:
- Oigan, que tengo que cerrar.
- Ya nos vamos.
- Hay que ver con los tortolitos.
No sé cómo ocurrió, pero lo cierto es que nos besamos, al principio con vergüenza, después con ganas, era maravilloso sentir aquellas sensaciones; sin embargo, algo superior a mí se disparó en mi interior y antes de que diera cuenta, entre besito y besito pude notar cómo me crecían los colmillos. Seguí besándola suavemente en el cuello y, súbitamente, poseído por una fuerza animal, una fuerza salvaje e instintiva, le clavé los colmillos en la yugular, sorbiendo ávidamente su tibia sangre que sabía a néctar, a licor de dioses, a vida. Cuando volví en mí y pude serenarme y pensar, me asusté: ella estaba mareada en mis brazos, no sabía que hacer, tenía pánico, la dejé acostada en un banco de la plaza y salí corriendo hacia el camposanto. Corría la mareílla que precede al amanecer y la luz ya empezaba a espantar las primeras sombras, entre ellas yo que corrí a esconderme en el fondo de un nicho semitapado por salicones y malezas
El hallazgo de la chica con aquella mordedura soliviantó al pueblo, creían que aquello era tráfico de sangre. El churrero declaró que yo había estado con ella esa misma noche, lo que hizo que el pueblo se alzara contra mí.
Hice mío el refrán de que poco dura la alegría en casa del pobre, en efecto, los lugareños me buscaron durante varias noches por el término; me querían cazar como un perro. Finalmente me encontraron subido a lo algo de una sarmentera, muerto de miedo y entumecido por el hambre y el agotamiento. Gracias a la Guardia Civil no fui linchado allí mismo por aquel furioso grupo de vecinos armados de estacas, horcas y escopetas. En la cárcel me visitó un medico conocido de tiempo atrás, de cuando iba haciendo la ruta de los médicos con mi abuela. Y este doctor, después de examinarme y analizarme durante horas, dijo de mí que era un vampiro.
- ¿Vampiro yo?, ¡¡vampiro tú!! - le respondí indignado - ¡que además de la Seguridad Social, tienes dos consultas privadas, y te hinchas a robar a la gente, entre ellos a mi pobre abuela a la que llevas toda la vida sacando los cuartos!, le dije gritando todo lo fuerte que pude. Después de aquello me internaron en un sanatorio psiquiátrico, desde donde escribo estas cuatro letras. Sólo viene a verme una hermana de mi abuela, ella murió el pasado año ¡pobre mujer!. Esta tía abuela es mi único pariente y se encarga de visitarme a menudo y me trae unos rosquillos, cacahuetes y morcillas, que tanto aprecio.
La próxima vez que venga le daré este puñado de folios que he escrito para que los lleve a algún sitio donde alguien que no sean estos loqueros, estos brutos, conozcan mi caso y me juzguen no como un monstruo ni un verdugo sino como la víctima de un destino implacable y cruel ”.

Alejandro Tello Peñalva