LA BOINA FÓSIL

de:
Alejandro Tello Peñalva


LA BOINA FÓSIL



Recuerdo el ruido a fritura de las chicharras bajo una luz cegadora que calcinaba rocas y abrasaba a moscas de media arroba, que explotaban en el aire cuando se exponían más de una hora a aquel sol terrible. Hace ya un mes que regresé de mi viaje por la Tierra, donde pasé una semana muy especial pudiendo conocer algunas cosas más sobre el astro que albergó a mis antepasados.
Iban a hacer mil años desde aquella tercera guerra mundial que transformó el planeta, al que llamaban azul, en un cráneo terroso mondo y lirondo, asolado por vientos radiactivos y tempestades eléctricas, asado literalmente por un sol justiciero que derretía lagartos y abatía moscas mutantes de más de seis kilos de peso, parientes lejanas de aquellas moscas cojoneras de nuestros antiguos.
Me llamo Bienvenido Fulañón, y soy de las últimas ramas de un árbol genealógico muy especial. Un árbol de exiliados o más bien de huidos de aquella catástrofe que aniquilo la civilización. Unos meses antes de aquella muerte anunciada, fueron preparadas para tan transcendental misión diez parejas de científicos jóvenes. Todos ellos fueron sometidos a una rigurosa selección, tan minuciosa como secreta. La finalidad del plan era que la humanidad sobreviviera en esas veinte personas. En aquella época, la humanidad se debatía en una insondable crisis que presagiaba lo peor. Según todas las previsiones, el mundo, tal y como iba, no podría durar más allá de un mes. El oxígeno escaseaba por culpa de la deforestación; era raro el día en que no desaparecida alguna especie animal o vegetal, los árboles supervivientes se exponían dentro de vitrinas de museos como seres de otro mundo, la capa de ozono hacía tiempo que no existía y los rayos solares herían a todo bicho viviente, había que ponerse mascarilla hasta para bajar a por una pistola de pan. Los suicidas lo tenían fácil, sólo tenían que sentarse en un banco y ver el atasco fumándose un puro.
El capitalismo más puro y duro dominaba la tierra, y este sistema terminó, a conciencia, por expoliar los recursos del planeta, además arreciaban las lluvias ácidas y las incesantes guerras, grandes, medianas y pequeñas, minaban cualquier intento de sanear el planeta, pues todas las guerras traían tras de sí el fantasma del hambre, y el hambre y la miseria traían a su vez la barbarie y el caos generalizado. Nadie pudo parar aquello y un mal día todo llegó a su fin: fue el triste desenlace de una cadena de hechos a cual más nefasto para el género humano. No hizo falta juicio final, puesto que todos los hombres, jueces y jurado, reos y público en general se autocondenó a sufrir su propia estupidez.
He venido al planeta Tierra, donde todo empezó y acabó, desde nuestra base, situada cerca de la nebulosa de Orión, nunca había estado aquí, pero nada mas llegar y poner el pie en el suelo sentí el latido de la tierra, una especie de emoción como si algo en mi interior, instintivo, me hiciera recordar que estoy en mi casa, aunque de momento no la reconozco como tal sino únicamente como lugar de estudio. Estuve solo en una zona que se llamó, en otros tiempos, La Mancha; volverán a recogerme dentro de una semana, tengo asignada una cápsula y un equipo completo de supervivencia. Este lugar me correspondió por sorteo entre los otros compañeros que, como yo, van a quedarse siete días solos y aislados. Daría igual que me hubiese tocado en otro sitio, porque todas las zonas se han convertido en rincones igualmente hostiles, en eriales que alguna vez fueron bosques, en desiertos que alguna vez fueron viñedos y trigales y olivares y ...
La primera noche dormí confortablemente en la cápsula al abrigo de una temperatura de -100 grados y un viento del Este de 250 kilómetros/hora que, según nuestros científicos, era normal en esta época del año. A la mañana siguiente desperté, corrí la persiana y una luz me cegó, haciéndome caer de espalda. Aquella luz venenosa hacía resplandecer todo el campo de una manera brutal. Una vez bien equipado salí fuera a dar una vuelta de no más de una hora. Era el tiempo de exposición de seguridad, siempre había que tenerlo en cuenta, de lo contrario la tremenda radiación existente terminaría por atravesar el traje protector hasta convertirme primero en un higo seco y más tarde en un puñado de polvo.
Caminé lentamente por aquel secarral, no encontrando a mi paso nada que me llamase especialmente la atención. El paisaje era una sucesión de tierra abrasada y rocas fulminadas que se deshacían con sólo tocarlas. Los únicos seres que sobrevivan en medio de aquel infierno eran los insectos, totalmente inmunes a la radiación, los reptiles y algunos roedores como las ratas que se habían adaptado a aquel hábitat tan hostil de manera prodigiosa. Estaba a punto de regresar a la nave cuando algo llamó mi atención. Era un objeto que brillaba entre un montón de piedras, quizás se trataba, pensé, de un cristal de roca; al cabo de un rato afanando conseguí desincrustarlo, era una pieza sorprendente, un fósil envuelto en ámbar perfectamente conservado. Tenía forma de disco y era de naturaleza desconocida. Podría ser un instrumento o aparato tecnológico, o quizá un animal sin catalogar por nuestros expertos, o, tal vez, un transmisor galáctico o un radar sideral porque del centro de aquel disco sobresalía una pequeña protuberancia o pitón enhiesto de unos dos centímetros de altura.
Rápidamente me di la vuelta y caminé en dirección a la cápsula, por fin, me dije, había hallado algo digno de estudio. Una vez en la nave examiné el objeto: no emitía radiación, al menos conocida, tampoco era de naturaleza animal, vegetal ni mineral. Si los instrumentos no se equivocaban, aquello tenía una edad de 1.250 años. Esta especie de disco negro de 620 milímetros de diámetro tenía en su interior una banda marrón de unos 3 centímetros de ancho, seguramente funcionó como campo magnético que proporcionaba energía al objeto, además el envés estaba forrado de otro material más ligero que contenía una inscripción muy borrosa en el centro que bien podría ser un código de identificación. De no haber sido por la protección del ámbar, esta pieza habría desaparecido como ha desaparecido todo vestigio humano. Pasé el resto del día estudiando el objeto, y dormí aquella segunda noche con la esperanza de hallar más restos de esa mal llamada civilización. Nuestra misión consistía básicamente en eso: recabar información sobre mis desgraciados ancestros.
El sol volvió a salir al día siguiente y yo también volví al lugar donde encontré el misterioso disco negro. Rastreé minuciosamente el lugar con la nariz casi a una cuarta del suelo. De pronto vi salir una rata enorme de entre las piedras y dirigirse hacia mí chillando y mostrando unos dientes afilados como cuchillos. Rápidamente eché mano de un pequeño emisor de ultrasonidos y el animal se alejó rápidamente, perdiéndose entre los montones de piedras. Me acerqué con mucha cautela al sitio de donde había salido la rata y vi un agujero de un metro de diámetro por el cual me introduje hasta que perdí pie y caí rodando por una especie de galería. No recuerdo el tiempo que fui cayendo, sólo sé que cuando recobré el conocimiento había pasado el tiempo de exposición a la radiación: hacía ya dos horas que tenía que estar en la cápsula. Intenté no perder la calma y aprovechar el curso de supervivencia que seguí antes de llegar a este planeta.
Me encontraba en medio de una sala excavada en la tierra, tanto las paredes como la bóveda estaban encaladas, así como provistas de oquedades donde reposaban algunos utensilios prácticamente intactos: un recipiente de vidrio de forma alargada con un trozo de material blando en la punta; una pieza córnea con cloruro sódico en su interior; un trozo de cristal pulido donde me reflejé; un aparato metálico de forma ovalada colgado en la pared, y que contenía un líquido viscoso en su interior; y otros fascinantes objetos que aparecían de entre las sombras a la luz de mi linterna. Seguí mirando aquella estancia mientras el corazón latía con fuerza en mi pecho, sin duda, pensaba, había dado con la casa intacta de un poblador aborigen de esta zona. El hogar de un antepasado. Me consideraba una persona con suerte ya que, como he dicho, existían muy pocos vestigios humanos debido a la intensidad con que la primera pulsión nuclear azotó la corteza terrestre.
En el intento de buscar la salida de aquella cueva reparé en unas extrañas inscripciones que llenaban una de las paredes de la sala. En ella se leía: “He perdido hasta la boina”, “esto es el fin del mundo”, “me llamo Paco García”, “¿por qué hemos llegado a esto?”,” ¿Adónde han ido todos?”, “¿dónde está mi mujer?” “también me he quedao sin mula “. Había otras pintadas por el estilo, pero estaban borrosas y sin sentido, se conoce que el humano fue sorprendido por el holocausto nuclear en esta cueva o silo, o pudo refugiarse a tiempo, quedando convertido este habitáculo subterráneo en una cámara de protección durante horas o quizás días, lo que le permitió sobrevivir milagrosamente algún tiempo. Este pobre diablo fue uno de los últimos hombres vivos sobre la Tierra, sin embargo no quedan rastros de él, posiblemente intento salir de allí, siendo totalmente desintegrado por la bola de fuego que sacudió al planeta durante meses.
Poco más había que rascar en aquella cueva. Sentía cada vez más cerca ruidos extraños en la oscuridad del silo, probablemente insectos o reptiles que empezaban a curiosear a mí alrededor. Quise salir rápidamente y empecé a concentrarme para poder levitar, y encontrar pronto el agujero de salida. Al poco tiempo mi cerebro consiguió que el cuerpo se elevara, era un truco muy sencillo, bastaba con forzar la mente hasta lograr que el deseo se extendiera por todo el cuerpo. De ese modo, todos los músculos eran dirigidos en una sola dirección, lo que permitía elevarte. El cerebro, en uno de sus incontables recursos y aplicaciones, era capaz de llevar a cabo lo que nosotros llamábamos “proyección espacial voluntaria”.
Ya fuera del silo, mi traje empezó a descomponerse con rapidez, me quedaban minutos de vida. Sólo me quedaba probar a retroceder en el tiempo una hora. Era mi única salida. Tenía que buscar un agujero espacio temporal que me hiciese volver atrás en el tiempo. Mi cerebro, a fuerza de concentración, consiguió convertirme en un haz de energía que atravesando una cuarta dimensión mi situó una hora anterior al tiempo real. Respiré hondo cuando me hallé de nuevo en la cápsula. Estos experimentos no están aún muy probados, podría ocurrir que una vez dentro “el agujero de gusano temporal” se cerrase antes de lo previsto, entonces ya nada te haría volver al punto de partida. A través de nuestras investigaciones, a las que concedemos muchos esfuerzos, estamos logrando disminuir este peligro.
Lo que antes parecía imposible y no nos atrevíamos ni a imaginar hoy se ha vuelto posible y realizable. Esto es el fruto de tantos años de un continuo y eficaz trabajo que comenzó con la llegada a su destino de nuestros primeros padres, aquellos emigrados de la Tierra, que estudiaron lo que le había ocurrido a la humanidad para que no volviera a repetirse jamás bajo ningún concepto. Ellos llegaron a la conclusión de que toda la desgracia del hombre se debía al uso, poco y malo, de su capacidad cerebral. Por ello se centraron en el estudio de los cerebros y en las posibilidades y expectativas que ese amasijo único y maravilloso en el universo, ese súper gigante computador de kilo y medio de peso formado por billones de circuitos podía brindarles. Y, en este camino siguen estando nuestras investigaciones actuales.
Ya casi aprovechamos el 50% de nuestra capacidad cerebral, recordemos que nuestros antepasados terráqueos aprovechaban su cerebro un 5 %, y eso en el mejor de los casos, porque no hay que olvidar que la mayoría de las funciones, tales como: hacer de vientre, firmar letras de cambio, retirar la mano de las ascuas o la mano de la novia al ver venir a la suegra, etc., son actos reflejos donde el cerebro prácticamente no actuaba, sólo vegetaba y dormía la siesta. Era como si estuviésemos usando un potente ordenador para sumar 2 y 2. Nuestro primer reto consistió en saber por qué todo nuestro potencial cerebral estaba parado, y si lo estaba por causas genéticas obedeciendo alguna orden de no se sabe bien qué naturaleza; o si, por el contrario, había que seguir un aprendizaje o método cuya clave había que descubrir.
Ahora que han pasado más de mil años de aquellas preguntas, podemos afirmar que estamos en el camino de la perfección. Hemos conseguido evolucionar hasta estados difícilmente imaginados por las mentes más brillantes de nuestros abuelos y casi chimpancés terrícolas.
Al principio nos preguntábamos por qué era tabú, por ejemplo, acostarnos con nuestras madres o padres, y no era tabú el asesinato o la guerra, siendo esto último mucho más atroz que lo primero. Ahora hemos erradicado de nosotros esos sentimientos negativos y destructivos. Se han convertido en tabú y no se nos pasa por el pensamiento hacer nada que nos haga daño o hacerlo a los demás porque hemos desarrollado anticuerpos, hemos eliminado estas toxinas mentales que en tiempos dominaron al hombre, léase la ansiedad, la agresividad, la violencia, el odio, la envidia, el afán de robar, de engañar, de someter; el venenoso instinto de posesión de unos sobre otros, la intolerancia, la cruel explotación del hombre por el hombre etc y más etc... En nuestro nuevo mundo el hombre no es un lobo para el hombre, sino su compañero en el camino, su hermano de especie.
Nuestros sabios trabajan para conseguir ese nuevo hombre del futuro. Dentro de 4000 años, aproximadamente, el proceso de regeneración habrá culminado en la Tierra y todo volverá a ser como antes. Quizás los ríos hayan cambiado de sitio y las montañas hayan crecido o menguado en algunas partes, pero eso no importa. Lo importante es que el cielo será limpio y azul como cuentan que era. Habrá plantas y animales de miles de especies, y todo volverá a ser un paraíso, y Dios, que no es otra cosa que la naturaleza, acogerá una vez más a este hombre nuevo que vivirá allí durante milenios y estará perfectamente integrado en su hábitat y no volverá a sufrir sus propios errores o locuras. Dentro de unas cuantas generaciones Adán y Eva volverán al Edén, y ésta vez para quedarse.
Pronto me pondré a trabajar con los hombres sabios, tengo que colaborar en la formación de una cadena generacional que nos conducirá a nuestro objetivo. Cuando el planeta azul vuelva a serlo, estaremos allí los primeros para estrenarlo. No sabemos si conseguiremos nuestra meta. Hay entre nosotros quien opina que es una utopía, pero hay una frase que me anima y me gusta recordar, dice así: “Como no sabían que su tarea era imposible, lo lograron”.
Cada vez avanzamos más en este sentido, aunque hay algo, tal vez biológico que nos impide marchar más deprisa. Casi siempre todo va bien, todo va en la dirección exacta, pero cuando todos creemos haber desterrado los instintos más dañinos que anidan en nosotros, surgen complicaciones que vuelven a poner en entredicho el éxito de nuestra misión. Ayer, sin ir más lejos, ocurrió un hecho bastante descorazonador para todos nosotros. Resulta que pillaron a dos de nuestros más eminentes hombres sabios enganchados de los pelos y zurrándose a hostia limpia, porque parece ser que uno de ellos iba a ser nombrado jefe de investigaciones, y el otro no estaba, por lo que se ve, de acuerdo del todo, en fin…
El viaje de exploración a la Tierra acabó y vengo de asistir a una reunión con mis compañeros de viaje. Todos nos sentimos satisfechos de haber estado unos días en un lugar mítico para nosotros. Cada uno de los habitantes de nuestra estación al cumplir los 33 años viaja a la Tierra para estudiar su evolución y también para no olvidar las raíces y nuestra misión a la que nos hemos entregado en cuerpo y alma. Cada uno de nosotros tiene que ver por sí mismo el mal que se le hizo a lo que tendría que ser nuestra casa. Ahora nuestra generación enseñará a la siguiente la lección aprendida. Y así será hasta que llegue una afortunada generación que halle una tierra virgen y habitable. Esperemos que cuando pisen la hierba por primera vez no olviden lo que tienen que hacer.

Alejandro Tello Peñalva

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