La visita de Cupido

de:
Alejandro Tello Peñalva







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Al tercer intento, Gabino logró meter el llavín en la cerradura, abrió la puerta y entró en el corralón dando un traspié. Le seguí, riéndome por lo bajo, del tropezón y de sus andares de borracho, sin darme cuenta que yo también había bebido de más y, al igual que él, había venido andando de una acera a otra. Fue a darle a la luz y se dio cuenta que nos la habíamos dejado encendida. Pero no hacía falta la luz porque ya había amanecido. Cuando veníamos hacia aquí, vimos asomar la coronilla de yema encendida del sol en una bocacalle.
- Todavía no me puedo creer que vaya a casarme con María - dijo dándole la vuelta a una caja vacía de cerveza, sentándose aparatosamente en ella y cerrando los ojos con un largo soplido de alivio. Cualquiera que le viera diría que acababa de dar la vuelta al mundo a pie.
- Pues créelo, mira este caos, estás en tu despedida de soltero. La semana que viene a estas horas ya habréis dicho eso de ¡al fin solos! - le dije agachándome torpemente hasta que conseguí sentarme frente a él en otra caja vacía.
- La vida es un continuo asombro - dijo con una sonrisa de lelo mientras levantaba la cabeza, (en su caso habría que decir el cabezón), hacia las ristras de bombillas y banderitas que cruzaban el corralón de punta a punta, cuarteando un hermoso cielo azul pálido. Después se quedó mirando los dos peroles de carne, uno de ellos caído, que habían servido de portería en un demencial partido de fútbol entre borrachos jugado con botellas vacías de plástico.
- ¿Quieres beber o comer algo? - preguntó señalando la alargada mesa con mantel de papel manchado y rasgado, llena de botellas, unas vacías y otras a medias; servilletas de papel usadas, vasos de plástico aplastados, cubiertos y un desorden de platos de patatas fritas, frutos secos, fiambres, aceitunas y chuletas.
- No me hables de comida y, sobre todo, de bebida - dije fingiendo una arcada. Bastaría una aceituna para echar la pota y no te digo nada si me tomara un cubalibre más…
- Yo tampoco puedo más, pero ¡qué coño!, es mi despedida de soltero - dijo poniéndose de pie y acercándose a la mesa con paso vacilante. Cogió dos vasos con restos de bebida, los vació en el suelo y repartió en ellos el culo de whisqui que quedaba en una botella.
- Toma y no me digas que no, me cago en la leche, que te lo echo por la cabeza - dijo levantando la voz y sonriendo mientras me lo acercaba con su mano temblorosa.
- No me atreví a decirle que no y lo cogí dándole las gracias.
- Eres mi mejor amigo y vamos a brindar por ello - dijo dándome un manotazo en el hombro y levantando el vaso para brindar.
- Lo fuimos cuando éramos niños, pero de eso hace mucho. Ahora tienes muchos otros amigos - le dije levantando el vaso y dando un sorbo de whisqui segoviano que me supo a gasolina.
- Sabes que nunca se tienen muchos amigos. Con suerte hay dos o tres, como mucho, que lo son. Los demás son conocidos, gente que tratas por una cosa u otra. Ahora mismo, amigos, lo que se dice amigos, sólo te tengo a ti. Te lo digo yo. Esta tarde éramos treinta y tantos y ahora sólo somos dos. ¿Qué ha pasado con mi pandilla de mozos viejos?. Te lo voy a decir: a medida que iban emborrachándose se han ido olvidando de mí, total ¿qué soy yo para ellos?, un compañero de barra, un amigote, un mozo viejo más de la cofradía del sábado, sabadete, camisa nueva y… otro que tampoco. Les conozco bien porque les he tratado desde siempre y soy igual que ellos, o mejor dicho, era, hasta que María me vino a rescatar de la vida hueca de parrandero y tarambana que he llevado desde los dieciséis años. Como si les estuviera viendo ahora, desperdigados por ahí como un ejército en desbandada, una alocada tropa de botarates bien macerados en alcohol y chocolate. Unos en la discoteca dando el tostón a las chicas, queriendo ligar a la desesperada y lo único que ligarán, y lo saben, será el pedo de todos los sábados; otros, más impacientes, ya habrán desembarcado en el puticlub y a estas horas estarán ajustando el precio de la carne mercenaria con el encargado; otros, en el bingo, amodorrados encima de un cartón; y otros, los de menos aguante, hace mucho que se fueron a sus casas a dormir la mona.
Sólo hemos quedado tú y yo. Sabía que iba a ser así y me alegro por ello. Es mi despedida de soltero y quiero apurarla hasta que el cuerpo aguante. Espero que tú también aguantes. Después de esta parada para coger fuerzas, iremos a la churrería a comprar una rosca de churros y nos la comeremos en el bar con un puchero de chocolate. Después un sol y sombra, un purito habano y lo que venga. No me dejes solo Antoñito, es mi despedida de soltero aunque siga sin creerme que voy a casarme con ella. Joder, soy tan feliz que me dan ganas de llorar - dijo levantando la vista hacía el cielo.
- ¿No tendrá algo que ver el alcohol con esa felicidad tan desmedida? - le pregunté.
- Te aseguro que no. Estoy así desde que María y yo nos hemos reencontrado después de tantos años.
- ¿Cuántos años son ésos? - le pregunté.
- ¡Uf!, espérate, dijo bajando la cabeza y rascándose la coronilla. Tengo cuarenta y la última vez que estuvimos juntos tenía catorce… así que tira la cuenta.
- Veintiséis - dije.
- Pues eso - contestó.
- En esa época fue cuando te secuestraron, ¿no?. Todavía me acuerdo de aquello, lo debiste pasar muy mal - le dije.
- No me secuestraron. Eso fue lo que dijeron en el pueblo. La gente no atasca. Cuando no saben una cosa, se la inventan y ya está. Realmente lo que pasó es que me fui de casa. Fue un acto de rebeldía, un berrinche de crío. Tenía catorce años y a esa edad tan difícil las cosas duelen mucho más que a ninguna otra, y más si estás enamorado como yo lo estaba entonces - dijo cabizbajo, cogiendo una chapa del suelo y jugando con ella. Mis padres le dieron la razón a la gente. Preferían lo del secuestro a la vergüenza de que se les escapase un hijo. Me pidieron con lágrimas en los ojos que dijera que me habían secuestrado, y yo se lo prometí porque, a pesar de todo, me daba lástima verlos sufriendo tanto por el qué dirán. De modo que me inventé un secuestro con pelos y señales y no me hacía rogar mucho a la hora de contarlo una y otra vez a quien quisiera oírlo. La gente me escuchaba boquiabierta y podía oírse el vuelo de una polilla cuando les contaba los detalles más escabrosos, inspirados en las espeluznantes reportajes de la España profunda que venían en el “El Caso”. No sé si te acordarás de aquel semanario de sucesos. Yo solía leerlo en la barbería de mi tío. En esa época se daban muchos secuestros de niños. Niños engañados por turbios personajes, herederos directos del hombre del saco, que les ofrecían caramelos y después les invitaban a dar un paseo en coche y nunca más volvía a saberse de ellos. Nadie sabe la verdad, nunca lo he contado, ni siquiera a mis compañeros de juerga, pero te lo voy a contar a ti, Antoñito, porque eres mi amigo, mi mejor amigo - dijo tirando la chapa al aire y dándome un manotazo en la rodilla.
Y después de dar un trago, limpiarse los labios con la manga, relamerse y carraspear largamente empezó a hablar.
- Allá voy. Érase una vez - dijo riéndose. Bueno, ahora en serio. Mi padre era maestro albañil, y de los buenos, a decir de los que le trataron, pero se echó a perder muy joven a causa del juego y también, vamos a decirlo todo, del vino. Siempre estaba tomando chatos, jugando y apostando cualquier cosa a cualquier hora y con cualquiera. En esa época trabajaba en Ocaña, en lo que por entonces iban a ser las mayores bodegas de la región. Allí fueron a trabajar gente de muchos sitios. Mi padre iba y venía todos los días en una Montesa de segunda mano. Un día, un albañil que trabajaba con él le comentó que tenía un hijo de catorce años más grande que un borrico e igual de bruto. Y mi padre le dijo que él también tenía un hijo (por mí) y mucho más bruto que el suyo. Yo estaba muy desarrollado para mi edad, les sacaba la cabeza a todos los chicos de la escuela. El otro le replicó que el suyo lo era mucho más. Y mi padre, seguro de su victoria, le apostó delante de todos un cordero a que yo le tumbaría en menos de minuto. El hombre aceptó la apuesta y quedaron en que al día siguiente traerían cada uno al suyo. Yo tenía, como te he dicho, catorce años, estaba en la escuela y para entonces ya llevaba tres años enamorado de María y uno de medio novios. Cada vez que nos encontrábamos, y eso podían ser cinco o seis veces al día, me recorría el cuerpo una sensación maravillosa, una extraña excitación desconocida hasta entonces. Casi siempre era igual. Empezaba por un cosquilleo en el estómago, después como un aleteo de mariposas en las tripas que iba creciendo hasta convertirse en un sordo zumbido en mi cabeza que me aturdía por completo. Otras veces era un repentino calambrazo ascendiendo por la columna y estallando en la cabeza como una traca de petardos. Es algo difícil de explicar, por no decir imposible. Si alguna vez has estado enamorado, sabrás de lo que estoy hablando - dijo dando otro sorbo de whisqui.
Asentí llevándome el vaso a los labios y haciendo como que bebía.
- Al día siguiente, bien temprano, me levantó de la cama y me dijo que subiera en la moto que nos íbamos de viaje. No pregunté ni él me dijo nada. Tan solo me subí en la moto y me agarré a su cintura. Todavía recuerdo el frío al salir el sol, el dolor de las manos, la nariz y las orejas heladas, que me daba miedo tocarlas por si se me caían. Eso unido al ruido ensordecedor de la moto y los baches de aquellas carreteras de mierda. Al llegar a Ocaña, estaban todos los albañiles esperándonos alrededor de una gran fogata. Había gran expectación porque, quién más y quién menos, había apostado a ciegas por uno u otro. Hubo silbidos y aplausos cuando nos pusieron a los dos frente a frente. Me acuerdo del muchacho, era todavía más grande que yo y también más fofo y peor formado. Un niño gigante con cara de cavernícola y cabezota pelada al cero de la que sobresalían sus orejas desprendidas como las asas de una cazuela. Un niño monstruoso que parecía haber sido criado con piensos hormonados. Pero lo que se me quedó grabado en la memoria fue su gesto triste y resignado, tan arrecido, asustado y humillado como yo. Mi padre y el suyo dejaron pasar un tiempo para que la gente, después de vernos, pudiera volver a apostar. Mi padre sacó un puñado de billetes de mil y lo apostó todo por mí. Yo nunca había visto tanto dinero junto y sentí miedo. Se hizo un gran silencio cuando mi padre y el suyo se pusieron detrás de nosotros y empezaron a gritarnos, a empujarnos, a azuzarnos como perros. Ninguno de los dos queríamos pelear, ninguno tenía nada contra el otro, pero nos obligaron a hacerlo. El padre le dio un empujón y el muchacho se me vino encima dándome un cabezazo en la frente. En ese momento el apretado corro de gente que nos rodeaba empezó a aplaudir y a gritar como posesos. Me quedé unos instantes aturdido por el golpe. Mi padre me insultó al oído. Me llamó maricón. Entonces me arranqué como un toro hacia el muchacho pero éste me esquivó, me agarró de la cintura y echándome la zancadilla me tiró al suelo. La boca me sabía a sangre, sentía el dolor mezclarse con la furia hasta convertirse en un mismo y ciego impulso de devolver el golpe, de causar el máximo daño posible al adversario. La gente empezó a jalear, a vociferar con más fuerza. Los insultos hacía mí se hicieron más hirientes. Mi padre, entre trago y trago de la bota, llegó a encararse con varios de los espectadores amenazándoles con el puño cerrado. Cuando fui a levantarme el chico me dio una patada en el estómago y volví a caer boca abajo. Se hizo un gran silencio y al poco volvieron a arreciar los gritos y los aplausos y también, otra vez, los insultos, las amenazas y las maldiciones de los que habían perdido sus apuestas, entre ellos, las de mi padre que, después me enteré, había perdido cincuenta mil pesetas, de las de aquella época, y un cordero. ¡Levántate y pelea!, gritaban algunos, ya desesperados, haciendo ostentosas muecas de rabia y desprecio. Cuando intentaba levantarme vi a un hombre abriéndose paso entre la gente apiñada. Era el aparejador de la obra. - ¡¿Qué está pasando aquí?!, ¡se acabó el espectáculo!, ¡todo el mundo a trabajar! – gritó con todas sus fuerzas. – Y vosotros dos, la próxima vez iréis a la calle, y sin cobrar ¿entendido?. Mi padre y el del otro muchacho asintieron, nos cogieron de la mano y, cabizbajos, volvieron cada a su puesto. – Mi hijo ha ganado, cuando salgamos de aquí quiero ver mi dinero - le dijo el padre del otro al mío antes de separarse. – Yo cumplo con mi palabra - le contestó mi padre muy furioso. Después, a solas, empinó la bota sin tener cuando cortar el chorrito.
Si el viaje de ida fue malo el de vuelta fue mucho peor. Yo fui llorando todo el tiempo, pensando que aquello iba a marcarme para siempre. Mi padre no dejó de maldecir ni un minuto. Repasó uno a uno todos los santos del calendario. Estaba fuera de sí. No podía creer que su hijo, considerado el gigantón del pueblo, el muchacho al que todos, chicos y grandes, temían más que a un nublado, pudiera haber perdido la pelea sin ofrecer apenas resistencia. Unos metros antes de llegar a casa me tiré en marcha y me puse delante de la moto. Mi padre frenó en seco y poco faltó para que me pasara por encima. Me daba igual que me hubiese atropellado, lo único que quería era encararme con él para decirle lo que sentía: ¡me das asco, me iré y no volverás a verme el pelo, nunca más volverás a humillarme delante de la gente!, grité con lágrimas en los ojos. - A ver si es verdad, una boca menos que alimentar, la de un grandullón que no vale para nada - dijo sin inmutarse mientras metía la moto por la puerta. Dicho y hecho, esa misma noche llené una maleta con mis cosas, cogí todo el dinero que guardaban debajo de un ladrillo, que no era mucho por cierto, y salí zumbando en la moto. Llegué a Madrid un viernes por la tarde. No conocía la ciudad pero preguntando a unos y otros encontré una pensión donde ni pedían papeles ni preguntaban nada. Desde allí empecé a escribir cartas a María para decirle que la quería más que nunca y la echaba muchísimo de menos. Era muy tímido y me costaba decirle esas cosas cara a cara, de modo que las cartas se convirtieron en el vehículo perfecto para dar rienda suelta a todo ese impetuoso torbellino de sentimientos que me hervía por dentro. Le escribía una carta tras otra y le llamaba por teléfono. Le llamaba seis veces al día para contarle todos los detalles de mi aventura y para decirle una vez más todo lo que ella significaba para mí. Y poco a poco empezó a sentirse arrastrada por mi pasión. Y no dejábamos un momento de hacer planes para un futuro, tan cercano que casi podía tocarse con las manos. Fueron unos días extraños, alucinantes y también duros donde aprendí al menos dos cosas: que la rebeldía tiene su precio, y bastante caro, pero vale la pena; y que la libertad también linda con la soledad. Pero fue un tiempo feliz a pesar de andar todo el día solo, merodeando por las calles, malcomiendo por los bares; viviendo en una pensión de mala muerte, en una habitación sin ventanas ni cuarto de baño poco mayor que un zulo, donde tenías que atarte a la cama por las noches para que las chinches, los piojos y las pulgas no te sacaran de procesión al patio como si fueras su santo patrón.
Al viernes siguiente me llamó a primera hora para decirme que iba a largarse de casa para venirse conmigo. Le pregunté si estaba segura de lo que hacía y me dijo nunca había estado tan segura de nada. Sabía que le gustaba pero nunca pude imaginar que haría algo así. Imagínate lo que me entró por el cuerpo cuando me dijo que venía. Estaba tan aturdido, tan bloqueado por la noticia que no pude disfrutarla como debiera. Fui a esperarla a la estación y nos fuimos al Retiro a pasear, a besarnos, a rodar por el césped mientras hacíamos planes y más planes para el futuro; un futuro perfecto que creíamos poder alcanzar con sólo desearlo. Cuando se puso el sol nos fuimos a comer un bocadillo de calamares y después a la pensión “Pulgas Palace” como la había bautizado. Al día siguiente, bien temprano, nos pusimos en marcha. Ella quería ir al mar y enfilamos la carretera de Andalucía, pero antes de bajar la cuesta de la Reina nos paró la guardia civil y nos llevó al cuartel de Aranjuez. Al principio nos hicimos los duros pero poco a poco nos fuimos acobardando y al final lo contamos todo. Esa misma noche fueron a buscarnos nuestros padres y volvimos al pueblo por separado. Aquella fue la última vez que nos vimos. Fue el desastre. A María, de eso me enteré mucho después, la internaron en un colegio de Sigüenza y yo acabé los meses de colegio que me quedaban y me puse a trabajar con mi padre de peón de albañil. El tiempo pasó volando pero no lo curó todo como suele decirse. Ni mucho menos. Hay heridas que no se curan con nada, ni siquiera con el tiempo. El tiempo lo único que consigue es hacerte el callo lo suficientemente grande y duro para que no te duela tanto. Pero nada más.
No nos dejaron despedirnos aquella noche en el cuartelillo. Sólo pude decirle que me esperara, que la encontraría, que lo nuestro era más fuerte que todo y que todos; que tarde o temprano el Destino nos volvería a unir. A pesar de esas sentidas promesas, la distancia y el marcaje de sus padres hizo que perdiéramos el contacto. Nadie me daba ninguna pista de su paradero, ni sabía nada de su vida. Pareció haberse disuelto en el aire o emigrado a otro planeta. Pasado el tiempo, salí con varias chicas, tú lo sabes y las conoces a casi todas. Todas me gustaron, algunas de ellas, mucho. Pero, desgraciadamente, ninguna consiguió provocarme esa inconfundible sensación. A los no sé cuantos años alguien me dijo que había visto a María en Madrid. Parece ser que había terminado la carrera de magisterio y estaba haciendo las prácticas en Leganés pero no me supo decir dónde. Al año siguiente la vi paseando con un hombre. Iban cogidos de la mano. A pesar de que casi nos chocamos, me hice el loco y no la saludé. Me enteré que era su marido. Aquello aún me dolió mucho más que cuando me llevó mi padre a Ocaña a pelearme. Había pasado un montón de tiempo pero no el amor que sentía por ella. Algún circuito de nuestro cerebro no está bien diseñado, algo falla cuando pasan los años y uno sigue enamorado de alguien. Algo falla cuando persiste ese empecinamiento, ese deseo inacabable e indestructible, a pesar de las muy pocas o nulas posibilidades de hacerse realidad. Seríamos más felices si esos recuerdos, si esas sensaciones de pérdida, caducaran cada cierto tiempo y nunca volvieran a aparecer por nuestra memoria. El cerebro se equivoca almacenando y alimentando pasiones malogradas. Lo pasé muy mal, fatal, cuando me di cuenta que mi amor por ella seguía vivo. Me desesperé porque era injusto que ella estuviera con otro. Era injustísimo que todo hubiera acabado así, ella debía ser mía porque nadie la había querido y la seguía queriendo tanto como yo. Entonces y también ahora creo que existe algo, llámalo Dios o como te salga de los cojones, que vive entre nosotros y se compadece de nuestras pesadumbres. Un ser al que, tarde o temprano, acabamos conmoviendo y nos termina echando una mano de la manera más increíble. Sigo contándote. Al año siguiente me dijeron que María se había separado. Entonces empecé a creer que esa especie de Dios había comenzado a trabajar para mí, a compensarme de tanta pena y sufrimiento. Y tú dirás ¡bah¡, una coincidencia y a lo mejor tienes razón. O a lo mejor no. Escucha lo que viene ahora.
Al poco de enterarme de su separación, la vi paseando sola por el pueblo. Al cruzarme con ella levanté la cabeza, le dije ¡hola! y apreté el paso. Las mariposas volvieron a revolotearme dentro del estómago. Ella dijo ¡hola! y se quedó parada un instante pensando que iba a decirle algo más pero yo seguí mi camino sin volver la cabeza y ella siguió el suyo. La rehuía sin saber porqué, quizás fuera porque no sabía qué decirle ni por donde empezar. Creo que estaba hecho a la nostalgia y, preso de ella, no era capaz de liberarme de sus poderosas ataduras. Además pensaba que ella ya no quería saber nada de mí, ni siquiera estaba seguro si se acordaría de lo nuestro. Así estaban las cosas hasta que ocurrió el accidente.
- ¿El accidente? -pregunté.
Iba a decírmelo, pero le interrumpió el ruido de un motor muy acelerado acercándose a toda velocidad. Dos segundos después oímos un fuerte frenazo que nos hizo levantarnos como dos resortes y asomarnos a ver qué pasaba. Oímos gritos, voces y risas destempladas seguidas de unos fuertes golpes en el portón que temblaba como si fuera a venirse debajo de un momento a otro.
- ¡Abre la puerta, grandullón!, ¡Sabemos que estáis ahí! - gritaron en medio de risotadas y alaridos.
Gabino abrió la puerta y cuatro de sus amigos entraron en tromba. Uno de ellos traía una rosca de churros colgando de un junco. Otro un puchero humeante que olía a chocolate.
- ¡Aquí te traemos el almuerzo, para que luego te quejes de los amigos! - dijo el de la rosca. Los otros dos se acercaron a la mesa, la volcaron y la volvieron a levantar.
- ¡ Traer aquí eso que ya está la mesa preparada! - dijeron sin poderse tener de la risa.
- ¡Venga, a comer que esto se enfría y después no está bueno!- dijo uno partiendo un churro con las manos y hundiéndolo en el chocolate. Los demás, en silencio, le imitamos. Gabino y yo nos miramos un instante. Él se encogió de hombros y yo hice lo mismo, lamentándome haberme quedado sin saber el final de la historia.
- ¿Qué estabais haciendo aquí vosotros solos?- preguntó uno con la boca llena.
Ninguno de los dos le contestamos.









2




Eran las cuatro de la madrugada cuando el microbús paró delante de su casa.
- Voy a subir contigo, necesito ir al servicio, ya no puedo aguantar más - le dije poniéndome los zapatos y sacando del bolso las pinturas y el espejito para darme un retoque al maquillaje antes de salir. Ella, de pie al lado del conductor, asintió mientras trataba de apaciguar a sus revoltosas amigas.
- Sed buenas, no le deis mucha guerra al conductor. Nos veremos en mi boda- les dijo.
- Se levantaron de los asientos y una a una fueron despidiéndose de ella con un abrazo seguido de un beso y unas palabras cariñosas al oído. Después la puerta se abrió con un ahogado silbido y bajamos. Las chicas levantaron las manos a modo de despedida y los cristales tintados se llenaron de siluetas femeninas agitando las manos con fuerza. El vehículo cerró las puertas y lentamente se puso en marcha. María y yo no dejamos de agitar las manos hasta que desapareció al doblar una esquina. Después entramos al portal con paso cansino y dolorido, los zapatos nos estaban matando a las dos.
-Adelante - dijo María en cuanto abrió la puerta del piso.
-Gracias - le dije y eché correr hacia el cuarto de baño.
- ¡Chica, qué a gusto me he quedado! - dije entrando a la cocina y sentándose en una silla.
- Me voy a hacer una manzanilla, ¿quieres?- me preguntó poniendo un cazo de agua al fuego.
- Sí, oye ¿no tendrás por ahí una aspirina o un Gelocatil?. Además de la pesadez de estómago, tengo la cabeza como un bombo.
- ¿Cuánto hacía que no ibas a una discoteca?- preguntó abriendo un cajón y sacando una caja de Aspirina.
- La tira de años. Y a un “Boys” era la primera vez - le dije.
- ¿Te ha gustado? - me preguntó.
- Bueno…, no ha estado mal, me he reído, sobre todo cuando el chico, el segundo, el que parecía un “Jeyperman”, ha empezado a creerse que nuestros gritos y aullidos eran auténticos alaridos de hembras en celo. Hace falta ser tonto. Los hombres todavía no se han enterado que nosotras, al contrario que ellos, no ardemos al instante ante un bonito cuerpo. Lo nuestro es una combustión más lenta y placentera. Ellos son la cerilla y nosotros el tronco. Ellos arden antes pero se agotan enseguida. A nosotras nos cuesta mucho más arder pero cuando lo hacemos, duramos mucho más que ellos y casi siempre quedamos insatisfechas porque, al contrario que ellos, no sólo buscamos un buen cuerpo, también buscamos inteligencia, sensibilidad y cariño. Y eso es mucho pedir en un hombre - le dije.
- Veo que últimamente no van muy bien tus relaciones amorosas.
- Tienes razón, no van nada bien - le dije.
- Yo también tomaré una aspirina, dijo. Estoy hecha polvo, las despedidas de soltera son agotadoras. Son las cuatro, llevamos ya ocho horas de juerga. Una jornada laboral completa. De más joven esto no era nada para mí, pero con cuarenta años… es otra cosa. Y eso que casi no he bebido, excepto un poco vino en la cena y el chupito de orujo, lo demás han sido zumos y coca- colas, dijo. Como ves me quejo de vicio. La verdad es que lo he pasado muy bien. Soy feliz, voy a casarme con el hombre que amo y, por si fuera poco, tengo unas amigas extraordinarias, ¿qué más puedo pedir? - dijo llenando las tazas de agua caliente y echando dos sobres de manzanilla en cada una.
- Gracias por la parte que me toca. Tú también eres, para mí, la mejor de las amigas. Yo estoy algo peor que tú porque, además del vino en el restaurante y los chupitos, no he tenido más remedio que atizarme tres “gin-tonic” en el “Boys” para animarme un poco porque el espectáculo me estaba deprimiendo. Creo que los hombres son así porque nosotras les damos la razón yendo a sitios como ésos - dije zambullendo los sobres una y otra vez en el agua caliente.
- Si lo sé, no llamo para reservar; pensé que os gustaría. Lo hice porque está de moda, ahora es casi obligado en todas las despedidas de soltera - dijo María.
- Y me ha gustado, de verdad. No te preocupes, ha estado bien. Es sólo que tuve que tomarme tres copas para que me hiciera gracia ver a un muchacho en calzoncillos contoneándose sobre un escenario. El chico no tenía la culpa y tampoco la tienes tú por llevarnos ahí. La que falla soy yo. Hace poco que rompí con mi penúltimo novio y la verdad es que les he cogido un poco tirria a los hombres.
- Lo siento, no lo sabía, dijo.
- No te preocupes, no pasa nada, ya he pasado otras veces por esto. Pero es que es verdad joder, no sé que les pasa a los hombres. Se creen Marlon Brando y no llegan ni a Alfredo Landa. Nosotras tenemos la culpa porque les hacemos creerse los reyes del mambo. Nosotras sabemos querer más y mejor que ellos, quizás a nosotras nos cueste más dar el primer paso, pero después somos mucho mejores y más fieles amantes que ellos. En tu caso ¿quién dio ese primer paso?, ¿Gabino o tú?. Perdona si estoy siendo indiscreta, no quisiera… lo siento, le dije. Normalmente soy poco habladora pero en cuanto bebo me disparo.
- No te preocupes. La respuesta es ninguno, ni Gabino ni yo tuvimos el valor necesario para darlo, contestó María. Menos mal que ocurrió aquello.
- ¿Qué quieres decir con “aquello”? - le dije.
- Sí, me refiero al accidente. Nos miramos un instante y eso fue suficiente para saber que aún guardábamos dentro rescoldos de una antigua pasión. Ese accidente, bendito sea, nos volvió a unir. De no ser por eso, hubiéramos seguido cada uno por su lado. Creo que ninguno de los dos estaba por la labor de retomar aquel antiguo amor. Si te digo la verdad, yo pensaba que ya ni se acordaría de eso.
Le he dado muchas vueltas a eso y todavía no sé que pensar. Lo más seguro es que fuera una feliz casualidad y nada más. Pero a veces creo que intervino algo superior, algo, no sé, un espíritu, una especie de Dios. Pero no ese Dios que administran los curas; no, ése no está para estas cosas, y si me apuras te diría que no está para ninguna según va el mundo.
- ¿A qué otro Dios te refieres? - le pregunté.
- No sé, pienso en un Dios pagano, un ser terrenal, libertino y sensual que va por ahí incitando el amor y despertando los sentidos, un ser dedicado a avivar los deseos y encender las pasiones.
- ¿Estás segura que sólo has bebido eso que has dicho?, ¿no te habrás fumado algo también? - le pregunté medio en broma.
- Ya sé que es absurdo, por eso no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Gabino. ¿Quieres que te lo cuente?, así podrías darme tu opinión - me preguntó.
- Eso ni se pregunta - le contesté.
- Como sabes, hace dos años que mi marido y yo nos separamos. Al que yo llamaba “maridito perfecto” me ponía los cuernos todas las tardes con una de sus compañeras de trabajo y lo hacía tan discretamente que nunca me habría enterado de no ser por una casualidad. Y aquí empiezan las “casualidades”.
Resulta que un día fui al Ayuntamiento a pagar un recibo. Cuando llegué a la ventanilla abrí la cartera y se me cayó al suelo una foto de carnet de mi marido. La señora que había detrás de mí la vio y se agachó a recogerla. Cuando fue a dármela se dio cuenta que conocía al de la foto. “Es el amigo de mi vecina, le veo todas las tardes”, dijo. Al día siguiente me fui a la dirección que me dio la señora y vi a mi marido llegar puntual a la cita con su amante. Le esperé en el portal y cuando bajó le pregunté que si eran esas sus clases particulares. Él no negó su relación y al día siguiente iniciamos los trámites de la separación, que, como sabes, fue amistosa y quedamos como amigos, aunque no por eso dejó de ser un mal trago. Después de eso me fui al pueblo a pasar unos días. Madrid me ahogaba, necesitaba cambiar de aires. El pueblo, ya lo sabes, es muy pequeño y casi todos los días veía a Gabino. Pero no nos decíamos nada, apenas un tímido saludo sin llegar a mirarnos abiertamente a los ojos. Yo todavía temblaba como una colegiala cuando le veía y quería pensar que a él le pasaba lo mismo. Pero en vez de relacionarnos como personas maduras, nos rehuíamos mutuamente, y sólo nos saludábamos cuando no había más remedio. Yo esperaba que fuera él el que me dijera algo y supongo que él pensaba lo mismo de mí. Y ninguno de los dos nos atrevíamos a dar ese primer paso imprescindible en toda relación, ni lo hubiéramos hecho quizás nunca. Era una situación absurda, ridícula, más propia de críos con acné que de cuarentones canosos y ya con algunos achaques.
Entonces date cuenta de lo que pasó. Recuerdo todos los detalles como si hubiera ocurrido hoy mismo. Eran las ocho de la mañana de un domingo frío y gris de principios de primavera. Había llovido toda la noche, pero al amanecer, el viento cambió en dirección sur y dejó de llover. Las calles estaban desiertas, en todas partes se oían cantos de gallos y pájaros. Hacía frío como te digo, la primavera no acababa de entrar. El cielo era una pesada losa de mármol gris de caprichosas vetas. Olía a humo de sarmientos que el aire bajaba al suelo desde las chimeneas. Sentía el aire frío en la cara, susurrando en las orejas y las esquinas. Silbando entre los pinos del parque como lejanos trenes en su largo y remoto paso. Golpeando en las persianas y las cortinas. El viento en las acacias de la carretera, en los hierbajos secos de los solares, en la hierba verde de las cunetas, en el tendido eléctrico. Una ráfaga de viento me trajo el sonido del altavoz de un vendedor ambulante. Al principio sólo entendí las últimas palabras: ¡seis kilos, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. El altavoz cada vez estaba más cerca. Al fin pude oír el mensaje completo: ¡Naranjas guasintonas! ¡ seis kilos, cinco euros! ¡venga muchachas, salir a la calle!. Me costó lo mío entenderlo porque las palabras estaban envueltas en mil estridencias, chirridos, ecos y chasquidos metálicos saliendo de un altavoz que parecía haber sido desahuciado de una tómbola, que ya es decir. Al doblar una esquina vi la furgoneta al final de una calle larga, recta y estrecha. Venía hacía mi rodando muy despacio, casi parándose delante de cada puerta por si asomaba alguna compradora. Pero no salía nadie, el pueblo a esas horas parecía un pueblo fantasma. La furgoneta fue avanzando hasta llegar a un cruce, en ese momento vi a Gabino en su bicicleta cruzando delante de la furgoneta. Yo estaba en la acera a menos de cuatro pasos de él. Al verlo cruzar, la furgoneta aceleró bruscamente y lanzada como un cohete, le embistió de lleno. Gabino salió volando por los aires y fue a caer a mis pies revuelto con la bicicleta. Después de golpearle, la furgoneta frenó en seco quedándose a menos de dos metros de los dos. El conductor nos miraba y sonreía de forma extraña. Entonces me di cuenta que no era el gitano de otras veces. No pude verle muy bien porque el día era oscuro y en el cristal del parabrisas se reflejaban los aleros de los tejados recortados contra el cielo como los bordes de los sellos de correos. Tenía la tez muy oscura, el cabello largo y ensortijado, la nariz grande y ganchuda, largas barbas de chivo y orejas puntiagudas. Nos miraba fijamente con los ojos entornados bajo unas espesas cejas que medio los tapaban. Me sentí taladrada por sus ojos brillantes, feroces y también un poco burlones. Ojos que no parecían humanos. Me quedé paralizada, aturdida y sólo reaccioné al oír los lamentos de Gabino. Me agaché a atenderle y en ese momento oí un fuerte acelerón, levanté la cabeza y la furgoneta había desaparecido, tan sólo se oía el ruido del motor apagándose lentamente hasta que únicamente se oyó el viento y los quejidos de Gabino atrapado entre los hierros retorcidos de su bicicleta.
- Por si no salgo de ésta, tengo que decirte una cosa que tenía que haberte dicho hace tiempo - dijo con voz apenas audible.
- Yo también tengo que decirte algo - le dije mirándole fijamente con los ojos cubiertos de lágrimas.
Y nos abrazamos en silencio hasta que vimos a los vecinos a nuestro alrededor intentando ayudarnos. En el hospital le dijeron que tenía un brazo roto, se lo enyesaron y volvimos al pueblo. Desde aquel día ya no volvimos a separarnos. De esto hace seis meses.
Me quedé mirándola un buen rato a los ojos, intentando descubrir si me había dicho la verdad o por el contrario, me había tomado el pelo.
- ¿Qué te ha parecido?, ¿a que es increíble? - preguntó con una sonrisa.
- No sé qué decir. Me has dejado de piedra. De momento, esto fuera, dije apartando la taza de manzanilla. Ahora, si haces el favor, tráete dos vasos con hielo y la botella de whisqui del bueno. Cuando lo hayas hecho, siéntate y vuelve a contármelo otra vez.

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