ATENTADO CON BOMBA

de:
Alejandro Tello Peñalva






Quiso Dios o el Destino o el simple y puro azar que el día que Don Emerenciano cumplía los cincuenta se celebraba un concurso de calderetas de cordero en el pueblo donde era cura titular. La noche anterior le había llamado el señor Obispo en persona para confirmarle que iría al pueblo a felicitarle por su cumpleaños, saludar a los fieles y a probar alguno de esos guisos ya famosos en toda comarca. Don Emerenciano le agradeció la atención aunque sabía que la razón de venir al pueblo era pura y simplemente por meter la cuchara en aquellas renombradas calderetas.
Después de una noche de sueño agitado, Don Emerenciano se levantó temprano, se duchó, se puso una muda limpia y la sotana buena, la de los domingos y fiestas de guardar y se fue a su despacho en la parroquia a escribir unas cartas. Una iba dirigida al presidente de la Conferencia Episcopal, otra a su madre que estaba en una residencia de Toledo y otra a Gabino, su fiel ayudante, su mano derecha en estos últimos años. La carta a su madre y a Gabino eran cartas de despedida, cartas donde explicaba una por una las razones que le llevaban a hacer lo que iba a hacer y donde les pedía perdón y comprensión y lamentaba la pena y el dolor que iba a causarles. En la carta enviada al presidente de la Conferencia hablaba con una sinceridad brutal de lo que pensaba de las altas jerarquías de la Iglesia, desde el Papa al último Obispo y se despedía haciendo a todos ellos responsables de su acto.
Después de echar las cartas al correo y acercarse al bar a tomar su habitual desayuno de un tazón de café con leche y una docena de churros, Don Emerenciano se sentó en un banco a esperar a Gabino que había quedado en recogerlo allí después de celebrar la misa de doce. Cuando llegó, Don Emerenciano se agarró a su brazo y apoyándose en él se dirigió a la plaza Mayor donde esperaría la llegada del Señor Obispo. En su lento y trabajoso paseo hasta la plaza fue recordando su infancia en una quintería perdida en los Montes de Toledo donde nació y se crió. Recordó a su padre que era pastor y su madre que le ayudaba a ordeñar las ovejas y hacer los quesos que el patrón se llevaba en un carro cubierto tirado por un caballo manchado. Recordó también cuando su padre le dijo que allí no había futuro, que no quería que viviera como habían vivido ellos y le mandó al seminario para que estudiara. También recordó sus primeras crisis de fe después tomar posesión de la parroquia de aquel pueblo de la Mancha toledana a donde llegó después de salir del seminario. Llevaba ya veinte años allí y todo lo que había hecho había sido dar misas y comer sin tino y a todas horas para calmar la permanente angustia y ansiedad que sentía. Él sabía que el motivo de tanto comer era la honda insatisfacción y dolor que sentía al ver el camino que había tomado la Iglesia y la impotencia y enorme frustración que sentía al tener que obedecer ciegamente todas sus normas y preceptos muchas veces en contra de sus más profundas convicciones. Llevaba muy mal el camino tan conservador, tan de ordeno y mando que le obligaban a seguir. Desde que cantó misa por primera vez no había dejado de constatar que la Iglesia se radicalizaba cada vez más y adoptaba posturas cada vez más reaccionarias, cada vez más hipócritas y retrógradas, cada vez más alejadas de los principios, que a su juicio, debían regirla. Se sentía traicionado por las altas jerarquías que, y de eso estaban convencido, caminaban con paso firme y decidido por el camino contrario al que señaló Jesucristo.
Don Emerenciano ya estaba muy harto, se había tragado demasiadas injusticias, demasiadas falsedades, arbitrariedades y abusos, demasiados sapos, culebras y lagartijas. Llevaba fatal el hecho de que la Iglesia no sólo no había condenado la Dictadura sino que tenían al Dictador enterrado bajo el altar mayor de una Basílica. También le pesaba cada vez más las cosas que había tenido que hacer y decir y con las que no estaba en absoluto de acuerdo, en definitiva se sentía cada vez más forzado a seguir un camino que para él no era el verdadero. Un camino al que, tarde o temprano, y de eso también estaba convencido, tendría que desandarse cuando se viera que sólo conducía al desastre. Pero, en el mejor de los casos, ponerse a desandar ahora ese camino tan largo como equivocado acarrearía un gran esfuerzo y él ya se veía sin fuerzas para ello.
Después de mucho meditar, de mucho pensar en la soledad de su cuarto, en los largos paseos por el pueblo y el campo y en las interminables misas sentado en su sillón de madera cubierto de pan de oro, Don Emerenciano había llegado a la conclusión de que ya no podía más, que estaba física y mentalmente agotado y que había llegado la hora de rendirse, aceptar de una vez por todas la derrota. Lo que le había forzado a tomar aquella drástica y radical decisión fue la última campaña contra el aborto montada por la Conferencia episcopal y jaleada por esa inmunda emisora que era la Cope y sobre todo, y a modo de guinda del pastel, oír decir al Papa en África que el condón era malo y había que dejar de usarlo. Eso le oyó decir a aquel señorón que vivía en el más suntuoso de los palacios, viajaba por el mundo en avión privado y vestía de Prada. Don Emerenciano tuvo que escucharlo varias veces en varios telediarios y leerlo en varios periódicos porque no podía creer que el sucesor de Pedro, la máxima autoridad católica sobre la tierra tuviera los santos cojones de decir eso después de todo lo que le había costado a la comunidad internacional impulsar y promover el uso del condón como casi única medida de choque, la más barata y eficaz que podía tomarse para paliar la desesperada situación de un continente que agoniza de sida además de un sin fin de enfermedades de transmisión sexual y que padece una terrible superpoblación que los condena al hambre y a la miseria más atroz. También le causaba una gran vergüenza ajena la última campaña contra el aborto y se preguntaba por qué si realmente el Papa y sus dirigentes querían salvar vidas humanas no dejaban a un lado a las que aún no había nacido, las que tan sólo eran un proyecto, una bellota que todavía no era ni sería nunca encina hasta que no naciera y viera la luz, y centraran todos sus esfuerzos en usar los medios a su alcance, que no eran pocos, para garantizar la vida a los que ya habían nacido, a los millones de niños de todo el mundo que ya habían iniciado su andadura entre la pobreza y la miseria más absoluta, los que ahora mismo estaban sufriendo hambre, enfermedades y necesidades sin cuento.
Don Emerenciano ya no podía soportar más aquella situación y había decidido, tirar la toalla, desistir, acabar, terminar de una vez con aquella pesadilla en la que se había convertido su vida. Camino a su Gólgota, Don Emerenciano se miró en el cristal de un escaparate y vio un ser enorme y deforme que caminaba torpe y pesadamente y recordó que siempre se había criado hermoso y lustroso. Uno de sus profesores del seminario siempre le decía que se había tomado muy a pecho aquella frase de Santa Teresa que decía que Dios también estaba entre los pucheros. Y tan al pie de la letra se lo tomó que después de no encontrarlo en los sitios donde le decían que estaba, sólo lo buscó ahí, en las cocinas y despensas y al cabo de unos años de intensa búsqueda se puso con diez arrobas largas de peso.
Últimamente no se encontraba bien por causa del sobrepeso pero no quería ni oír hablar de los médicos, a los que consideraba agentes a sueldo de Satanás. Pero un día sufrió un cólico después de comerse un perol de arroz con habas, unas morcillas, chorizos y una careta de cerdo a la brasa y no tuvo más remedio que echar mano a su médico de cabecera. No quiso ir al hospital y el médico, después de hacerle unos análisis donde batió varias marcas, le puso una severa dieta y le dijo que si no la seguía estrictamente no llegaría a las pascuas.
Cuando por fin llegaron a la plaza se quedaron un instante inmóviles, deslumbrados, admirados por la cegadora luz sin origen visible que parecía brotar de todas partes de la bellísima plaza porticada, una joya del siglo XVII, una de las plazas más hermosas de toda La Mancha. Aquel resplandeciente día no podía ser mejor para morir, pensó mientras recuperaba el resuello tras la larga caminata. Aquella maravillosa luz de fiesta mayor que envolvía todo ya calmaba por sí misma los dolores y desazones del espíritu.
Poco a poco fueron llegando coches y furgonetas a la plaza y grupos de personas muy atareados fueron descargando y colocando cada cosa en su sitio. Los sarmientos a un lado, la caldereta y las trébedes en medio y en una mesa plegable cerca de la caldereta fueron dejando las bolsas con los ingredientes, el pan y vino. Unos empleados del Ayuntamiento repartieron a los participantes en el concurso bolsas de plástico con la carne de cordero hecha trozos. En un momento empezaron a encender los fuegos, a sentar las calderetas encima y a freír el aceite que era la base principal todo el guiso, según decían los cocineros o, mejor cabría decir, los alquimistas que iban a oficiar aquel mágico rito. Don Emerenciano se acercó a uno de aquellos maestros de la caldereta, gentes que a simple vista parecían normales pero que realmente eran magos capaces de hacer milagros, y después de decirle la receta, añadió en voz baja que el secreto de aquella maravillosa alquimia de transformar unos sencillos ingredientes en un bocado exquisito residía en freír bien el aceite, en refreír bien la carne y después echarle la exacta cantidad de vino blanco o cerveza y después saber el momento exacto de apartar la caldereta del fuego y dejar que se sentara el guiso.
Don Emerenciano miró el reloj y vio que ya eran las dos y el Obispo no daba señales de vida. Pero estaba tranquilo porque sabía que tarde o temprano vendría. Era un tragón como él, un tragón de los que no engordaban y eso hacía que lo odiara todavía más si cabe. Pero no lo odiaba por eso, que al fin y al cabo no tenía importancia, le resultaba aborrecible porque era uno de los miembros más activos, más radicales y conservadores de toda la jerarquía eclesiástica.
Cuando las veinticinco calderetas que hervían en la plaza estuvieron listas y el jurado las hubo probado todas y elegido un ganador, Don Emerenciano oyó sonar y vibrar su móvil como si dentro de la sotana se le hubiera metido un ratón. Era el señor Obispo que llamaba para decirle que le perdonaran su retraso porque le había surgido un compromiso de última hora y que fueran comiendo que luego iría él. Al despedirse le dijo con recochineo que no se comiera todas las calderetas él sólo y que le guardara un plato. Don Emerenciano no contestó a la consideró una grosería y colgó, se sentó frente a la mesa plegable con mantel de hilo que habían dispuesto en el centro de la plaza para las autoridades y, acompañado del Alcalde, concejales, el cabo de la Guardia Civil y otras fuerzas vivas, empezó a comer. Uno a uno fue indicando a Gabino de qué caldereta quería que le echara unas tajadas en el plato. Acompañó los platos con el buen vino manchego que tanto le gustaba. Al final probó las veinticinco porque, según dijo a sus compañeros de mesa “no iba a hacer un feo a nadie”. Después de meterse casi cuatro kilos de carne entre pecho y espalda y un litro de vino, pidió arroz con leche y unos flanes de postre que le gustaban mucho y cuando acabó con el plato de arroz con leche y con media docena de “flanines”, así los llamaba, pidió a Gabino un café, una copa de sol y sombra y un puro. Después de echar un sonoro regüeldo al que medio olvidó poner sordina con la mano sobre la boca, dijo estas enigmáticas palabras a sus compañeros de mesa “la bomba ya está bien cebada y lista”.
Un buen rato después llegó el señor Obispo a la plaza en su coche oficial. Después de disculparse por la tardanza fue a sentarse a la mesa y cuando ya se frotaba las manos y relamía al ver los platos, Don Emerenciano, después de tomarle la mano y besarle el anillo, le dijo que antes de ponerse a comer debería subir un momento al balcón del Ayuntamiento a saludar y bendecir a los fieles allí congregados. El señor Obispo que ya tenía las manos apoyadas en los brazos de la butaca y había comenzado a descender sus reales posaderas camino del mullido asiento, hizo un leve gesto de fastidio, se incorporó de nuevo y le dijo a Emereciano que tenía razón, que subiría a saludar y bendecir a la gente. Subió las escaleras que conducían al balcón seguido de Emerenciano y después de un breve saludo y más breve bendición, dijo con una sonrisa que tenía hambre y que no podía esperar un segundo más para disfrutar de aquella rica carne que ya se enfriaba en su plato. Todos bajaron otra vez las escaleras que conducían a la calle. Todos menos Don Emerenciano que con la barriga pegada a la barandilla del balcón esperaba la salida a la plaza del Obispo. Cuando éste pasó justo bajo la vertical del balcón, Don Emerenciano se dejó caer sobre él con todo el peso de cuerpo. Fue, según dijo muy atinadamente el cabo de la Guardia Civil al Alcalde, como ver caer un elefante sobre un galgo. El último pensamiento de Don Emerenciano antes de lanzarse al vacío fue “ ya que no he sido capaz de transformar la realidad, de mejorar el estado de las cosas usando el cerebro, usaré el cuerpo”.


Alejandro Tello Peñalva.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aqui teneis un enlace de un documental que lo explica bién.

http://video.google.es/videoplay?docid=8883910961351786332