EL LONGANIZADOR

de:
Alejandro Tello Peñalva


EL LONGANIZADOR



En un lugar de La Mancha de cuyo nombre más vale que no me acuerde, vivía Saturnino Estameñas, un cuarentón, soltero y sin compromiso, un “mozo viejo”, que decimos aquí, muy querido en el pueblo. Tenía por oficio cerrajero y era muy mañoso y sobre todo, y esto era reconocido por todo el pueblo, muy trabajador y tenaz. Nada se le resistía y cuando algo se le metía en la cabeza, tarde o temprano lo sacaba adelante. Un fin de semana sí y otro no, acudía en compañía de unos cuantos mozos viejos amigos suyos a Tomelloso, a una de esas casas donde, por una cantidad razonable, unas señoras y señoritas, aliviaban sus necesidades sexuales. Mientras esperaba su turno junto a sus amigos y otros clientes, sentado en un banco corrido de madera que había en el patio de la casa, bajo la higuera, Saturnino, al que todos llamaban “Satur”, oyó a algunos comentar lo mucho que disfrutarían, por el mismo precio, si su miembro viril fuera mayor. Nadie osó quejarse de que el suyo era pequeño, ni mucho menos, sino de que, y por decir algo, “si fuera aún más grande”, se lo pasarían mejor. Uno de los que esperaban junto a él dijo que también debería haber ejercicios de “Pilates” para fortalecer y agrandar esa “parte”, que no era ni más ni menos que otra parte más del cuerpo.
Y desde ese día, Satur empezó a discurrir la manera de hacer un aparato para desarrollar esa parte olvidada, no se sabe si de forma intencionada o no, por fisioterapeutas y monitores de Pilates. Estudió los aparatos que algunos amigos suyos habían comprado por correspondencia y llegó a la conclusión de que eran una estafa, un “sacacuartos”, un “engaño forastero”. Y todas las noches, después de la partida en el casino, Satur, sin decir nada a nadie, se iba al taller a trabajar en su invento. Su madre le preguntó qué hacía en el taller a esas horas y Satur le dijo que estaba haciendo un “invento”, de los suyos que le habían encargado. Porque Satur ya había inventado con éxito algunos aparatos y rediseñado y mejorado otros ya existentes ganándose una justa fama y prestigio entre agricultores, ganaderos y otros profesionales del pueblo.
Y después de muchas noches concentrado, ensimismado y absorto en el reto que suponía fabricar un aparato de esas características, llenando hojas y más hojas con dibujos de piezas, mecanismos y esquemas, como un Leonardo venéreo, decidió fabricarlo. No le resultó nada sencillo hacer las piezas que había dibujado en el cuaderno. Para ello tuvo que usar toda su maña e imaginación. Y después de fabricar a mano todas las correas, gomas, tensores, guías, poleas, garruchas, trinquetes, muelles, ballestas, ruedas dentadas, contrapesos y otras piezas, se dispuso a ensamblarlas, a hacer las reformas y a solucionar los problemas que iban surgiendo a medida que iba montando las piezas. Cuando tuvo la máquina montada y engrasada, llegó la hora de probarla. Fueron largas noches de dolorosas pruebas y, a veces, muy penosos ajustes que, dada la naturaleza del aparato, no tuvo más remedio que hacerlos consigo mismo. Largas, duras y penosas noches de gritos, respingos y aspavientos, de roces, golpes, machacamientos, pellizcos, tirones, torniscones y meneos de todo tipo. Esa delicada parte, la de las pruebas, ya la tuvo en cuenta mientras diseñaba el aparato y sabía que era algo por lo que, forzosa y necesariamente, tenía que pasar.
Después llegó un período que Satur denominó de “ensayos clínicos”. Y para ello tuvo que echar mano y convencer, lo cual no le resultó nada fácil, a sus amigos y conocidos para que probaran su invento. La mayoría se negó, otros se echaron atrás en el último momento por miedo a “desgraciarse” para siempre. Por suerte, también hubo otros menos aprensivos y escrupulosos que, después de los naturales y comprensibles recelos, cautelas, precauciones y miramientos, accedieron a probar la máquina a la que Satur bautizó como “TREMPA” que eran las siglas de “Torno revólver elonganizador mecánico progresivo automotriz”, que después fue rebautizado por sus amigos y primeros probadores como “El Longanizador”.
Los comienzos no fueron fáciles porque, aunque la máquina lograba aumentar la longitud del miembro a razón de dos centímetros por cada sesión de una hora, también causaba algunos roces y molestias y, a veces, dolorosas contusiones, cardenales y magulladuras. Pero eso lo solucionó Satur acudiendo al boticario, que le hizo una fórmula magistral a base de distintas cremas suavizantes a las que él añadió un poco del tocino ibérico que sobró de un cocido y que, según pudo comprobar, aumentaba la protección y mejoraba la suavidad e hidratación. Poco a poco fue mejorando el aparato hasta que consiguió eliminar del todo las molestias y la única sensación que tenían los usuarios después de someterse a una sesión era un agradable temblorcillo y un placentero cosquilleo.
Para proteger el preciso y delicado mecanismo, y evitar que alguien pudiera copiarle el invento que tantas horas de trabajo, sudores y dolores le había costado, lo recubrió con una carcasa de chapa de acero inoxidable. El aspecto final que ofrecía era el de una especie de frigorífico tumbado con un agujero en el centro, al que el usuario, desnudo y boca abajo, era atado y bien atado, con una barriguera que recuperó de unos arreos viejos que tenía su padre en el pajar. No faltó el amigo que, después de someterse a cuatro sesiones de una hora y comprobar, metro en mano, que su miembro había crecido ocho centímetros, le propuso darlo a conocer. Satur no le dijo ni que sí ni que no, sino que lo pensaría y guardó “El Longanizador” en el pajar. Nunca había pensado en la explotación comercial del invento, no necesitaba el dinero. Con lo que ganaba en el taller tenía de sobra para vivir y además ahorrar para su jubilación y para hacerse una casa, si es que encontraba novia y se casaba.
Pero todo comenzó a desbordarse, a salirse de madre, cuando empezó a correrse la voz y a formarse un continuo goteo de clientes que se acercaban al taller y preguntaban, susurrando al oído, por la “máquina”. Al principio, Satur les citaba para la noche en el pajar sin cobrarles nada. Pero cuando vio que no dejaban de molestarlo, empezó a cobrar. Y puso un precio disuasorio, doscientos cincuenta euros por cada sesión de una hora, para que no fuera nadie a darle la murga. Pero, sorprendentemente, la gente consintió en pagar lo que le pedía y llegó a tener una lista de espera de varios meses.
Lo que siguió después fue la típica historia, una más y no sería la última, de la maldición del éxito. Debido a la gran cantidad de dinero que ganaba a diario, Satur cerró el taller y no tardaron en acercarse a él, como moscas a un pastel, un nutrido grupo de nuevos “amigos” forasteros y también algunos del pueblo que siempre le habían ignorado. Y unos y otros no pararon de adularle y pasarle la mano por el lomo. Y Satur se dejó querer y, sin darse cuenta, fue secuestrado y atrapado por ese círculo de gente. Y su vida cambió de una manera radical. Empezó a asistir a fiestas donde él era el rey, el jodido amo del cotarro. Unas fiestas en las que, sin ser muy consciente de ello, él corría con todos los gastos. Su madre, y el resto de la familia y sus amigos de verdad, sabían que esa vida era un tobogán que sólo podía llevarle al desastre. Y varias veces y de distintas maneras intentaron hacerle entrar en razones, pero Satur estaba ya demasiado enganchado a esa vertiginosa vida, una vida, según sus propias palabras: “excitante, apasionante, emocionante, de montaña rusa. Una vida que no cambiaría por nada”.
Un buen día, a la vuelta de unas vacaciones por el Caribe, Satur descubrió que le habían robado el longanizador y con él se esfumaron los cuantiosos ingresos que necesitaba a diario para mantener su elevado tren de vida. Los “amigos” empezaron a desaparecer a medida que iba menguando el dinero, hasta que se quedó completamente solo, con el buzón lleno de facturas y las cuentas bancarias en números rojos. Entonces se acordó que tenía los cuadernos con los planos y esquemas del longanizador y que, con ellos, podía construir otro. Pero cuando fue al armario de la pequeña oficina que tenía en el taller, se dio cuenta que también le habían robado los planos y algunos útiles y herramientas especiales con las que había construido el aparato. Un aparato con el que le había llegado el éxito, la fama y el dinero. Pero también, y sin que Satur se apercibiera de ello, se había colado ese demonio cabrón que siempre anda pendiente y atento a los que logran éxito, fama y dinero.
Por descontado, nadie volvió a ver el longanizador. Yo sé, y nunca diré, ni aunque fuera sometido a tortura, cómo llegué a enterarme, que el aparato, perfectamente empaquetado, numerado e inventariado, descansa en ese mítico almacén que aparece al final de la película “En busca del Arca perdida”, al lado del Arca y el resto de maravillas, de las cuales alguien, algún magnate, o no se sabe quién o qué, nos ha privado para siempre al resto de los humanos. Pero lo que no sabe el dueño o dueños de ese almacén, es que del legendario aparato sólo tienen la carcasa de chapa de acero y dentro, el mecanismo de una máquina de coser. Porque el verdadero longanizador fue robado a los ladrones de objetos maravillosos por agentes del servicio secreto del Vaticano. Y hasta allí, hasta El Vaticano, fue trasladado y ahora reposa en lo más recóndito de sus misteriosas e insondables catacumbas. Y de allí no saldrá por los siglos de los siglos. Amén.
El pobre Satur, después de sobreponerse a una grave depresión y superar varias adicciones, abrió su taller de cerrajería y siguió trabajando como siempre y en lo de siempre. Y quiso olvidarse de tan amargo y enojoso asunto a través del trabajo honrado. Pero lo cierto es que, a los pocos meses, comenzó a construir un nuevo longanizador. El cura del pueblo, que se había sometido a varias sesiones secretas, con resultados muy satisfactorios por su parte y, me consta, también por parte de otras personas relacionadas con él, cuyos nombres, por mi propia seguridad, no revelaré, le vio una noche, a través de una ventana del taller, trabajando en el nuevo aparato. Y lo puso en conocimiento de su superior. Unos días después, Satur apareció asesinado. Lo descubrió uno de mis galgos, un domingo de caza, mientras olisqueaba en una cuneta, entre unos matojos.



Alejandro Tello Peñalva

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