EN CUATRO TIEMPOS

de:
Alejandro Tello Peñalva




EN CUATRO TIEMPOS
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TIEMPO UNO:

ADMISIÓN

Bájese aquí mamá, ahora venimos a recogerla, le dijo su nuera volviéndose hacía ella. Felisa pulsó torpemente unos botones y tiró varias veces de una palanca sin conseguir abrir la puerta del todo terreno. Haciendo un gesto de fastidio, su hijo se quitó el cinturón de seguridad y salió a abrirle. Le llevó su tiempo bajar porque el asiento estaba muy alto y parecía que los pies no acababan nunca de llegar al suelo. Cuando lo hizo, su hijo cerró la puerta y le puso una bolsa en su mano. Felisa quiso decirle algo pero él la calló llevándose un dedo a los labios y dándole un beso en la mejilla. No te preocupes mamá, ahora venimos a recogerte, le susurró su hijo al oído. Sí, igual que el año pasado, pensó Felisa quedándose inmóvil con la bolsa en la mano mientras una ambulancia se detuvo detrás de ella haciendo sonar la sirena. Felisa se apartó asustada y el todoterreno, cargado de maletas y bultos, hizo lo propio dejando el paso libre a la ambulancia. Después aceleró haciendo chillar las ruedas en el asfalto mientras su hijo, su nuera y su nieto le decían adiós con la mano. Felisa vio cómo salían a la calle derrapando y acelerando, después miró a su alrededor y se vio, un año más, bajo la marquesina de urgencias del Hospital Clínico. Era el tercer año consecutivo que el mismo día (uno de agosto) y a la misma hora (8 de la mañana) la dejaban allí mientras ellos se marchaban de vacaciones para todo el mes. Felisa decidió marcharse a su casa, pero cuando bajaba la suave rampa por donde las ambulancias descargaban a los enfermos y heridos, sintió que le agarraban del brazo. ¿Adónde va usted?, se volvió y vio a un enfermero mascando chicle y mirándola con una sonrisa burlona. ¿Dónde va tan deprisa abuela?, le preguntó de nuevo. Suélteme joven, me voy a casa, a mi no me pasa nada, ¡oiga que me está haciendo daño! le dijo. Vamos abuela, venga conmigo. De poco sirvieron sus protestas, el enfermero la llevó casi en volandas hasta una sala, la tumbó sobre una camilla y la dejó aparcada en un largo pasillo abarrotado de camillas cada una con un paciente encima lanzando a su alrededor miradas tristonas de perro apaleado. Apenas le dio la espalda el enfermero se quitó las sábanas de encima con un gesto de coraje y bajó de la camilla. Un camillero vio cómo echaba a andar hacia la salida y fue corriendo hacia ella. ¡Quíteme las manos de encima, mamarracho!, le gritó, pero el camillero, sin hacerle caso, la llevó y la echó sobre la camilla amenazándola con atarla si se volvía a bajar. Está bien, me quedaré quieta, dijo Felisa, aterrada ante la posibilidad de que la ataran. El año pasado la ataron con correas y le entraron ganas de orinar, pidió ir al servicio a todo el que pasaba a su lado, pero nadie le hizo caso y cuando la llevaron fue ya demasiado tarde.
Victoriano estaba tres camillas delante de ella. Le habían dejado en calzoncillos y no paraba de tiritar bajo las sábanas que los incontables lavados habían dejado como el papel de fumar. Había oído la refriega entre Felisa y el camillero mientras miraba ensimismado, casi hipnotizado, el rítmico goteo del frasco de suero que colgaba sobre su cabeza. Había llegado allí mucho antes de salir el sol. Estaba agotado porque casi no había pegado ojo en toda la noche. Despertó a las tres de la madrugada, bebió agua y ya no pudo conciliar el sueño a causa del ruido que armaban su hija, su yerno, los niños y la criada andando de acá para allá haciendo el equipaje. ¿Cuándo llevamos a tu padre, antes o después de cargar los trastos?, oyó preguntar su yerno a su hija. No sé, espérate, no me agobies, respondió la hija que en ese momento estaba regañando a uno de sus hijos. Creo que será mejor que le lleves antes, porque después no entrará con todo el equipaje, dijo el yerno. Vale, vale, no me des más el tostón, ahora mismo voy a llevarle y se acabó, dijo muy mosqueada. No hace falta que te pongas así, dijo el yerno un poco caliente también. Y acto seguido la oyó golpear la puerta. ¡papá, despierta!, vamos, vístete, tenemos que irnos, le dijo asomando la cabeza por la puerta entreabierta. Mientras Victoriano se arreglaba, su hija echó unas mudas, un peine y la maquinilla de afeitar en una bolsa. Cuando estuvo listo, le ayudó a bajar la escalera que daba al garaje, le montó en el coche y salieron a toda velocidad de la colonia de adosados donde vivían. Su hija, a medida que se iba acercando a la oscura mole del hospital, sintió cierto malestar, una mezcla de pena y remordimiento pero en ningún momento pensó en dar marcha atrás. Era su padre y le dolía, pero no tenía más remedio que hacerlo, iban a hacer un largo viaje y ya tenían bastante con los niños como para llevarle a él también. Lo siento papá, pero tengo que dejarte aquí, aquí te tratarán bien, no te preocupes, le dijo dándole un beso que el viejo recibió con los ojos húmedos mirando al frente todavía sin creerse que, un año más, iba a tener el valor de hacerlo.
Después de una interminable espera en la camilla, empezó a vencerle el sueño. En ese momento, fue rodeado por un equipo de médicos y enfermeras. Según esto, este hombre está perfectamente, dijo el más viejo de todos levantando la vista después de ojear el resultado de los análisis. Lo llevo diciendo desde que llegué aquí, dijo Victoriano aliviado. Aún es pronto para cantar victoria, abuelo, todavía está pendiente una radiografía de tórax, dijo otro médico. En ese momento llegó una enfermera, sacó una radiografía de un sobre y la puso al trasluz. Los médicos se quedaron mirándola atentamente. Uno de ellos señaló algo con un bolígrafo. Fijaos en la vesícula, la tiene algo deformada, dijo. Otro médico armado de bolígrafo apuntó con él a una zona oscura. El apéndice tampoco tiene muy buena pinta, yo propongo que se le extirpe cuanto antes, la vesícula puede esperar, dijo. Como no se ponían de acuerdo decidieron votar y ganaron los partidarios de la rebanar la vesícula. Victoriano se incorporó y tiró la radiografía al suelo de un manotazo. Maldito hatajo de carniceros, no dejaré que me pongáis vuestras manos encima. No tenéis bastante con tenerme cuatro horas aquí, en medio del pasillo, en calzoncillos, helado de frío, que ahora me queréis abrir en canal, dijo a grito pelado. El médico más viejo, sin inmutarse, le dijo algo al oído a la enfermera, ésta asintió y se fue, volviendo en menos de un minuto sosteniendo una jeringuilla en lo alto. Victoriano intentó resistirse pero cuando se dio cuenta ya se la habían puesto y al instante notó como le iba entrando una irresistible modorra. Vamos, tranquilícese, no sea usted crío, oyó que le decía el médico un segundo antes de quedarse dormido.
Cuando despertó estaba en una sala muy grande con más enfermos encamados, separados por cortinas de plástico que parecían centralitas telefónicas de la cantidad de cables y tubos que les tenían puestos, además de las decenas de frascos colgando sobre sus cabezas y de otros muchos aparatos a su alrededor. Victoriano se dio cuenta que aquello era la UVI. Muy asustado, llamó a una enfermera. En ese momento entró un médico con una carpeta debajo del brazo. ¿Quién coño le ha traído aquí?, ¡vamos, llévenle inmediatamente a planta¡, gritó a un par de enfermeros que había allí. No se asuste, usted no está tan mal como éstos, se trata de un error, le dijo poniéndole la mano en el hombro. Victoriano aceptó las disculpas del médico pero sintió deseos de apuñalarle. A él y a todos los que le tenían allí, y principalmente a su hija, ella era la culpable de todo.







TIEMPO DOS:

COMPRESIÓN


En menos de cinco minutos le pusieron un pijama y un auxiliar le llevó a una habitación individual en silla de ruedas. Cuando le dejaron solo se levantó de la cama y se asomó por la ventana acodándose en el radiador. La ventana daba a un patio con enfermos de caras pálidas y tristes viendo pasar la tarde asomados a las ventanas. Todos ellos tenían aspecto cansado, y miraban cabizbajos con ojos llenos de pesadumbre y no poco aburrimiento. Apartó la cabeza de la ventana, sacó la bata que su hija le había puesto en la bolsa, se la puso y salió al pasillo. Casi se lleva por delante a Felisa que en ese momento pasaba delante de su puerta. Victoriano la sujetó de los hombros cuando ya caía de espaldas como un saco de patatas. Lo siento, dijo Victoriano sin soltarla a pesar de que ya había recobrado el equilibrio. Vaya ímpetu, casi me manda otra vez a mi habitación, dijo Felisa esbozando una sonrisa nerviosa. Estoy un poco alterado, no estoy teniendo precisamente un buen día, siento haberla asustado, pase, le daré un poco de agua, dijo Victoriano abriéndole la puerta de su habitación. Pasó y se sentó en el sillón de escai negro de las visitas y él en una silla de tubo de acero inoxidable. Yo tampoco estoy teniendo un día muy allá, dijo ella después de beber un sorbo y dejar el vaso sobre la mesita. No creo que sea peor que el mío, mi hija me ha dejado abandonado a la puerta del hospital, ni siquiera puedo decir que me ha tratado como un perro porque al perro se lo han llevado de vacaciones. No se asuste de lo que voy a decirle pero la verdad es que nada me gustaría más que ir al chale de la costa a donde va a pasar las vacaciones, agarrarla así por el cuello y estrangularla lentamente, dijo Victoriano cogiendo el vaso con las dos manos y apretándolo como si fuera el cuello de su hija. No será para tanto hombre, dijo Felisa para tranquilizarlo.
¿Que no?, no se puede usted hacer idea de los sacrificios que tuvimos que hacer mi mujer, que en paz descanse, y yo para que la niña estudiara. Desde bien pequeña ya sacaba excelentes notas. Esta chica vale para estudiar, nos dijeron los maestros de su colegio. Merece la pena que hagan un esfuerzo y la lleven a una buena universidad, dijo años después el director del instituto. Y decidimos que de cada duro que entrara a la casa, cuatro pesetas fueran para ella. Nos volcamos en ella, todo nuestro empeño fue darle lo mejor, sin reparar en gastos. Yo echaba jornadas de dieciséis horas con el camión mientras mi mujer cosía a destajo, limpiaba pisos, escaleras, colegios, viejos… y todo lo que le saliera. Acabó Derecho y se fue un año a Inglaterra a estudiar inglés. Después se puso a sacar la oposición para abogado del estado y se tiró varios años más a nuestra costa, viviendo como una señorita de clase alta mientras yo vivía encadenado al volante y mi mujer, que en paz descanse, a la bayeta. En aquel tiempo se hizo novia con el que es ahora su marido y los dos se fueron a hacer un “máster” a Estados Unidos que nos salió por un ojo de la cara. Después nos dimos cuenta que también le pagamos el “máster” ese al caradura de su novio. Y todo eso para que ahora se ría de mi boina y me llame “abuelo cebolleta” entre otras cosas. ¿Qué le parece?. Victoriano lanzó un hondo suspiro, bebió un sorbo de agua y se quedó callado con la vista perdida en el suelo. Felisa fue a decir algo, pero Victoriano la cortó. Espere que todavía queda lo mejor. Mi hija sacó la oposición y ahora es directora general de no sé qué y él es técnico de no sé cuanto. Ganan entre los dos un dineral y viven en las afueras, en un barrio de “estirados” como yo digo. Pero, a lo que voy, todo el dinero se les hace corto y no dudan en sisarme de la cartilla todos los meses, a mí, que estoy cobrando la pensión mínima, serán… no sé ya lo que decirles. Se levantó de la silla y se quedó de espaldas a ella asomándose a la ventana. Felisa fue a decir algo y en ese momento él se volvió y le dijo que este año no pasaba que les diera un escarmiento. Van a saber quién es el abuelo “cebolleta”. dijo volviéndose hacia ella.
¿ Me dejará hablar?, preguntó con una sonrisa. Perdone usted, es que estas cosas me ponen lo de arriba abajo, hable por favor. Felisa, bebió un sorbo de agua, carraspeó y comenzó a hablar. Agárrese usted, que lo mío tampoco tiene desperdicio, a mí es el tercer año que me dejan aquí, y cada año me han operado de una cosa. En verano los médicos más antiguos se van de vacaciones y el hospital queda en manos de jóvenes recién titulados que están como locos por echarle el guante a cualquier incauto que pase por aquí. Los peores de todos son los cirujanos que no dudan en abrirte en canal con cualquier excusa. El primer año me sacaron una chinita del riñón que nunca me había molestado, el segundo me quitaron el apéndice sin venir a cuento y éste parece que he tenido suerte y sólo van a quemarme una almorrana que jamás he notado. ¿Usted se cree que yo estoy para estos trotes?. Esta mañana, en cuanto me he echado a la cara al equipo de cirujanos imberbes, que ya les conozco porque son los mismos del año pasado, les he dicho: queridos, si queréis practicar ¿ por qué no os machacáis los cojones con dos cantos y después os los curáis unos a otros, ¿qué os parece?. Pero no me han contestado, todo su afán era prepararlo todo para meterme mañana en el quirófano y ponerse a cortar y hurgar a placer.
“Ahora venimos a buscarla, mamá”, me decía esta mañana la guarra de mi nuera. Eso me ha sentado mucho peor que una operación, porque una cosa es que te dejen tirada como un trasto viejo que estorba y otra que te tomen por gilipollas. Se creen que porque una tenga ya más de ochenta años no se entera de nada. Yo me entero de todo, no como el calzonazos de mi hijo que no hace más que trabajar como un negro para que ella viva como una señorona, que si un día al centro de belleza, que si otro con sus amigas a merendar y después al bingo, que si otro a la peluquería a que le hagan servicio completo, que si otro de compras o a broncearse, mientras una asistenta le cría a su hijo y le limpia la casa. Este año se ha empeñado en hacer un crucero por el Nilo y como nos les llegaba el dinero me han saqueado la cartilla, la han dejado en cuadro, como lo oye. Y como así tampoco les llegaba, ni cortos ni perezosos se han metido en un préstamo. Y mi hijo, una vez más y por no discutir, ha consentido, porque es un simple que ni sabe ni huele como la mierda de pavo. No hay nada más triste que tener un hijo tonto, y mi hijo lo es, y de los grandes. Se cree, el muy infeliz, que porque le dé todos los caprichos, ella se mantendrá a su lado y le será fiel. Y la verdad es que el pobre gasta sombrero con mangas desde el primer año de casados. Cuántas veces la habré visto dándose el filete en el parque y en los bares del barrio con muchachos que podían ser sus hijos y me he hecho la loca. Así lleva ya muchos años y lejos de enmendarse, va a peor. “La vedette” como la llaman en el barrio, le ha tomado la medida a mi hijo y no tiene hartura, cada vez quiere más, ya veremos que pasa el día que mi hijo no pueda costearle todos sus caprichos. Me gustaría que llegara pronto ese día para que se diera cuenta de la pieza que tiene por mujer, acabó diciendo Felisa. Victoriano no contestó, parecía pensativo y se limitó a asentir rascándose la cabeza. ¿Me está usted oyendo?, dijo Felisa mirándole fijamente. Perdone que no le haya hecho mucho caso, pero es que le estoy dando vueltas a una cosa que se me acaba de ocurrir. Si me permite, voy a contársela a ver que le parece, dijo Victoriano arrimando la silla hasta dejarla pegada al sillón de escai desde donde ella le miraba atentamente con la cabeza vuelta mostrando su perfil de rapaz. Antes de hablar, abrió la puerta y se asomó al pasillo para comprobar que nadie les espiaba. Verá usted, dijo sentándose con la agilidad de un mozo sin dejar de mirarla a los ojos (Victoriano tenía una vitalidad envidiable a pesar de sus ochenta y cinco años y sus ojos todavía tenían mucho de la viveza del muchacho que fue) voy proponerle algo que seguro le va a sorprender. Después de oírla me he dado cuenta que los dos tenemos que ajustar cuentas con nuestros hijos. Los dos les hemos consagrado buena parte de nuestras vidas, les hemos dado lo que nunca hemos tenido y a los dos nos han pagado con el desprecio, la humillación y el abandono. Nunca serán capaces de valorar nuestro esfuerzo, ni reconocerán su deuda, al contrario, cuando más viejos seamos, más les estorbaremos y en el mejor de los casos acabaremos en un siniestro y maloliente asilo donde nos mantendrán todo el día amodorrados a base de pastillas, mal aseados y peor alimentados. Ése es el futuro que nos espera, amiga Felisa, si no somos lo bastante audaces como para dar un golpe de timón que cambie ese negro rumbo al que inexorablemente estamos abocados. No creo ni en Dios ni en el Destino, sólo creo en la voluntad, la inteligencia y el valor. Pocas cosas habrá más inútiles que las lamentaciones y yo no quiero pasarme estos últimos años de mi vida, una vida que acabará y ya jamás volverá, lamentándome de no haber hecho nada para cambiar las cosas, acabó diciendo Victoriano un poco excitado. Me parece muy bien todo eso, pero qué podemos hacer nosotros, dos pobres viejos desamparados, dijo Felisa acariciando con ternura la mejilla de Victoriano. Tengo un plan, escúchame atentamente, dijo él. Ella acercó su oreja hasta sentir el cosquilleo de su bigote y fue asintiendo a todo lo que le decía con la mirada perdida en la ventana. Cuando acabó de exponerle su plan, ella dijo que le parecía una locura pero iría con él a donde fuera. Cualquier cosa es mejor que quedarse aquí esperando a que te abran en canal, cuenta conmigo, dijo y se levantó apoyándose en el bastón y salió de la habitación, él la despidió en el umbral con un beso.





TIEMPO TRES:

EXPLOSIÓN

A las ocho y media de la tarde acababa la hora de las visitas. A esa hora estaban los dos vestidos de calle frente al ascensor, rodeados de amigos y familiares de enfermos que abandonaban el hospital. Llegaron al vestíbulo y salieron entre la marea humana que en ese momento cruzaba la puerta automática. El vigilante no daba abasto a controlar tanta gente y los dos salieron a la calle, libres como el viento, sintiendo en el estómago un excitante hormigueo de felicidad. Se sentían como dos chiquillos después de hacer una travesura. Subieron a un taxi que les llevó primero a Carabanchel, donde vivía Felisa. Entraron al piso, Felisa cogió una bolsa de deportes y echó las joyas de su nuera en primer lugar, así como las cartillas de ahorro, la hucha del nieto, una tarjeta de crédito, la cubertería de plata, una pareja de candelabros y todo cuanto encontró de valor. Por último cogió una foto que presidía el mueble – bar. ¿Y esa foto?, preguntó Victoriano. Es la madre de mi nuera, otra igual que ella, a esta foto le tiene mucho cariño, por eso me la llevo, es simplemente por joderla. Bien hecho, dijo Victoriano. ¿Alguna cosa más?, le preguntó Victoriano. Es todo, ya podemos irnos, dijo ella cerrando la cremallera de la bolsa. ¿Qué llevas en la mano?, preguntó Felisa. Es un cóctel Molotov, lástima que no haya encontrado gasolina pero servirá el alcohol del botiquín, dijo acercándole la llama de un encendedor a la mecha fabricada con el cordón dorado de las cortinas. ¿Es necesario que prendamos fuego al piso?, preguntó ella un poco asustada. Es fundamental no dejar rastro alguno y sobre todo que se queden en el cabo de la calle, que lo pierdan todo para que empiecen de cero, así conocerá su hijo a su verdadera mujer. Está bien, no seré yo la que te detenga ahora, ¡adelante!, dijo Felisa saliendo al rellano en el momento en que Victoriano lanzaba el artefacto. Salieron tranquilamente a la calle, doblaron una esquina y montaron en el taxi que, según sus instrucciones, les esperaba con el motor en marcha. ¡A Aravaca!, ordenó Victoriano. El taxi se puso en marcha. Era agosto y las calles estaban desiertas, una agradable brisa entraba por las ventanillas abiertas. El sol acababa de ponerse y los interminables bloques de pisos parecían chapa negra recortada contra un cielo azul ceniza. Cuando salieron de Madrid vieron los rescoldos del ocaso apagándose lentamente. Llegaron a la caseta de vigilancia de una lujosa urbanización y Victoriano les dijo que iba a casa de su hija. Los vigilantes consultaron unos papeles y le dijeron que no podían dejarle pasar, eran órdenes de su hija. Desesperado, Victoriano hizo un gesto de complicidad a los guardias y les guiñó un ojo, sólo será un cuarto de hora, después nos iremos, les susurró manteniendo el ojo cerrado. Los vigilantes sonrieron, cambiaron unas palabras entre ellos y decidieron dejarles pasar. Conocían a Victoriano, sabían que era el padre de la Directora General, además sólo sería un cuarto de hora. Pasen, pero si no están aquí dentro de un cuarto de hora, iremos a buscarles, dijo el vigilante abriendo la barrera. No se preocupen, aquí estaremos, dijo Victoriano abrazando a Felisa sin dejar de sonreír. Llegaron al chale, Victoriano abrió la puerta, desconectó la alarma, abrió la caja fuerte y sacó todo lo que había dentro. Felisa lo recogió en un maletín. Aquí llevamos más de lo que podemos gastar, la pena es no tener ahora veinte años menos, pero nunca es tarde para disfrutar de la vida, dijo. Bajó al garaje y volvió con una garrafa y fue rociándolo todo sin dejar ni un solo objeto sin su bautizo de gasolina hasta que el olor se hizo insoportable. Cogió un mechero de sobremesa y prendió la borla de un almohadón. En un segundo la gasolina explotó y todo echó a arder violentamente. El enorme salón fue rápidamente invadido por las llamas que silbaban, crujían y chisporroteaban de una forma endiablada. El fuego parecía ansioso por devorar aquel suculento festín de muebles de época, objetos de anticuario, sofás de cuero, sillones de carísimo diseño, estanterías repletas de libros de lujosa encuadernación, tapices, alfombras, visillos y cortinas de exquisitos tejidos, cuadros al óleo y grabados de renombrados artistas. Todo ello ardía con una increíble fuerza, como si el fuego supiera que toda aquella obscena exhibición de lujo y poder tenía que ser aniquilada, reducida a cenizas porque estaba edificada sobre los odiosos, repugnantes y malditos cimientos de la injusticia, el egoísmo y la codicia. Vámonos, dijo Victoriano cogiendo el maletín y cerrando la puerta. Cuando llegaron a la caseta, los vigilantes sonrieron de nuevo. ¿Qué os había dicho?, y todavía me ha sobrado tiempo, soy puro fuego, les dijo con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Qué podemos decir?, que está usted hecho un castigador D. Victoriano, dijo uno; un macho ibérico de los que ya no hay, añadió el otro vigilante riéndose. Gracias chavales, os habéis portado muy bien, hasta siempre, les contestó mientras hacía una seña al taxista para que se pusiera en marcha.





TIEMPO CUATRO:

ESCAPE

Llegaron a Barajas con el tiempo justo para coger el avión a Tenerife. Allí les esperaba su viejo amigo Manuel con el que Victoriano había hablado por teléfono momentos antes de subir al avión. A Manuel no le había visto desde la batalla del Jarama en que combatieron hombro con hombro en las filas republicanas y con el que llevaba carteándose desde entonces. Al encontrarse se dieron un largo y emotivo abrazo donde las lágrimas caían sobre los arrugas de sus caras como la lluvia sobre los surcos de un reseco barbecho. Lloraron torrencialmente por los largos años separados, por los recuerdos imborrables, por los viejos camaradas muertos y por ellos mismos, a los que el tiempo arrasador estaba a punto llevárselos a la otra orilla desde la que nunca se regresa. Fueron a su casa y allí pasaron unos días muy felices paseando y ayudándole en el huerto mientras les hacían los nuevos documentos de identidad que les habían encargado a unos falsificadores. Cuando los tuvieron, compraron una casa de indianos rodeada de varias hectáreas de frutales y viñas.
Los periódicos recogieron la noticia de los incendios, sobre todo del incendio del chale de Aravaca, que la policía achacó a una banda de delincuentes del Este que merodeaban por la zona.
Felisa y Victoriano, a los que sus hijos no denunciaron su desaparición, pasaron los años que la vida tuvo a bien regalarles en aquella hermosa tierra, saboreando cada hora, cada día como sólo lo sabe disfrutar aquél que ha sabido conquistarlo, arrebatándoselo a los que ni lo valoran ni lo merecen.

Alejandro Tello Peñalva.