El DIARIO DE SILVESTRA SALICÓN

de:
Alejandro Tello Peñalva


Llevo un diario desde los trece años en que leí “El diario de Ana Frank”. Fue un trabajo de vacaciones que nos encargó el maestro. Después de leerlo, tuve que hacer un amplio resumen del libro y una redacción comentando lo que me había parecido la historia de aquella niña que tuvo la mala suerte de vivir en un país que había enfermado de odio, locura y sinrazón.
Tanto me impresionó la lectura de aquella historia que, al igual que la protagonista, comencé a escribir todo lo que me pasaba, lo que pensaba, las emociones y sensaciones que sentía. Y día tras día y año tras año fui dejando constancia de todo lo que iba aconteciendo en mi vida. Si el día no había dado mucho de sí, me obligaba a escribir al menos diez líneas. Si el día había sido muy importante podía llegar a la cara entera del folio, pero nunca pasaba de ahí. Si había mucho que contar hacía un resumen y seguía con la historia al día siguiente. De esa forma repartía, dosificaba, “paneaba”, que decimos en el pueblo, las historias que iban atravesando los días, sin descuidar las otras cosas cotidianas dignas de ser escritas. Ahora tengo sesenta años y mi diario ha ido creciendo conmigo hasta completar veinte cuadernos y medio de letra menuda y apretada. Veinte cuadernos que desde el “diagnóstico”, siempre llevo conmigo en una cartera de piel colgada en bandolera. El “diagnóstico” le llamo a una de las páginas más duras del diario.
La historia comenzó hace dos años cuando noté las primeras pérdidas de memoria. Fui con mi hijo al hospital de Alcázar de San Juan y después de someterme a análisis, pruebas, escáneres y no sé cuantas cosas más, me citaron a los quince días para darme los resultados. Fui con mi hijo y recoger los resultados. Nos llevaron a los dos a una habitación donde una médica dijo que ya tenían el “diagnóstico” y este era Alzheimer, y no uno de los más flojos precisamente, sino uno particularmente agresivo que en unos meses barrería mi memoria. “Arrasará su mente como un tsunami”, dijo la médica a mi hijo, como si yo no supiera lo que era un “tsunami”. Se equivocaba porque, otra cosa no pero el telediario y la telenovela eran lo único que veía de la televisión a diario y sin perderme ni uno sólo. De modo que sabía lo que era eso y también sabía lo que significaba, porque esa ola gigante se llevaba a su paso todo por delante, al igual que la enfermedad que acababan de diagnosticarme. El ejemplo no podía ser más gráfico.
Sentí verdadero pánico al oír el “diagnóstico” pero más pánico sintió el calzonazos de mi hijo que inmediatamente le preguntó a la médica si conocía alguna residencia donde poder llevarme. Le faltó tiempo para preguntárselo el cacho carne con ojos. La médica dijo que podía llevarme a una residencia de ancianos que había en Villacañas donde recibiría los cuidados necesarios. Y después de despedirnos de la médica, mi hijo, presa del miedo, como si mi enfermedad fuera contagiosa, enfiló la carretera hasta la residencia de Villacañas y allí preguntó si quedaba alguna plaza libre. Le dijeron que sí y, esto fue el jueves, el lunes por la mañana a primera hora ya estábamos esperando en la recepción con mi hatillo y mi maleta. Yo no le dije nada porque de donde no hay no se puede sacar y no se puede atar cabos de un sin fuste como él. Ya lo decía Valeriano, su padre y mi difunto marido que “el melón nos había salido cohombro”. Cuantas veces lo repitió y qué razón tenía el hombre. A mí no me sorprendió aquella reacción de mi hijo, ni tampoco me cabreó. Lo que sentí fue pena, mucha pena, pena de tanto trabajo, tantos esfuerzos, tantos sacrificios por criarle, por darle estudios, por enseñarle y educarle, por hacer de él una buena persona, un hombre como es debido. También me dio mucho coraje que me llevara a la residencia a ciento ochenta por hora por una carretera que no se podía circular a más de noventa. No quiero ni pensar si hubiera aparecido algún obstáculo en la carretera, cualquier cosa, no sé, un ceporro caído de un remolque por ejemplo. Nos hubiéramos matado y con un poco de mala suerte, hubiéramos matado a alguien, que es todavía peor. Pero tampoco esto me sorprendió ni me defraudó, porque nunca puede defraudarte el que no esperas nada de él.
Menos mal que los estudios se le dieron bien y sacó la carrera de abogado con muchos sobresalientes. Y después de la carrera se metió en política. Y lo hizo en el mejor momento, cuando todo iba sobre la espuma, cuando los años de las vacas gordas donde se hacían, vamos a decir, “negocios” a diestro y siniestro y se construía sin control, como todo lo que se hace en este país. La verdad, y eso hay que reconocérselo, es que mi hijo eligió bien su profesión. Tenía buenas cualidades para la política porque todo lo que le faltaba de inteligencia, sensibilidad talento, lucidez y bondad lo compensaba con otras cualidades menores, rastreras, podía decirse, pero sin las cuales la carrera de un político es más corta que las mangas de un chaleco. Estas cualidades, que mi hijo tenía sin duda ninguna, y en muy alto grado, son las mismas que las que poseen los seres inferiores como ratas, zorros, lobos y otras especies afines: astucia, maña, zorrería, picardía, cuquería…etc. además de cinismo e hipocresía para dar y tomar. Unas cualidades que, con poco que acompañe la suerte, hacen que la carrera de un político ascienda como un cohete hasta los más altos puestos. Y no me gusta decir esto porque es mi hijo, carne de mi carne y todo eso, pero es la verdad y la verdad hay que decirla aunque duela. Y a veces duele, y mucho, ya lo creo.
Un día, el sisón de mi hijo, al poco de morir mi Valeriano que en gloria esté, me llamó eufórico, exultante, como si estuviera borracho, casi no podía hablar de la emoción, para decirme que le habían nombrado ministro. “Ya está Periquito hecho fraile”, dije para mí. Desde ese día, sólo tuve contacto con él a través del teléfono. Una vez a la semana me llamaba a la residencia para preguntarme por la salud. Y así pasaron seis meses largos desde que le nombraron. Un día me dijo que estaba pensando en venir a visitarme y que su secretaria estaba “haciendo verdaderas filigranas para hacer un hueco en mi agenda” eso dijo el tonto de la chorra. Yo le dije, y así lo pensaba, que cuanto más tiempo tardara en venir, mejor porque así daría tiempo a la enfermedad a hacer su trabajo y con un poco de suerte, cuando viniera ya no le conocería, lo cual no era poco alivio.
Esas palabras no debieron de gustarle mucho porque a los pocos días me llamó para decirme que iría a verme el domingo siguiente. Su secretaria llamó a la residencia para avisarles de su llegada y ese día todos los directivos y empleados de la residencia le esperaron vestidos con sus mejores galas como si viniera el mismísimo rey. Y contrataron gente para limpiar, pintar y arreglar todos los desperfectos que arrastraba la residencia desde que la inauguraron. Hasta los jardineros se quedaron todas las tardes hasta que se hacía de noche, para dejar el jardín como el del palacio de Aranjuez.
Para entonces mi enfermedad seguía su curso. Las lagunas de mi memoria se iban abriendo, ensanchando cada vez más hasta comunicarse entre ellas y hacerse cada vez más y más grandes. Suerte que siempre llevaba encima la cartera con los cuadernos del diario. Un diario que releía a todas horas para no olvidar quién era. Gracias a él pude, creo yo, retrasar un poco el imparable avance de la enfermedad. Y durante un tiempo albergué la esperanza de que, sabiéndome el diario casi de carrerilla, podía hacerle frente a la pérdida de memoria y de esta manera no perder la conciencia de mí misma, es decir, saber quién era yo. Pensé que mi memoria no llegaría a borrarse del todo mientras tuviera aquella memoria auxiliar. Pero no contaba con que la enfermedad también afectaba a mi capacidad de leer y entender. Al darme cuenta de aquello también me di cuenta de la verdadera dimensión de mi enfermedad. Y entonces, y sólo entonces, supe que no había nada que hacer, nada que pudiera salvarme de seguir cayendo en un abismo del que nunca saldría.
El domingo que fue a visitarme mi hijo me levanté temprano y me senté a escribir en el diario. Y dejé escrito, no sin mucho trabajo, lo siguiente:
13 de Marzo de 2011.
Hoy viene mi hijo a hacerme una visita, la primera visita desde que estoy aquí, y ya va para siete meses. Le he dicho, usando la poca ironía que me va quedando, que “no venga tan a menudo, que a cuento de qué tanta visita”. Yo creo que no se ha enterado porque me ha contestado que “no pasa nada, igualmente iré a verte”. Eso fue lo que dijo la criatura.
Hoy no sé por qué siento la cabeza en su sitio. Noto que, al igual que una bicicleta, cada “pedalada” que doy hace avanzar mis pensamientos. Hoy es un uno de esos, cada vez más escasos, días en que puedo pensar con claridad. Lo normal es que de “pedaladas” pero “se me salga la cadena” y de esa manera, por mucho que “pedalee” no hago nada, no consigo que el pensamiento avance en ningún sentido. Para aprovechar estas raras horas de lucidez, después de ducharme con la ayuda de la cuidadora y desayunar, he bajado al jardín y mientras paseaba he estado pensando en lo lento que iba ahora el tiempo, en lo que se había remansado desde que llegué a la residencia. Y pensaba que la vida se parecía a los ríos. Ya conocía los versos de Jorge Manrique, “nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”. Pero no estaba pensando en eso sino en que las distintas velocidades del tiempo a lo largo de mi vida eran como las de los ríos: al principio, en nuestra infancia y adolescencia, avanza despacio, hasta que se llena la poza y rebosa, después, en la juventud y edad adulta, la corriente se acelera y en algunos tramos se convierte en un alocado torbellino que poco a poco va calmándose hasta que, ya próximo a la desembocadura, a la vejez, la corriente vuelve a remansarse y, finalmente, a diluirse en el mar. Mi vida se encontraba ya muy próxima a la desembocadura, casi podía ver el mar donde me perdería para siempre.
En cosas como estas pensaba sentada en mi banco, y bien podía decir que era mío porque era la única que se sentaba allí. Nadie quería sentarse en ese banco, que parecía maldito, porque en la gran acacia, cuya copa estaba situada justo encima, anidaban muchos gorriones y rara era la vez que no se cagaban encima. Yo les decía a mis compañeros de residencia que nadie, que se sepa, había muerto por una cagada de pájaro. Y que eso era poco peaje por la alegría que daban sus hermosos cantos. Además yo siempre llevaba puesta una gorra de béisbol que me regaló el nieto de una compañera. Una gorra de los Yankees de Nueva York que al chico le hacía mucha gracia vérmela puesta.
Desde que llegué a la residencia, me había sentado en este mismo banco del rincón, debajo de la gran acacia que en verano daba la sombra todo el día, y en otoño e invierno se estaba muy a gusto entre el sol y sombra de sus ramas desnudas. Yo nunca me ponía al sol, no me gustaba nada el sol. Bastante sol me había dado ya trabajando en el campo desde que era una niña. Desde este rincón y estirando un poco el cuello por encima del seto de aligustre que tenía enfrente, veía todo el jardín y la puerta por donde entraban y salían los residentes, los cuidadores y las visitas. Si no quería ver a nadie ni que nadie me viera, echaba un poco el culo hacia adelante y el seto me servía de muro, de parapeto que me aislaba del ajetreo y el continuo cacareo de mis compañeros. Estaba muy a gusto allí y el inconveniente de las cagadas era cosa de poco comparado con las ventajas que ofrecía.
De repente, un pájaro nuevecillo se paró en el suelo y se acercó con tres saltitos cortos y vigorosos, moviendo bruscamente la cabeza a un lado y
otro, mirándolo todo con sus graciosos y despiertos ojillos. Tan cerca estaba que la punta de una de mis zapatillas de paño quedó al alcance de su pico. Con mucho cuidado de no espantarlo, saqué del bolsillo del abrigo una bolsa de plástico con un trozo de pan que siempre llevaba conmigo. Cogí un trozo de miga y se la eché y, durante unos instantes, me quedé mirando sus ojillos negros que me miraban fijamente entre bruscos movimientos de cabeza. Con esa tensión, ese pulso constante entre la curiosidad y el recelo.
Shirley, una chica boliviana empleada de la residencia, se acercó con su paso cansino y el pájaro salió disparado, desapareciendo detrás del seto y dejando tras de sí una bocanada de polvo flotando a ras de suelo.
- Señora Silvestra, ya ha llegado la visita que esperaba, me dijo.
- ¿Quién es? ¿Brad Pitt?, le pregunté mirándola fijamente a los ojos y su mirada cansada me respondió que no tenía tiempo ni ganas de tonterías.
- Me refiero a su hijo, dijo haciendo un ejercicio de paciencia.
- Dile, por favor, que venga aquí, le dije.
La muchacha se dio la vuelta y se marchó por donde había venido con su mismo paso pesado y cansino de siempre.
Mi hijo llegó al jardín saludando muy efusivamente a los que andaban por allí, como hacen los candidatos en campaña electoral. Sólo le faltaba pedirles el voto. Al llegar al banco, más que sentarse, se dejó caer derrumbándose con todo su peso.
- ¿Qué tal estás?, me preguntó dándome dos besos desganados y rutinarios que no transmitían emoción ni sentimiento alguno.
- Bien, aquí pasando la mañana, ¿y tú?, le pregunté.
- Bien también, un poco cansado, demasiado trabajo, demasiado de todo, contestó después de dar un sonoro resoplido de agobio.
- ¿Mucho trabajo dices?, le pregunté.
- Muchísimo, si el día tuviera treinta horas igualmente me faltaría tiempo para todo lo que tengo que hacer, me respondió.
- El que mucho abarca… ya sabes, le dije y él asintió aunque dudo mucho que hubiera escuchado lo que le había dicho.
En ese momento, un gorrión, quizás el mismo de la otra vez, se posó en el suelo y eso me recordó algo que ocurrió muchos años atrás cuando el “Sr. Ministro” tenía poco más de tres años. Entonces se me ocurrió repetir la misma escena.
- ¿Qué es eso?, le pregunté señalando al pájaro que me miraba esperando la miga de pan.
- ¿No sabes lo que es?, me preguntó extrañado, aunque no demasiado, debido a la naturaleza de mi enfermedad.
Yo negué con la cabeza.
- Es un gorrión, contestó.
- ¿Qué es eso?, le pregunté de nuevo.
- Un gorrión, me contestó.
- ¿Qué es eso?, le volví preguntar y el volvió a contestarme lo mismo.
- ¿Qué es eso?, volví a preguntarle una y otra vez volvió a contestarme lo mismo.
- ¿Qué es eso?, le pregunté por décima vez.
- ¡Ya te he dicho un montón de veces que es un gorrión!, ¡un gorrión!, ¡un gorrión!, ¡joder!, gritó hasta el punto que algunos que paseaban por cerca allí se quedaron mirándonos.
- ¡Cállate ya, harto bollos!, ¡ya sé que es un gorrión! le grité. Sólo confiaba en que tuvieras al menos la misma paciencia que tuve yo contigo.
Y abrí la cartera que llevaba en bandolera, cogí el cuaderno correspondiente y busqué la página hasta que, no sin dificultad, la encontré.
- Lee esto, anda, cabezón, le dije señalando con el dedo una fecha del diario.
Sacó sus gafas de cerca con mucha ceremonia, se las puso, cogió el diario y empezó a leer.
8 de Marzo de 1965
“Querido diario, hoy ha hecho un día estupendo, uno de esos días de primavera anticipada y después de comer he subido al niño al cochecito y he salido a las afueras del pueblo a que le diera el aire. Hemos parado en una era y le he sacado del carrito para que trotara por la hierba. Se ha asustado mucho al ver a un gorrión y ha venido corriendo hacia mí. El pájaro le ha seguido con sus graciosos saltitos y él, muerto de miedo, se ha apretado un poco más contra mis piernas abrazándolas con una mano mientras con la otra no dejaba de señalar el pájaro.
- ¿Qué es eso?, me ha preguntado.
- Un gorrión, le he respondido.
Me lo ha preguntado exactamente veinte veces y las veinte veces le he respondido lo mismo hasta que ha dejado de preguntar y se ha puesto a mirar al cielo y a señalar una enorme nube blanca con forma de dirigible que se desplazaba lentamente sobre nuestras cabezas.
- ¿Qué es eso?, me ha preguntado.
- Una nube, le he respondido y un instante después me lo ha vuelvo a preguntar y después otra y otra vez hasta al menos otras veinte veces más. Después ha visto un galgo merodeando a lo lejos y vuelta a empezar y después…”
En ese momento dejó de leer y me abrazó dejando escapar una lágrima que fue a caer al cuaderno y emborronó algunas letras.
- Lo siento, dijo, me has dado una buena lección.
- Me alegraría que así fuera, le dije abrazándole.
- Tengo que irme, dijo levantándose y secándose las lágrimas con un pañuelo.
- Cuídate, ya vendré a verte cuando pueda, dijo.
Lo vi marcharse seguido de la secretaria, los guardaespaldas y
la plana mayor de la residencia. Y mientras lo veía pensaba que, al leer esa página del diario, debería haber comprendido que ahora yo le
necesitaba como él me necesitó a mí en su día y sin embargo, después de echar la lagrimilla, eso sí, dijo que ya vendría a verme “cuando pudiera”. Con lo cual no había entendido nada de nada. Si es que de donde no hay…. No es verdad eso de que siempre se recoge lo que se siembra. A veces se siembra una cosa y se recoge otra. ¿Qué se le va a hacer?. Cosas de la vida, querido diario.
Pasan los días y las semanas y la enfermedad avanza de forma imparable. Desde hace una semana pago a Shirley una cantidad de dinero que hemos acordado para que me lea el diario. Desde entonces, todas las mañanas, durante una hora, oigo el relato de mis días. Cada vez lo oigo como algo más lejano, más ajeno a mí. Ahora estoy descubriendo que mi vida ha sido la de una persona razonablemente feliz, con sus momentos buenos, regulares y malos, como los de todo el mundo. Es una vida como cualquier otra y me gusta oírla de nuevo porque, al no acordarme de casi nada, es como si volviera a vivirla.
Lo que son las cosas. Yo siempre he amado el cine y siempre me había quejado de acordarme de las películas que me habían gustado mucho, porque al volver a verlas, ya no sentía ese gran placer que tuve cuando las vi por primera vez. Cuando alguien no había visto tal o cual película, le decía que le envidiaba porque le esperaba un gran gozo del que yo, al haberla visto, ya no podía disfrutar.
Parece que el destino, siempre tan caprichoso, tan disparatado y sorprendente, me oyó quejarme y ahora me otorga el don del olvido para que cada vez que vea o en este caso, oiga, la película de mi vida, disfrute de ella como si siempre fuera la primera vez.

Alejandro Tello Peñalva

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