PAPELES PARA LA GLORIA

de:
Alejandro Tello Peñalva


PAPELES PARA LA GLORIA



(Este no es un jodido cuento de Navidad)

Para encender la gloria no hay nada mejor que el papel de envolver churros. Con este papel, la gavilla de sarmientos enciende a la primera. Pero, a falta de éste, cualquier otro papel puede servir, cuanto más viejo mejor.
El otro día, mientras buscaba papeles para la gloria en la cámara de mi casa, después de rebuscar por todos los sitios, hallé un montoncillo de folios apolillados atados con un bramante en el fondo de una vieja arca a medio comer por la carcoma. Eran unos papeles de color sepia escritos a mano con una letra muy pequeña, apretada y borrosa. Estaban manchados de cagadas de ratón y de gato y otros lamparones sin identificar. Su olor era fuerte y desagradable, olían a polvo, a orines de gato, a melón podrido, a ajos secos, a pasas; una moscarda, quizás de cuando la guerra, yacía momificada entre las páginas 6 y 7. Aspiré aquel olor con ganas, era ciertamente desagradable pero al mismo tiempo inmensamente evocador. Las manchas y lamparones de las cuartillas constituían la certificación, la “firma” del tiempo. Exactamente sesenta años, si la fecha del primer folio no mentía.
Antes de quemarlos quise saber lo que decían aquellas letras como filas de hormigas y pasé largas horas leyendo atentamente, palabra por palabra y cargado de paciencia, aquel difícil, recargado y enrevesado texto. Al terminar de leerlo me quedé de piedra: se trataba de una pequeña biografía escrita a uña de caballo por un antepasado, un hombre olvidado que quiso dejar constancia de su desgraciada existencia, de su triste paso por el mundo en un puñado de hojas sueltas. Nadie habría sabido de él jamás de no ser por la voluntad de escribir su historia en sus noches en vela a la luz de un candil.
Esta es la última y definitiva transcripción del texto:

“Las Pedroñeras, primavera de 1.940”.
“Puedo decir con todo conocimiento de causa que soy el hombre más desgraciado de cuantos han pisado esta tierra. Mi madre era de Las Pedroñeras, provincia de Cuenca, su carácter liberal y aventurero la hizo recorrer medio mundo y en una de sus correrías por Europa fue a parar a una remota región de los Cárpatos. Allí conoció a mi padre que resultó ser un joven muy pálido descendiente de una noble familia, en aquellos tiempos ya de capa más que caída. Se casaron por no sé qué rito en el viejo castillo familiar y al poco, este que escribe, abrió los ojos en este perro mundo. Desde el primer día fui un estorbo para ellos, desde el principio, pues ninguno de los dos tenía vocación de padre ni madre y criar hijos les parecía algo vulgar y engorroso, es fácil suponer que eran poco convencionales. Para ellos, sin duda alguna, lo más importante era satisfacer sus raros instintos, eran dos criaturas nocturnas bestialmente enamoradas y poseídas por una fuerza que no es de este mundo. No era culpa suya que se comportaran así, era algo superior a sus fuerzas, no lo podían remediar.
Por eso, en cuanto cumplí los dos años, mis padres me facturaron al pueblo de mi madre, un pueblo perdido en la infinita llanura manchega. Tres semanas enteras tardó el tren que me trajo a este horrible lugar. No recuerdo las veces que cambié de tren ni los revisores, maquinistas y otros empleados de ferrocarril que llegué a conocer a lo largo de aquel interminable viaje.
Llevaba por todo equipaje una pequeña maleta de madera atada con una correa. En su interior, aparte de las mudas de rigor, había una extensa carta con el membrete de la casa condal de mi padre. Iba dirigida a mi abuela, en ella explicaba mi condición y costumbres así como los cuidados que tenían que tener conmigo. Pero, por desgracia, mi abuela no sabía leer y creyó que aquellos papelotes los llevaba por si tenía que hacer de vientre o envolver alguna cosa durante el viaje. Desde aquel momento mi vida no ha sido otra cosa que un continuo sobresalto, un interminable tormento al que mi abuela me sometió sin querer, sin saber lo que hacía la pobre mujer.
Recuerdo que nada más llegar a la estación, mi abuela, avisada de mi llegada por un telegrama desde Bucarest, saltó al vagón descorriendo las cortinillas de golpe y el sol penetró por los cuatro costados de mi compartimento haciendo que cayera fulminado por la intensa y venenosa luz. La mujer me recogió del suelo del vagón pensando que era un mareíllo por efecto del largo viaje. Me llevó a casa envuelto en su pingo y me acostó en una acogedora penumbra, así pasé mi primer día en esta extraña tierra a la que llaman La Mancha. Al caer la noche desperté, mi metabolismo empezó a funcionar, me sentía lleno de vitalidad y energía, salí de la habitación y, ¡horror!, encontré a mi abuela en medio del pasillo hablándome en una lengua imposible de entender por mí que solo hablaba rumano clásico. Ella decía muchas veces: ¡hermoso, hermoso!, y me llevaba en brazos a la cama, yo me resistía como un diablo pero ella era más fuerte y al final terminaba por acostarme y arroparme. Toda la noche la pasé asomado a la ventana, viendo una calle muy poco iluminada y, al fondo, las acogedoras tinieblas que no podía disfrutar.
A la mañana siguiente entró la mujer otra vez con el “hermoso” en la boca, me daba a entender que iríamos a retozar por el campo. Almorzamos unas gachas con tocino y morcilla, por cierto que la morcilla sí me gustó. Me sacó a la calle a disfrutar de aquella soleada mañana de verano. Yo me sentía fatal y al sentir el primer impacto de luz solar caí al suelo como una bayeta; mi abuela entendió que aquello era flojedad y me llevó envuelto en el pingo, que olía a caspa, a rancio y a bandolina, a la casa del médico. El doctor que me examinó vio que tenía los ojos terriblemente enrojecidos y casi fuera de las órbitas, me mandó una pomada y unas gafas de sol, pero no había óptica en el pueblo, por lo que D. Benito, que así se llamaba, tuvo la feliz idea de que a falta de gafas también serviría una careta de soldador para salir del paso; así fue como empecé a pasear por el pueblo de la mano de mi abuela con aquel artefacto en la cabeza.
Estuve varios días sin salir a la calle, refugiado en mi habitación. Una noche salí de puntillas a recorrer la casa, nunca lo hiciera, porque en una cocinilla hallé a mi abuela sentada en una silla de enea trenzando ristras de ajos, nada más oler aquella pestilencia me apalanqué en el marco de la puerta preso de unas enormes arcadas que me hacían levantar los pies del suelo. Ella al verme se levantó suspirando y me volvió a acostar, la mujer, que era muy beata, creyó, por los síntomas, que quizás tuviera mal de ojo y, ni corta ni perezosa, me colgó un pequeño crucifijo que al instante me abrasó el cuello. Instintivamente me lo arranqué de un manotazo y dando terribles alaridos lo arrojé lejos de mí, la anciana no daba crédito a sus ojos, se marchó santiguándose y volvió al poco para ponerme un escapulario del padre Damián que sólo me produjo una ligera irritación. Ella estuvo un largo rato al lado de mi cama, yo fingía que dormía, después se marchó diciendo hermoso varias veces más.
Era una vieja alta, algo encorvada, de cara afilada, tenía ojos azules que miraban de arriba abajo con gesto agrio, iba siempre de negro con un pingo a los hombros más negro todavía, lucía en lo alto de su cabeza un moño gris algo derrumbado que ella misma se hacía por no gastar en peluquería. No trataba mucho con la gente del pueblo, siempre tenía el semblante serio con un punto de amargura, no era para menos, la vida sólo le había deparado disgustos y tristezas. Sus hijos se marcharon al extranjero, casi no sabía nada de ellos; su marido murió justo para hacerle los cuatro hijos y poco más, sobra decir que era pobre y estaba cansada de trabajar para sacar la casa adelante. Ahora por si no tuviera bastante, a los pobres les suele pasar, su hija a la que no veía en diez años le mandaba un nieto muy rarito desde Rumania. Desde que llegué la oía hablar sola, recuerdo que se preguntaba en voz alta -¿pero con quién habrá ido esta muchacha a casarse? ¡Vamos! Que no hay mozos desde aquí a Rumania- exclamaba con amarga ironía mientras enristraba ajos, oficio éste con el que a duras penas nos sustentábamos. Al poco tiempo supe que mi aciago destino me había llevado a aquel pueblo, que no era ni más ni menos que la capital mundial del ajo. Aquello era indiscutible: la peste a ajo empezaba cuatro kilómetros antes de llegar al pueblo, arreciaba al pasar por él y el olor acompañaba varios kilómetros después de cruzarlo. Era algo horrible.
De mala manera logré acostumbrarme a aquello, pero enfermé, pasando toda mi juventud muy delicado de salud. Los médicos, y fueron unos cuantos a los que visité, no dieron con mi mal, sobre todo no se explicaban el por qué cuando el sol se ponía mi cuerpo abandonaba esa extraña modorra matutina y entraba con las primeras sombras de la noche en una repentina mejoría. Al final el “diagnóstico” fue que algo no me funcionaba en la parte que va del cuello de la camisa a la boina. Mi abuela tomó aquel mal como un trago más en su amarga vida; así fuimos pasando aquellos tristes años: todos los días a los pies de mi cama haciendo ristras de ajo y preguntándose en voz baja con cara de vinagre -¿pero con quién habrá ido esta muchacha a casarse? -, y luego remataba -¡como si no hubiera mozos aquí! Pues no, va la tonta de la chorra a parar con un rumano, un conde Dra… no se qué, ¡habrase visto!
Yo le preguntaba por mis padres, ya tenía veinte años y no había vuelto a saber de ellos. Ella me miraba sin dejar de trenzar ajos; le dije que quería trabajar, ayudar en la casa, pero claro, tenía que ser un trabajo nocturno. A las pocas semanas me buscó una plaza de guardián del cementerio y empezó para mí una época, la única, verdaderamente feliz. Solía pasar el día tumbado, como siempre. Al caer la noche cogía la bicicleta y me marchaba al trabajo. Recorría lentamente, recreándome en ello, la distancia que separaba el pueblo del cementerio; entonces me sentía inmensamente feliz resguardado y protegido por la madre noche, amaba las espléndidas sombras de los chaparros y las casillas abandonadas al lado del camino donde la luna bañaba con su luz lechosa las paredes de cal; Me sentía dichoso, exultante, feliz dentro de la placenta de la noche. En noches de luna llena me iba a un paraje donde había una gran mancha de salitre que había dejado una laguna al secarse. Allí se formaba un gran charco de luz de un blanco tan brillante que las nubes en su lento discurrir bajo la luna proyectaban extrañas figuras como sombras chinescas en el salitre, los bordes de las nubes fulgían con reflejos acerados, brillantes, y en el suelo se veían animales fantásticos entre perro y cocodrilo, elefante o dragón. Unos pájaros nocturnos cruzaron muy alto el cielo, era tal el silencio que se oía el rítmico batir de sus alas. Aquellas noches fueron fantásticas, otras veces llovía o silbaba un viento maligno que entumecía cuerpo y alma. Esas noches las pasaba refugiado dentro de algún panteón, sentado y sumido, ensimismado en mis pensamientos. Le daba muchas vueltas al asunto, sentía que necesitaba algo, pero no sabía todavía lo que era. Hasta que una noche, durante las fiestas del pueblo, abandoné mi puesto y eché a andar hacía el pueblo sin ser plenamente consciente de ello, parecía obedecer un extraño e instintivo impulso. Ciertas cosas no sabes que las buscas hasta que no las encuentras. Y allí estaba yo en pleno recinto ferial con mis gafas negras y mi aire sombrío y fantasmal. Me senté en una churrería, pedí chocolate y una rosca de churros. Estaba meditando, la rosca de churros, ciertamente, tenía forma de galaxia, partía de un punto y giraba en espiral, era una representación del universo, siempre en movimiento, alejándose del núcleo, expandiéndose en el infinito; decidí meterle mano a esta maqueta del cosmos antes que se enfriara. En ese momento se me acercó una chica, la primera y la última, y me preguntó si estaba ocupada la silla de al lado, -no, respondí, te la puedes llevar, ¿quieres un churro?.
Ella me miró sonriendo - ¿eres ciego? Yo contesté - no, es que tengo fotofobia como Matías Prats, ya sabes. Pero ¿de verdad no quieres un churro? Si quieres un chocolate te lo traigo.
Se encogió de hombros, sin duda le había caído bien. Allí estuvimos mucho tiempo hablando, se podía decir que habíamos ligado. El churrero nos despegó de la mesa a duras penas después de que todos se hubieran marchado:
- Oigan, que tengo que cerrar.
- Ya nos vamos.
- Hay que ver con los tortolitos.
No sé cómo ocurrió, pero lo cierto es que nos besamos, al principio con vergüenza, después con ganas, era maravilloso sentir aquellas sensaciones; sin embargo, algo superior a mí se disparó en mi interior y antes de que diera cuenta, entre besito y besito pude notar cómo me crecían los colmillos. Seguí besándola suavemente en el cuello y, súbitamente, poseído por una fuerza animal, una fuerza salvaje e instintiva, le clavé los colmillos en la yugular, sorbiendo ávidamente su tibia sangre que sabía a néctar, a licor de dioses, a vida. Cuando volví en mí y pude serenarme y pensar, me asusté: ella estaba mareada en mis brazos, no sabía que hacer, tenía pánico, la dejé acostada en un banco de la plaza y salí corriendo hacia el camposanto. Corría la mareílla que precede al amanecer y la luz ya empezaba a espantar las primeras sombras, entre ellas yo que corrí a esconderme en el fondo de un nicho semitapado por salicones y malezas
El hallazgo de la chica con aquella mordedura soliviantó al pueblo, creían que aquello era tráfico de sangre. El churrero declaró que yo había estado con ella esa misma noche, lo que hizo que el pueblo se alzara contra mí.
Hice mío el refrán de que poco dura la alegría en casa del pobre, en efecto, los lugareños me buscaron durante varias noches por el término; me querían cazar como un perro. Finalmente me encontraron subido a lo algo de una sarmentera, muerto de miedo y entumecido por el hambre y el agotamiento. Gracias a la Guardia Civil no fui linchado allí mismo por aquel furioso grupo de vecinos armados de estacas, horcas y escopetas. En la cárcel me visitó un medico conocido de tiempo atrás, de cuando iba haciendo la ruta de los médicos con mi abuela. Y este doctor, después de examinarme y analizarme durante horas, dijo de mí que era un vampiro.
- ¿Vampiro yo?, ¡¡vampiro tú!! - le respondí indignado - ¡que además de la Seguridad Social, tienes dos consultas privadas, y te hinchas a robar a la gente, entre ellos a mi pobre abuela a la que llevas toda la vida sacando los cuartos!, le dije gritando todo lo fuerte que pude. Después de aquello me internaron en un sanatorio psiquiátrico, desde donde escribo estas cuatro letras. Sólo viene a verme una hermana de mi abuela, ella murió el pasado año ¡pobre mujer!. Esta tía abuela es mi único pariente y se encarga de visitarme a menudo y me trae unos rosquillos, cacahuetes y morcillas, que tanto aprecio.
La próxima vez que venga le daré este puñado de folios que he escrito para que los lleve a algún sitio donde alguien que no sean estos loqueros, estos brutos, conozcan mi caso y me juzguen no como un monstruo ni un verdugo sino como la víctima de un destino implacable y cruel ”.

Alejandro Tello Peñalva


El DIARIO DE SILVESTRA SALICÓN

de:
Alejandro Tello Peñalva


Llevo un diario desde los trece años en que leí “El diario de Ana Frank”. Fue un trabajo de vacaciones que nos encargó el maestro. Después de leerlo, tuve que hacer un amplio resumen del libro y una redacción comentando lo que me había parecido la historia de aquella niña que tuvo la mala suerte de vivir en un país que había enfermado de odio, locura y sinrazón.
Tanto me impresionó la lectura de aquella historia que, al igual que la protagonista, comencé a escribir todo lo que me pasaba, lo que pensaba, las emociones y sensaciones que sentía. Y día tras día y año tras año fui dejando constancia de todo lo que iba aconteciendo en mi vida. Si el día no había dado mucho de sí, me obligaba a escribir al menos diez líneas. Si el día había sido muy importante podía llegar a la cara entera del folio, pero nunca pasaba de ahí. Si había mucho que contar hacía un resumen y seguía con la historia al día siguiente. De esa forma repartía, dosificaba, “paneaba”, que decimos en el pueblo, las historias que iban atravesando los días, sin descuidar las otras cosas cotidianas dignas de ser escritas. Ahora tengo sesenta años y mi diario ha ido creciendo conmigo hasta completar veinte cuadernos y medio de letra menuda y apretada. Veinte cuadernos que desde el “diagnóstico”, siempre llevo conmigo en una cartera de piel colgada en bandolera. El “diagnóstico” le llamo a una de las páginas más duras del diario.
La historia comenzó hace dos años cuando noté las primeras pérdidas de memoria. Fui con mi hijo al hospital de Alcázar de San Juan y después de someterme a análisis, pruebas, escáneres y no sé cuantas cosas más, me citaron a los quince días para darme los resultados. Fui con mi hijo y recoger los resultados. Nos llevaron a los dos a una habitación donde una médica dijo que ya tenían el “diagnóstico” y este era Alzheimer, y no uno de los más flojos precisamente, sino uno particularmente agresivo que en unos meses barrería mi memoria. “Arrasará su mente como un tsunami”, dijo la médica a mi hijo, como si yo no supiera lo que era un “tsunami”. Se equivocaba porque, otra cosa no pero el telediario y la telenovela eran lo único que veía de la televisión a diario y sin perderme ni uno sólo. De modo que sabía lo que era eso y también sabía lo que significaba, porque esa ola gigante se llevaba a su paso todo por delante, al igual que la enfermedad que acababan de diagnosticarme. El ejemplo no podía ser más gráfico.
Sentí verdadero pánico al oír el “diagnóstico” pero más pánico sintió el calzonazos de mi hijo que inmediatamente le preguntó a la médica si conocía alguna residencia donde poder llevarme. Le faltó tiempo para preguntárselo el cacho carne con ojos. La médica dijo que podía llevarme a una residencia de ancianos que había en Villacañas donde recibiría los cuidados necesarios. Y después de despedirnos de la médica, mi hijo, presa del miedo, como si mi enfermedad fuera contagiosa, enfiló la carretera hasta la residencia de Villacañas y allí preguntó si quedaba alguna plaza libre. Le dijeron que sí y, esto fue el jueves, el lunes por la mañana a primera hora ya estábamos esperando en la recepción con mi hatillo y mi maleta. Yo no le dije nada porque de donde no hay no se puede sacar y no se puede atar cabos de un sin fuste como él. Ya lo decía Valeriano, su padre y mi difunto marido que “el melón nos había salido cohombro”. Cuantas veces lo repitió y qué razón tenía el hombre. A mí no me sorprendió aquella reacción de mi hijo, ni tampoco me cabreó. Lo que sentí fue pena, mucha pena, pena de tanto trabajo, tantos esfuerzos, tantos sacrificios por criarle, por darle estudios, por enseñarle y educarle, por hacer de él una buena persona, un hombre como es debido. También me dio mucho coraje que me llevara a la residencia a ciento ochenta por hora por una carretera que no se podía circular a más de noventa. No quiero ni pensar si hubiera aparecido algún obstáculo en la carretera, cualquier cosa, no sé, un ceporro caído de un remolque por ejemplo. Nos hubiéramos matado y con un poco de mala suerte, hubiéramos matado a alguien, que es todavía peor. Pero tampoco esto me sorprendió ni me defraudó, porque nunca puede defraudarte el que no esperas nada de él.
Menos mal que los estudios se le dieron bien y sacó la carrera de abogado con muchos sobresalientes. Y después de la carrera se metió en política. Y lo hizo en el mejor momento, cuando todo iba sobre la espuma, cuando los años de las vacas gordas donde se hacían, vamos a decir, “negocios” a diestro y siniestro y se construía sin control, como todo lo que se hace en este país. La verdad, y eso hay que reconocérselo, es que mi hijo eligió bien su profesión. Tenía buenas cualidades para la política porque todo lo que le faltaba de inteligencia, sensibilidad talento, lucidez y bondad lo compensaba con otras cualidades menores, rastreras, podía decirse, pero sin las cuales la carrera de un político es más corta que las mangas de un chaleco. Estas cualidades, que mi hijo tenía sin duda ninguna, y en muy alto grado, son las mismas que las que poseen los seres inferiores como ratas, zorros, lobos y otras especies afines: astucia, maña, zorrería, picardía, cuquería…etc. además de cinismo e hipocresía para dar y tomar. Unas cualidades que, con poco que acompañe la suerte, hacen que la carrera de un político ascienda como un cohete hasta los más altos puestos. Y no me gusta decir esto porque es mi hijo, carne de mi carne y todo eso, pero es la verdad y la verdad hay que decirla aunque duela. Y a veces duele, y mucho, ya lo creo.
Un día, el sisón de mi hijo, al poco de morir mi Valeriano que en gloria esté, me llamó eufórico, exultante, como si estuviera borracho, casi no podía hablar de la emoción, para decirme que le habían nombrado ministro. “Ya está Periquito hecho fraile”, dije para mí. Desde ese día, sólo tuve contacto con él a través del teléfono. Una vez a la semana me llamaba a la residencia para preguntarme por la salud. Y así pasaron seis meses largos desde que le nombraron. Un día me dijo que estaba pensando en venir a visitarme y que su secretaria estaba “haciendo verdaderas filigranas para hacer un hueco en mi agenda” eso dijo el tonto de la chorra. Yo le dije, y así lo pensaba, que cuanto más tiempo tardara en venir, mejor porque así daría tiempo a la enfermedad a hacer su trabajo y con un poco de suerte, cuando viniera ya no le conocería, lo cual no era poco alivio.
Esas palabras no debieron de gustarle mucho porque a los pocos días me llamó para decirme que iría a verme el domingo siguiente. Su secretaria llamó a la residencia para avisarles de su llegada y ese día todos los directivos y empleados de la residencia le esperaron vestidos con sus mejores galas como si viniera el mismísimo rey. Y contrataron gente para limpiar, pintar y arreglar todos los desperfectos que arrastraba la residencia desde que la inauguraron. Hasta los jardineros se quedaron todas las tardes hasta que se hacía de noche, para dejar el jardín como el del palacio de Aranjuez.
Para entonces mi enfermedad seguía su curso. Las lagunas de mi memoria se iban abriendo, ensanchando cada vez más hasta comunicarse entre ellas y hacerse cada vez más y más grandes. Suerte que siempre llevaba encima la cartera con los cuadernos del diario. Un diario que releía a todas horas para no olvidar quién era. Gracias a él pude, creo yo, retrasar un poco el imparable avance de la enfermedad. Y durante un tiempo albergué la esperanza de que, sabiéndome el diario casi de carrerilla, podía hacerle frente a la pérdida de memoria y de esta manera no perder la conciencia de mí misma, es decir, saber quién era yo. Pensé que mi memoria no llegaría a borrarse del todo mientras tuviera aquella memoria auxiliar. Pero no contaba con que la enfermedad también afectaba a mi capacidad de leer y entender. Al darme cuenta de aquello también me di cuenta de la verdadera dimensión de mi enfermedad. Y entonces, y sólo entonces, supe que no había nada que hacer, nada que pudiera salvarme de seguir cayendo en un abismo del que nunca saldría.
El domingo que fue a visitarme mi hijo me levanté temprano y me senté a escribir en el diario. Y dejé escrito, no sin mucho trabajo, lo siguiente:
13 de Marzo de 2011.
Hoy viene mi hijo a hacerme una visita, la primera visita desde que estoy aquí, y ya va para siete meses. Le he dicho, usando la poca ironía que me va quedando, que “no venga tan a menudo, que a cuento de qué tanta visita”. Yo creo que no se ha enterado porque me ha contestado que “no pasa nada, igualmente iré a verte”. Eso fue lo que dijo la criatura.
Hoy no sé por qué siento la cabeza en su sitio. Noto que, al igual que una bicicleta, cada “pedalada” que doy hace avanzar mis pensamientos. Hoy es un uno de esos, cada vez más escasos, días en que puedo pensar con claridad. Lo normal es que de “pedaladas” pero “se me salga la cadena” y de esa manera, por mucho que “pedalee” no hago nada, no consigo que el pensamiento avance en ningún sentido. Para aprovechar estas raras horas de lucidez, después de ducharme con la ayuda de la cuidadora y desayunar, he bajado al jardín y mientras paseaba he estado pensando en lo lento que iba ahora el tiempo, en lo que se había remansado desde que llegué a la residencia. Y pensaba que la vida se parecía a los ríos. Ya conocía los versos de Jorge Manrique, “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”. Pero no estaba pensando en eso sino en que las distintas velocidades del tiempo a lo largo de mi vida eran como las de los ríos: al principio, en nuestra infancia y adolescencia, avanza despacio, hasta que se llena la poza y rebosa, después, en la juventud y edad adulta, la corriente se acelera y en algunos tramos se convierte en un alocado torbellino que poco a poco va calmándose hasta que, ya próximo a la desembocadura, a la vejez, la corriente vuelve a remansarse y, finalmente, a diluirse en el mar. Mi vida se encontraba ya muy próxima a la desembocadura, casi podía ver el mar donde me perdería para siempre.
En cosas como estas pensaba sentada en mi banco, y bien podía decir que era mío porque era la única que se sentaba allí. Nadie quería sentarse en ese banco, que parecía maldito, porque en la gran acacia, cuya copa estaba situada justo encima, anidaban muchos gorriones y rara era la vez que no se cagaban encima. Yo les decía a mis compañeros de residencia que nadie, que se sepa, había muerto por una cagada de pájaro. Y que eso era poco peaje por la alegría que daban sus hermosos cantos. Además yo siempre llevaba puesta una gorra de béisbol que me regaló el nieto de una compañera. Una gorra de los Yankees de Nueva York que al chico le hacía mucha gracia vérmela puesta.
Desde que llegué a la residencia, me había sentado en este mismo banco del rincón, debajo de la gran acacia que en verano daba la sombra todo el día, y en otoño e invierno se estaba muy a gusto entre el sol y sombra de sus ramas desnudas. Yo nunca me ponía al sol, no me gustaba nada el sol. Bastante sol me había dado ya trabajando en el campo desde que era una niña. Desde este rincón y estirando un poco el cuello por encima del seto de aligustre que tenía enfrente, veía todo el jardín y la puerta por donde entraban y salían los residentes, los cuidadores y las visitas. Si no quería ver a nadie ni que nadie me viera, echaba un poco el culo hacia adelante y el seto me servía de muro, de parapeto que me aislaba del ajetreo y el continuo cacareo de mis compañeros. Estaba muy a gusto allí y el inconveniente de las cagadas era cosa de poco comparado con las ventajas que ofrecía.
De repente, un pájaro nuevecillo se paró en el suelo y se acercó con tres saltitos cortos y vigorosos, moviendo bruscamente la cabeza a un lado y
otro, mirándolo todo con sus graciosos y despiertos ojillos. Tan cerca estaba que la punta de una de mis zapatillas de paño quedó al alcance de su pico. Con mucho cuidado de no espantarlo, saqué del bolsillo del abrigo una bolsa de plástico con un trozo de pan que siempre llevaba conmigo. Cogí un trozo de miga y se la eché y, durante unos instantes, me quedé mirando sus ojillos negros que me miraban fijamente entre bruscos movimientos de cabeza. Con esa tensión, ese pulso constante entre la curiosidad y el recelo.
Shirley, una chica boliviana empleada de la residencia, se acercó con su paso cansino y el pájaro salió disparado, desapareciendo detrás del seto y dejando tras de sí una bocanada de polvo flotando a ras de suelo.
- Señora Silvestra, ya ha llegado la visita que esperaba, me dijo.
- ¿Quién es? ¿Brad Pitt?, le pregunté mirándola fijamente a los ojos y su mirada cansada me respondió que no tenía tiempo ni ganas de tonterías.
- Me refiero a su hijo, dijo haciendo un ejercicio de paciencia.
- Dile, por favor, que venga aquí, le dije.
La muchacha se dio la vuelta y se marchó por donde había venido con su mismo paso pesado y cansino de siempre.
Mi hijo llegó al jardín saludando muy efusivamente a los que andaban por allí, como hacen los candidatos en campaña electoral. Sólo le faltaba pedirles el voto. Al llegar al banco, más que sentarse, se dejó caer derrumbándose con todo su peso.
- ¿Qué tal estás?, me preguntó dándome dos besos desganados y rutinarios que no transmitían emoción ni sentimiento alguno.
- Bien, aquí pasando la mañana, ¿y tú?, le pregunté.
- Bien también, un poco cansado, demasiado trabajo, demasiado de todo, contestó después de dar un sonoro resoplido de agobio.
- ¿Mucho trabajo dices?, le pregunté.
- Muchísimo, si el día tuviera treinta horas igualmente me faltaría tiempo para todo lo que tengo que hacer, me respondió.
- El que mucho abarca… ya sabes, le dije y él asintió aunque dudo mucho que hubiera escuchado lo que le había dicho.
En ese momento, un gorrión, quizás el mismo de la otra vez, se posó en el suelo y eso me recordó algo que ocurrió muchos años atrás cuando el “Sr. Ministro” tenía poco más de tres años. Entonces se me ocurrió repetir la misma escena.
- ¿Qué es eso?, le pregunté señalando al pájaro que me miraba esperando la miga de pan.
- ¿No sabes lo que es?, me preguntó extrañado, aunque no demasiado, debido a la naturaleza de mi enfermedad.
Yo negué con la cabeza.
- Es un gorrión, contestó.
- ¿Qué es eso?, le pregunté de nuevo.
- Un gorrión, me contestó.
- ¿Qué es eso?, le volví preguntar y el volvió a contestarme lo mismo.
- ¿Qué es eso?, volví a preguntarle una y otra vez volvió a contestarme lo mismo.
- ¿Qué es eso?, le pregunté por décima vez.
- ¡Ya te he dicho un montón de veces que es un gorrión!, ¡un gorrión!, ¡un gorrión!, ¡joder!, gritó hasta el punto que algunos que paseaban por cerca allí se quedaron mirándonos.
- ¡Cállate ya, harto bollos!, ¡ya sé que es un gorrión! le grité. Sólo confiaba en que tuvieras al menos la misma paciencia que tuve yo contigo.
Y abrí la cartera que llevaba en bandolera, cogí el cuaderno correspondiente y busqué la página hasta que, no sin dificultad, la encontré.
- Lee esto, anda, cabezón, le dije señalando con el dedo una fecha del diario.
Sacó sus gafas de cerca con mucha ceremonia, se las puso, cogió el diario y empezó a leer.
8 de Marzo de 1965
“Querido diario, hoy ha hecho un día estupendo, uno de esos días de primavera anticipada y después de comer he subido al niño al cochecito y he salido a las afueras del pueblo a que le diera el aire. Hemos parado en una era y le he sacado del carrito para que trotara por la hierba. Se ha asustado mucho al ver a un gorrión y ha venido corriendo hacia mí. El pájaro le ha seguido con sus graciosos saltitos y él, muerto de miedo, se ha apretado un poco más contra mis piernas abrazándolas con una mano mientras con la otra no dejaba de señalar el pájaro.
- ¿Qué es eso?, me ha preguntado.
- Un gorrión, le he respondido.
Me lo ha preguntado exactamente veinte veces y las veinte veces le he respondido lo mismo hasta que ha dejado de preguntar y se ha puesto a mirar al cielo y a señalar una enorme nube blanca con forma de dirigible que se desplazaba lentamente sobre nuestras cabezas.
- ¿Qué es eso?, me ha preguntado.
- Una nube, le he respondido y un instante después me lo ha vuelvo a preguntar y después otra y otra vez hasta al menos otras veinte veces más. Después ha visto un galgo merodeando a lo lejos y vuelta a empezar y después…”
En ese momento dejó de leer y me abrazó dejando escapar una lágrima que fue a caer al cuaderno y emborronó algunas letras.
- Lo siento, dijo, me has dado una buena lección.
- Me alegraría que así fuera, le dije abrazándole.
- Tengo que irme, dijo levantándose y secándose las lágrimas con un pañuelo.
- Cuídate, ya vendré a verte cuando pueda, dijo.
Lo vi marcharse seguido de la secretaria, los guardaespaldas y
la plana mayor de la residencia. Y mientras lo veía pensaba que, al leer esa página del diario, debería haber comprendido que ahora yo le
necesitaba como él me necesitó a mí en su día y sin embargo, después de echar la lagrimilla, eso sí, dijo que ya vendría a verme “cuando pudiera”. Con lo cual no había entendido nada de nada. Si es que de donde no hay…. No es verdad eso de que siempre se recoge lo que se siembra. A veces se siembra una cosa y se recoge otra. ¿Qué se le va a hacer?. Cosas de la vida, querido diario.
Pasan los días y las semanas y la enfermedad avanza de forma imparable. Desde hace una semana pago a Shirley una cantidad de dinero que hemos acordado para que me lea el diario. Desde entonces, todas las mañanas, durante una hora, oigo el relato de mis días. Cada vez lo oigo como algo más lejano, más ajeno a mí. Ahora estoy descubriendo que mi vida ha sido la de una persona razonablemente feliz, con sus momentos buenos, regulares y malos, como los de todo el mundo. Es una vida como cualquier otra y me gusta oírla de nuevo porque, al no acordarme de casi nada, es como si volviera a vivirla.
Lo que son las cosas. Yo siempre he amado el cine y siempre me había quejado de acordarme de las películas que me habían gustado mucho, porque al volver a verlas, ya no sentía ese gran placer que tuve cuando las vi por primera vez. Cuando alguien no había visto tal o cual película, le decía que le envidiaba porque le esperaba un gran gozo del que yo, al haberla visto, ya no podía disfrutar.
Parece que el destino, siempre tan caprichoso, tan disparatado y sorprendente, me oyó quejarme y ahora me otorga el don del olvido para que cada vez que vea o en este caso, oiga, la película de mi vida, disfrute de ella como si siempre fuera la primera vez.

Alejandro Tello Peñalva


EL LONGANIZADOR

de:
Alejandro Tello Peñalva


EL LONGANIZADOR



En un lugar de La Mancha de cuyo nombre más vale que no me acuerde, vivía Saturnino Estameñas, un cuarentón, soltero y sin compromiso, un “mozo viejo”, que decimos aquí, muy querido en el pueblo. Tenía por oficio cerrajero y era muy mañoso y sobre todo, y esto era reconocido por todo el pueblo, muy trabajador y tenaz. Nada se le resistía y cuando algo se le metía en la cabeza, tarde o temprano lo sacaba adelante. Un fin de semana sí y otro no, acudía en compañía de unos cuantos mozos viejos amigos suyos a Tomelloso, a una de esas casas donde, por una cantidad razonable, unas señoras y señoritas, aliviaban sus necesidades sexuales. Mientras esperaba su turno junto a sus amigos y otros clientes, sentado en un banco corrido de madera que había en el patio de la casa, bajo la higuera, Saturnino, al que todos llamaban “Satur”, oyó a algunos comentar lo mucho que disfrutarían, por el mismo precio, si su miembro viril fuera mayor. Nadie osó quejarse de que el suyo era pequeño, ni mucho menos, sino de que, y por decir algo, “si fuera aún más grande”, se lo pasarían mejor. Uno de los que esperaban junto a él dijo que también debería haber ejercicios de “Pilates” para fortalecer y agrandar esa “parte”, que no era ni más ni menos que otra parte más del cuerpo.
Y desde ese día, Satur empezó a discurrir la manera de hacer un aparato para desarrollar esa parte olvidada, no se sabe si de forma intencionada o no, por fisioterapeutas y monitores de Pilates. Estudió los aparatos que algunos amigos suyos habían comprado por correspondencia y llegó a la conclusión de que eran una estafa, un “sacacuartos”, un “engaño forastero”. Y todas las noches, después de la partida en el casino, Satur, sin decir nada a nadie, se iba al taller a trabajar en su invento. Su madre le preguntó qué hacía en el taller a esas horas y Satur le dijo que estaba haciendo un “invento”, de los suyos que le habían encargado. Porque Satur ya había inventado con éxito algunos aparatos y rediseñado y mejorado otros ya existentes ganándose una justa fama y prestigio entre agricultores, ganaderos y otros profesionales del pueblo.
Y después de muchas noches concentrado, ensimismado y absorto en el reto que suponía fabricar un aparato de esas características, llenando hojas y más hojas con dibujos de piezas, mecanismos y esquemas, como un Leonardo venéreo, decidió fabricarlo. No le resultó nada sencillo hacer las piezas que había dibujado en el cuaderno. Para ello tuvo que usar toda su maña e imaginación. Y después de fabricar a mano todas las correas, gomas, tensores, guías, poleas, garruchas, trinquetes, muelles, ballestas, ruedas dentadas, contrapesos y otras piezas, se dispuso a ensamblarlas, a hacer las reformas y a solucionar los problemas que iban surgiendo a medida que iba montando las piezas. Cuando tuvo la máquina montada y engrasada, llegó la hora de probarla. Fueron largas noches de dolorosas pruebas y, a veces, muy penosos ajustes que, dada la naturaleza del aparato, no tuvo más remedio que hacerlos consigo mismo. Largas, duras y penosas noches de gritos, respingos y aspavientos, de roces, golpes, machacamientos, pellizcos, tirones, torniscones y meneos de todo tipo. Esa delicada parte, la de las pruebas, ya la tuvo en cuenta mientras diseñaba el aparato y sabía que era algo por lo que, forzosa y necesariamente, tenía que pasar.
Después llegó un período que Satur denominó de “ensayos clínicos”. Y para ello tuvo que echar mano y convencer, lo cual no le resultó nada fácil, a sus amigos y conocidos para que probaran su invento. La mayoría se negó, otros se echaron atrás en el último momento por miedo a “desgraciarse” para siempre. Por suerte, también hubo otros menos aprensivos y escrupulosos que, después de los naturales y comprensibles recelos, cautelas, precauciones y miramientos, accedieron a probar la máquina a la que Satur bautizó como “TREMPA” que eran las siglas de “Torno revólver elonganizador mecánico progresivo automotriz”, que después fue rebautizado por sus amigos y primeros probadores como “El Longanizador”.
Los comienzos no fueron fáciles porque, aunque la máquina lograba aumentar la longitud del miembro a razón de dos centímetros por cada sesión de una hora, también causaba algunos roces y molestias y, a veces, dolorosas contusiones, cardenales y magulladuras. Pero eso lo solucionó Satur acudiendo al boticario, que le hizo una fórmula magistral a base de distintas cremas suavizantes a las que él añadió un poco del tocino ibérico que sobró de un cocido y que, según pudo comprobar, aumentaba la protección y mejoraba la suavidad e hidratación. Poco a poco fue mejorando el aparato hasta que consiguió eliminar del todo las molestias y la única sensación que tenían los usuarios después de someterse a una sesión era un agradable temblorcillo y un placentero cosquilleo.
Para proteger el preciso y delicado mecanismo, y evitar que alguien pudiera copiarle el invento que tantas horas de trabajo, sudores y dolores le había costado, lo recubrió con una carcasa de chapa de acero inoxidable. El aspecto final que ofrecía era el de una especie de frigorífico tumbado con un agujero en el centro, al que el usuario, desnudo y boca abajo, era atado y bien atado, con una barriguera que recuperó de unos arreos viejos que tenía su padre en el pajar. No faltó el amigo que, después de someterse a cuatro sesiones de una hora y comprobar, metro en mano, que su miembro había crecido ocho centímetros, le propuso darlo a conocer. Satur no le dijo ni que sí ni que no, sino que lo pensaría y guardó “El Longanizador” en el pajar. Nunca había pensado en la explotación comercial del invento, no necesitaba el dinero. Con lo que ganaba en el taller tenía de sobra para vivir y además ahorrar para su jubilación y para hacerse una casa, si es que encontraba novia y se casaba.
Pero todo comenzó a desbordarse, a salirse de madre, cuando empezó a correrse la voz y a formarse un continuo goteo de clientes que se acercaban al taller y preguntaban, susurrando al oído, por la “máquina”. Al principio, Satur les citaba para la noche en el pajar sin cobrarles nada. Pero cuando vio que no dejaban de molestarlo, empezó a cobrar. Y puso un precio disuasorio, doscientos cincuenta euros por cada sesión de una hora, para que no fuera nadie a darle la murga. Pero, sorprendentemente, la gente consintió en pagar lo que le pedía y llegó a tener una lista de espera de varios meses.
Lo que siguió después fue la típica historia, una más y no sería la última, de la maldición del éxito. Debido a la gran cantidad de dinero que ganaba a diario, Satur cerró el taller y no tardaron en acercarse a él, como moscas a un pastel, un nutrido grupo de nuevos “amigos” forasteros y también algunos del pueblo que siempre le habían ignorado. Y unos y otros no pararon de adularle y pasarle la mano por el lomo. Y Satur se dejó querer y, sin darse cuenta, fue secuestrado y atrapado por ese círculo de gente. Y su vida cambió de una manera radical. Empezó a asistir a fiestas donde él era el rey, el jodido amo del cotarro. Unas fiestas en las que, sin ser muy consciente de ello, él corría con todos los gastos. Su madre, y el resto de la familia y sus amigos de verdad, sabían que esa vida era un tobogán que sólo podía llevarle al desastre. Y varias veces y de distintas maneras intentaron hacerle entrar en razones, pero Satur estaba ya demasiado enganchado a esa vertiginosa vida, una vida, según sus propias palabras: “excitante, apasionante, emocionante, de montaña rusa. Una vida que no cambiaría por nada”.
Un buen día, a la vuelta de unas vacaciones por el Caribe, Satur descubrió que le habían robado el longanizador y con él se esfumaron los cuantiosos ingresos que necesitaba a diario para mantener su elevado tren de vida. Los “amigos” empezaron a desaparecer a medida que iba menguando el dinero, hasta que se quedó completamente solo, con el buzón lleno de facturas y las cuentas bancarias en números rojos. Entonces se acordó que tenía los cuadernos con los planos y esquemas del longanizador y que, con ellos, podía construir otro. Pero cuando fue al armario de la pequeña oficina que tenía en el taller, se dio cuenta que también le habían robado los planos y algunos útiles y herramientas especiales con las que había construido el aparato. Un aparato con el que le había llegado el éxito, la fama y el dinero. Pero también, y sin que Satur se apercibiera de ello, se había colado ese demonio cabrón que siempre anda pendiente y atento a los que logran éxito, fama y dinero.
Por descontado, nadie volvió a ver el longanizador. Yo sé, y nunca diré, ni aunque fuera sometido a tortura, cómo llegué a enterarme, que el aparato, perfectamente empaquetado, numerado e inventariado, descansa en ese mítico almacén que aparece al final de la película “En busca del Arca perdida”, al lado del Arca y el resto de maravillas, de las cuales alguien, algún magnate, o no se sabe quién o qué, nos ha privado para siempre al resto de los humanos. Pero lo que no sabe el dueño o dueños de ese almacén, es que del legendario aparato sólo tienen la carcasa de chapa de acero y dentro, el mecanismo de una máquina de coser. Porque el verdadero longanizador fue robado a los ladrones de objetos maravillosos por agentes del servicio secreto del Vaticano. Y hasta allí, hasta El Vaticano, fue trasladado y ahora reposa en lo más recóndito de sus misteriosas e insondables catacumbas. Y de allí no saldrá por los siglos de los siglos. Amén.
El pobre Satur, después de sobreponerse a una grave depresión y superar varias adicciones, abrió su taller de cerrajería y siguió trabajando como siempre y en lo de siempre. Y quiso olvidarse de tan amargo y enojoso asunto a través del trabajo honrado. Pero lo cierto es que, a los pocos meses, comenzó a construir un nuevo longanizador. El cura del pueblo, que se había sometido a varias sesiones secretas, con resultados muy satisfactorios por su parte y, me consta, también por parte de otras personas relacionadas con él, cuyos nombres, por mi propia seguridad, no revelaré, le vio una noche, a través de una ventana del taller, trabajando en el nuevo aparato. Y lo puso en conocimiento de su superior. Unos días después, Satur apareció asesinado. Lo descubrió uno de mis galgos, un domingo de caza, mientras olisqueaba en una cuneta, entre unos matojos.



Alejandro Tello Peñalva


LA BOINA FÓSIL

de:
Alejandro Tello Peñalva


LA BOINA FÓSIL



Recuerdo el ruido a fritura de las chicharras bajo una luz cegadora que calcinaba rocas y abrasaba a moscas de media arroba, que explotaban en el aire cuando se exponían más de una hora a aquel sol terrible. Hace ya un mes que regresé de mi viaje por la Tierra, donde pasé una semana muy especial pudiendo conocer algunas cosas más sobre el astro que albergó a mis antepasados.
Iban a hacer mil años desde aquella tercera guerra mundial que transformó el planeta, al que llamaban azul, en un cráneo terroso mondo y lirondo, asolado por vientos radiactivos y tempestades eléctricas, asado literalmente por un sol justiciero que derretía lagartos y abatía moscas mutantes de más de seis kilos de peso, parientes lejanas de aquellas moscas cojoneras de nuestros antiguos.
Me llamo Bienvenido Fulañón, y soy de las últimas ramas de un árbol genealógico muy especial. Un árbol de exiliados o más bien de huidos de aquella catástrofe que aniquilo la civilización. Unos meses antes de aquella muerte anunciada, fueron preparadas para tan transcendental misión diez parejas de científicos jóvenes. Todos ellos fueron sometidos a una rigurosa selección, tan minuciosa como secreta. La finalidad del plan era que la humanidad sobreviviera en esas veinte personas. En aquella época, la humanidad se debatía en una insondable crisis que presagiaba lo peor. Según todas las previsiones, el mundo, tal y como iba, no podría durar más allá de un mes. El oxígeno escaseaba por culpa de la deforestación; era raro el día en que no desaparecida alguna especie animal o vegetal, los árboles supervivientes se exponían dentro de vitrinas de museos como seres de otro mundo, la capa de ozono hacía tiempo que no existía y los rayos solares herían a todo bicho viviente, había que ponerse mascarilla hasta para bajar a por una pistola de pan. Los suicidas lo tenían fácil, sólo tenían que sentarse en un banco y ver el atasco fumándose un puro.
El capitalismo más puro y duro dominaba la tierra, y este sistema terminó, a conciencia, por expoliar los recursos del planeta, además arreciaban las lluvias ácidas y las incesantes guerras, grandes, medianas y pequeñas, minaban cualquier intento de sanear el planeta, pues todas las guerras traían tras de sí el fantasma del hambre, y el hambre y la miseria traían a su vez la barbarie y el caos generalizado. Nadie pudo parar aquello y un mal día todo llegó a su fin: fue el triste desenlace de una cadena de hechos a cual más nefasto para el género humano. No hizo falta juicio final, puesto que todos los hombres, jueces y jurado, reos y público en general se autocondenó a sufrir su propia estupidez.
He venido al planeta Tierra, donde todo empezó y acabó, desde nuestra base, situada cerca de la nebulosa de Orión, nunca había estado aquí, pero nada mas llegar y poner el pie en el suelo sentí el latido de la tierra, una especie de emoción como si algo en mi interior, instintivo, me hiciera recordar que estoy en mi casa, aunque de momento no la reconozco como tal sino únicamente como lugar de estudio. Estuve solo en una zona que se llamó, en otros tiempos, La Mancha; volverán a recogerme dentro de una semana, tengo asignada una cápsula y un equipo completo de supervivencia. Este lugar me correspondió por sorteo entre los otros compañeros que, como yo, van a quedarse siete días solos y aislados. Daría igual que me hubiese tocado en otro sitio, porque todas las zonas se han convertido en rincones igualmente hostiles, en eriales que alguna vez fueron bosques, en desiertos que alguna vez fueron viñedos y trigales y olivares y ...
La primera noche dormí confortablemente en la cápsula al abrigo de una temperatura de -100 grados y un viento del Este de 250 kilómetros/hora que, según nuestros científicos, era normal en esta época del año. A la mañana siguiente desperté, corrí la persiana y una luz me cegó, haciéndome caer de espalda. Aquella luz venenosa hacía resplandecer todo el campo de una manera brutal. Una vez bien equipado salí fuera a dar una vuelta de no más de una hora. Era el tiempo de exposición de seguridad, siempre había que tenerlo en cuenta, de lo contrario la tremenda radiación existente terminaría por atravesar el traje protector hasta convertirme primero en un higo seco y más tarde en un puñado de polvo.
Caminé lentamente por aquel secarral, no encontrando a mi paso nada que me llamase especialmente la atención. El paisaje era una sucesión de tierra abrasada y rocas fulminadas que se deshacían con sólo tocarlas. Los únicos seres que sobrevivan en medio de aquel infierno eran los insectos, totalmente inmunes a la radiación, los reptiles y algunos roedores como las ratas que se habían adaptado a aquel hábitat tan hostil de manera prodigiosa. Estaba a punto de regresar a la nave cuando algo llamó mi atención. Era un objeto que brillaba entre un montón de piedras, quizás se trataba, pensé, de un cristal de roca; al cabo de un rato afanando conseguí desincrustarlo, era una pieza sorprendente, un fósil envuelto en ámbar perfectamente conservado. Tenía forma de disco y era de naturaleza desconocida. Podría ser un instrumento o aparato tecnológico, o quizá un animal sin catalogar por nuestros expertos, o, tal vez, un transmisor galáctico o un radar sideral porque del centro de aquel disco sobresalía una pequeña protuberancia o pitón enhiesto de unos dos centímetros de altura.
Rápidamente me di la vuelta y caminé en dirección a la cápsula, por fin, me dije, había hallado algo digno de estudio. Una vez en la nave examiné el objeto: no emitía radiación, al menos conocida, tampoco era de naturaleza animal, vegetal ni mineral. Si los instrumentos no se equivocaban, aquello tenía una edad de 1.250 años. Esta especie de disco negro de 620 milímetros de diámetro tenía en su interior una banda marrón de unos 3 centímetros de ancho, seguramente funcionó como campo magnético que proporcionaba energía al objeto, además el envés estaba forrado de otro material más ligero que contenía una inscripción muy borrosa en el centro que bien podría ser un código de identificación. De no haber sido por la protección del ámbar, esta pieza habría desaparecido como ha desaparecido todo vestigio humano. Pasé el resto del día estudiando el objeto, y dormí aquella segunda noche con la esperanza de hallar más restos de esa mal llamada civilización. Nuestra misión consistía básicamente en eso: recabar información sobre mis desgraciados ancestros.
El sol volvió a salir al día siguiente y yo también volví al lugar donde encontré el misterioso disco negro. Rastreé minuciosamente el lugar con la nariz casi a una cuarta del suelo. De pronto vi salir una rata enorme de entre las piedras y dirigirse hacia mí chillando y mostrando unos dientes afilados como cuchillos. Rápidamente eché mano de un pequeño emisor de ultrasonidos y el animal se alejó rápidamente, perdiéndose entre los montones de piedras. Me acerqué con mucha cautela al sitio de donde había salido la rata y vi un agujero de un metro de diámetro por el cual me introduje hasta que perdí pie y caí rodando por una especie de galería. No recuerdo el tiempo que fui cayendo, sólo sé que cuando recobré el conocimiento había pasado el tiempo de exposición a la radiación: hacía ya dos horas que tenía que estar en la cápsula. Intenté no perder la calma y aprovechar el curso de supervivencia que seguí antes de llegar a este planeta.
Me encontraba en medio de una sala excavada en la tierra, tanto las paredes como la bóveda estaban encaladas, así como provistas de oquedades donde reposaban algunos utensilios prácticamente intactos: un recipiente de vidrio de forma alargada con un trozo de material blando en la punta; una pieza córnea con cloruro sódico en su interior; un trozo de cristal pulido donde me reflejé; un aparato metálico de forma ovalada colgado en la pared, y que contenía un líquido viscoso en su interior; y otros fascinantes objetos que aparecían de entre las sombras a la luz de mi linterna. Seguí mirando aquella estancia mientras el corazón latía con fuerza en mi pecho, sin duda, pensaba, había dado con la casa intacta de un poblador aborigen de esta zona. El hogar de un antepasado. Me consideraba una persona con suerte ya que, como he dicho, existían muy pocos vestigios humanos debido a la intensidad con que la primera pulsión nuclear azotó la corteza terrestre.
En el intento de buscar la salida de aquella cueva reparé en unas extrañas inscripciones que llenaban una de las paredes de la sala. En ella se leía: “He perdido hasta la boina”, “esto es el fin del mundo”, “me llamo Paco García”, “¿por qué hemos llegado a esto?”,” ¿Adónde han ido todos?”, “¿dónde está mi mujer?” “también me he quedao sin mula “. Había otras pintadas por el estilo, pero estaban borrosas y sin sentido, se conoce que el humano fue sorprendido por el holocausto nuclear en esta cueva o silo, o pudo refugiarse a tiempo, quedando convertido este habitáculo subterráneo en una cámara de protección durante horas o quizás días, lo que le permitió sobrevivir milagrosamente algún tiempo. Este pobre diablo fue uno de los últimos hombres vivos sobre la Tierra, sin embargo no quedan rastros de él, posiblemente intento salir de allí, siendo totalmente desintegrado por la bola de fuego que sacudió al planeta durante meses.
Poco más había que rascar en aquella cueva. Sentía cada vez más cerca ruidos extraños en la oscuridad del silo, probablemente insectos o reptiles que empezaban a curiosear a mí alrededor. Quise salir rápidamente y empecé a concentrarme para poder levitar, y encontrar pronto el agujero de salida. Al poco tiempo mi cerebro consiguió que el cuerpo se elevara, era un truco muy sencillo, bastaba con forzar la mente hasta lograr que el deseo se extendiera por todo el cuerpo. De ese modo, todos los músculos eran dirigidos en una sola dirección, lo que permitía elevarte. El cerebro, en uno de sus incontables recursos y aplicaciones, era capaz de llevar a cabo lo que nosotros llamábamos “proyección espacial voluntaria”.
Ya fuera del silo, mi traje empezó a descomponerse con rapidez, me quedaban minutos de vida. Sólo me quedaba probar a retroceder en el tiempo una hora. Era mi única salida. Tenía que buscar un agujero espacio temporal que me hiciese volver atrás en el tiempo. Mi cerebro, a fuerza de concentración, consiguió convertirme en un haz de energía que atravesando una cuarta dimensión mi situó una hora anterior al tiempo real. Respiré hondo cuando me hallé de nuevo en la cápsula. Estos experimentos no están aún muy probados, podría ocurrir que una vez dentro “el agujero de gusano temporal” se cerrase antes de lo previsto, entonces ya nada te haría volver al punto de partida. A través de nuestras investigaciones, a las que concedemos muchos esfuerzos, estamos logrando disminuir este peligro.
Lo que antes parecía imposible y no nos atrevíamos ni a imaginar hoy se ha vuelto posible y realizable. Esto es el fruto de tantos años de un continuo y eficaz trabajo que comenzó con la llegada a su destino de nuestros primeros padres, aquellos emigrados de la Tierra, que estudiaron lo que le había ocurrido a la humanidad para que no volviera a repetirse jamás bajo ningún concepto. Ellos llegaron a la conclusión de que toda la desgracia del hombre se debía al uso, poco y malo, de su capacidad cerebral. Por ello se centraron en el estudio de los cerebros y en las posibilidades y expectativas que ese amasijo único y maravilloso en el universo, ese súper gigante computador de kilo y medio de peso formado por billones de circuitos podía brindarles. Y, en este camino siguen estando nuestras investigaciones actuales.
Ya casi aprovechamos el 50% de nuestra capacidad cerebral, recordemos que nuestros antepasados terráqueos aprovechaban su cerebro un 5 %, y eso en el mejor de los casos, porque no hay que olvidar que la mayoría de las funciones, tales como: hacer de vientre, firmar letras de cambio, retirar la mano de las ascuas o la mano de la novia al ver venir a la suegra, etc., son actos reflejos donde el cerebro prácticamente no actuaba, sólo vegetaba y dormía la siesta. Era como si estuviésemos usando un potente ordenador para sumar 2 y 2. Nuestro primer reto consistió en saber por qué todo nuestro potencial cerebral estaba parado, y si lo estaba por causas genéticas obedeciendo alguna orden de no se sabe bien qué naturaleza; o si, por el contrario, había que seguir un aprendizaje o método cuya clave había que descubrir.
Ahora que han pasado más de mil años de aquellas preguntas, podemos afirmar que estamos en el camino de la perfección. Hemos conseguido evolucionar hasta estados difícilmente imaginados por las mentes más brillantes de nuestros abuelos y casi chimpancés terrícolas.
Al principio nos preguntábamos por qué era tabú, por ejemplo, acostarnos con nuestras madres o padres, y no era tabú el asesinato o la guerra, siendo esto último mucho más atroz que lo primero. Ahora hemos erradicado de nosotros esos sentimientos negativos y destructivos. Se han convertido en tabú y no se nos pasa por el pensamiento hacer nada que nos haga daño o hacerlo a los demás porque hemos desarrollado anticuerpos, hemos eliminado estas toxinas mentales que en tiempos dominaron al hombre, léase la ansiedad, la agresividad, la violencia, el odio, la envidia, el afán de robar, de engañar, de someter; el venenoso instinto de posesión de unos sobre otros, la intolerancia, la cruel explotación del hombre por el hombre etc y más etc... En nuestro nuevo mundo el hombre no es un lobo para el hombre, sino su compañero en el camino, su hermano de especie.
Nuestros sabios trabajan para conseguir ese nuevo hombre del futuro. Dentro de 4000 años, aproximadamente, el proceso de regeneración habrá culminado en la Tierra y todo volverá a ser como antes. Quizás los ríos hayan cambiado de sitio y las montañas hayan crecido o menguado en algunas partes, pero eso no importa. Lo importante es que el cielo será limpio y azul como cuentan que era. Habrá plantas y animales de miles de especies, y todo volverá a ser un paraíso, y Dios, que no es otra cosa que la naturaleza, acogerá una vez más a este hombre nuevo que vivirá allí durante milenios y estará perfectamente integrado en su hábitat y no volverá a sufrir sus propios errores o locuras. Dentro de unas cuantas generaciones Adán y Eva volverán al Edén, y ésta vez para quedarse.
Pronto me pondré a trabajar con los hombres sabios, tengo que colaborar en la formación de una cadena generacional que nos conducirá a nuestro objetivo. Cuando el planeta azul vuelva a serlo, estaremos allí los primeros para estrenarlo. No sabemos si conseguiremos nuestra meta. Hay entre nosotros quien opina que es una utopía, pero hay una frase que me anima y me gusta recordar, dice así: “Como no sabían que su tarea era imposible, lo lograron”.
Cada vez avanzamos más en este sentido, aunque hay algo, tal vez biológico que nos impide marchar más deprisa. Casi siempre todo va bien, todo va en la dirección exacta, pero cuando todos creemos haber desterrado los instintos más dañinos que anidan en nosotros, surgen complicaciones que vuelven a poner en entredicho el éxito de nuestra misión. Ayer, sin ir más lejos, ocurrió un hecho bastante descorazonador para todos nosotros. Resulta que pillaron a dos de nuestros más eminentes hombres sabios enganchados de los pelos y zurrándose a hostia limpia, porque parece ser que uno de ellos iba a ser nombrado jefe de investigaciones, y el otro no estaba, por lo que se ve, de acuerdo del todo, en fin…
El viaje de exploración a la Tierra acabó y vengo de asistir a una reunión con mis compañeros de viaje. Todos nos sentimos satisfechos de haber estado unos días en un lugar mítico para nosotros. Cada uno de los habitantes de nuestra estación al cumplir los 33 años viaja a la Tierra para estudiar su evolución y también para no olvidar las raíces y nuestra misión a la que nos hemos entregado en cuerpo y alma. Cada uno de nosotros tiene que ver por sí mismo el mal que se le hizo a lo que tendría que ser nuestra casa. Ahora nuestra generación enseñará a la siguiente la lección aprendida. Y así será hasta que llegue una afortunada generación que halle una tierra virgen y habitable. Esperemos que cuando pisen la hierba por primera vez no olviden lo que tienen que hacer.

Alejandro Tello Peñalva