SINFONIA DE LLUVIA

de:
Alejandro Tello Peñalva





Al alba se oyeron las primeras gotas golpear en las calderetas, cubos, barreños, palanganas, tinajas y demás cacharros del patio. Al principio sonaron como esas notas caóticas con que las orquestas ponen a punto sus instrumentos momentos antes de empezar el concierto. Poco a poco las gotas se fueron acompasando hasta formar una delicada música llena de suaves y rítmicos matices. Con no poco trabajo me levanté de la cama, abrí la ventana y la sinfonía de la lluvia inundó el cuarto junto con un intenso olor a tierra mojada que aspiré profundamente con los ojos entornados de placer. Acodado sobre el alféizar, cerré los ojos y dejé que aquel adagio de agua me transportara a otra tarde de otoño de hace más de medio siglo, viendo llover en el patio de la casa de mis padres asomado por el ventanuco del pajar. Aquella tarde, cuyo recuerdo permanece inalterable en mi memoria, mientras contemplaba absorto la lluvia, la misma mansa lluvia de ahora, y escuchaba el cadencioso e hipnótico sonido de las gotas golpeando con infinita dulzura los barreños, espuertas, tinajas, cubos y palanganas con los que mi madre recogía el agua de los canalones, comenzaba una nueva etapa en mi vida. Puede decirse que ese día abandoné el mundo de los vivos y me adentré en el territorio de los fantasmas. Aquella lluviosa tarde, la primera de mi forzada reclusión, caló tan hondo en mi corazón que me hizo volverme sobre mí mismo, recogerme, aislarme, encerrarme, plegarme como un erizo o un armadillo. En ese momento supe que ya nunca volvería a mi vida anterior, que el Destino me tenía reservada una inesperada nueva vida, una vida apartada, aislada y retirada del mundo.
En aquel tiempo tenía trece años, una bicicleta a la que se la salía la cadena y una chica permanentemente en la cabeza. Una chica que, después de tanto tiempo, todavía recuerdo con una dolorosa nitidez, una chica que hay días que desearía no haberla conocido nunca y otros en los que creo que es lo mejor que me ha pasado. Ahora soy un viejo. Pero lo peor no es ser viejo sino sentirse viejo y yo ahora empiezo a sentir los años como si la gravedad del planeta se hubiera multiplicado por diez y tirara de mí con una fuerza desconocida hasta ahora, aplastándome contra el suelo como si pesara cientos de kilos. De un tiempo a esta parte parece como si el suelo que se hubiera convertido en un potente imán y me atrajera con una fuerza tal que tengo que arrastrar los pies incapaz de levantarlos siquiera un palmo. Quizá hago mal en quejarme porque he tenido la gran suerte de que el cuerpo me ha respondido muy bien pero, y esa es una tragedia común a todos los humanos, siempre se aprecia lo que se tiene cuando se pierde. Ahora siento que las fuerzas me abandonan. Pensaba que había cogido algún catarro o gripe como otras veces, nada que no pudiera curarse con un vaso de leche caliente y una aspirina. Hasta que me di cuenta que no era eso. Mi mal, si se le puede llamar así, es que tengo ya un pie en el estribo y estoy a punto de montar el reseco jamelgo que me llevará con su macilento paso al lugar del que nunca se regresa. Pero no estoy triste, al contrario, siento un gran alivio al saber que pronto descansaré para siempre. Últimamente había pensado mucho en esto y tenía decidido no dejar nada de mí en este perro mundo, ni un objeto, ni una huella, ni siquiera una frase grabada en un muro. Hasta tenía un plan para hacer desaparecer mi cadáver. Sin embargo en estos últimos meses no sé por qué me apetecía tanto gastar mis últimas energías escribiendo lo que ha sido mi vida. Cosas de viejo chocho, de demente senil, supongo. Estos folios atropelladamente escritos ni eran ni querían ser unas memorias ni nada de eso, sino apenas unos apuntes biográficos, ideas, cosas en las que he pensado en todos estos años. Cuando hubiera acabado aquella especie de testamento abierto, tenía pensado meter los folios en una botella y lanzarla al río. Me gusta la idea de que sea el río el que se encargue de buscar al destinatario. Al fin y al cabo el río ha jugado un papel esencial en mi vida y no hay mejor metáfora de la vida que él, como ya dijo magistralmente el gran Jorge Manrique.
Eso tenía pensado pero ahora me doy cuenta que si meto los folios en una botella y los lanzo al río para que alguien los encuentre, haré pública mi biografía, me daré a conocer a la gente y si hago eso no estaré actuando de acuerdo con lo que ha sido mi vida. No tengo por qué confesarme públicamente ni dar explicaciones a nadie, me dije, y cogí el puñado de folios escritos que tenía sobre la mesilla de noche y los tiré al patio para que la lluvia los deshiciera y no quedara ninguna memoria de mí. Pero no ha sido en balde el duro trabajo de llenar esos papeles con mis torcidos y temblorosos renglones para luego echarlos a volar como palomas cubistas hasta posarse sobre el mojado suelo de cemento pulido del patio. Al contrario, ha sido un saludable ejercicio de memoria que me hizo más llevadera la espera en estas últimas semanas. Fue más o menos como el que entretiene el tiempo en una sala de espera, porque yo he sentido la vida así, como una breve estancia en una misteriosa sala de espera a la que no sé cómo ni para qué llegué y de la que me iré (¿adónde?) sin saberlo.
En mi escrito me presentaba como lo que soy, un condenado a la soledad, un náufrago de secano, un soñador. Un ser que ha permanecido escondido casi toda su vida. Mi nombre no importa y respecto a mi edad, no sabría decirla ni siquiera aproximada porque hace ya mucho que dejé de fijarme en los almanaques y en los espejos. No me gustan nada los almanaques porque van demasiado acelerados y a poco que uno se acerque a ellos siente el vértigo del tiempo y la angustiosa sensación de haberlo malgastado. Pero se haga lo que se haga uno siente como la mayor de las derrotas que la vida ha pasado demasiado deprisa y no he conseguido encontrar una sola respuesta y me voy del mundo sin saber nada, ni siquiera si todo esto ha sido sólo un sueño.
Tampoco, como ya he dicho, me gustan los espejos, porque los de mi condición no debemos cuidarnos el aspecto, al contrario, hay que abandonarse a conciencia. Hay que dejarse crecer el pelo y llevarlo alborotado y desaliñado igual que la barba. También es aconsejable dejarse crecer las uñas y vestir ropas lo más viejas y raídas posible y gastar un gran sombrero de anchas y caídas alas para que nunca se nos vea la cara. Era importante que nadie me viera la cara porque de ese modo cada uno la acomodaría a su imaginación y contaría una cosa de ella a cual más exagerada y al final el imaginario colectivo crearía un rostro mucho más terrible y espantoso que el que tengo en realidad. En mi oficio también es menester el desaliño y la dejadez, aparentar más que ser, porque todo en esta vida es apariencia, y yo siempre traté de aparentar un estrafalario espectro, un horrible espantajo, una espeluznante criatura salida de una pesadilla. Nada he tenido en contra de mis compañeros bien vestidos y aseados. He oído hablar de algunos que iban de punta en blanco. Pero me parece a mí que el auténtico, el autóctono, tiene que ir “de su monte” y tener la edad de Matusalén. Mi maestro, el que me inició en este oficio, siempre decía que la gente teme el desaliño y la negrura y él mismo, antes de salir de su guarida, se tiznaba la cara con el culo de un caldero y se embozaba en una raída y andrajosa manta negra de caballería. Él fue, como tantos otros que acabaron ejerciendo este oficio, un antiguo guerrillero del “maquis” que permaneció toda su vida oculto entre sótanos, pajares y cámaras y que como última voluntad me pidió que le emparedara cuando muriera para que nadie supiera jamás de él. Aquel hombre no sólo daba miedo sino que hizo enfermar de terror a los que tuvieron la mala suerte de encontrárselo de noche frente a frente. Estoy seguro que su leyenda quedará en la memoria de muchas generaciones. Cuantas más generaciones hablen de él tanto más grande será su fama y la suya, estoy seguro, lo será por mucho tiempo. Porque uno sólo muere realmente cuando muere su recuerdo, cuando muere el último que le conoció o que oyó hablar de él. Entonces y sólo entonces uno es tragado para siempre por el inmenso agujero negro del olvido. Él, mi maestro, me enseñó a ir convenientemente ataviado para que en caso de tropezarme con alguien, éste huyera despavorido como alma que lleva el diablo. Y no es que me divierta asustar a la gente, no, no disfruto con eso, no digo que algunos no lo hayan hecho, pero no yo. Si lo he hecho ha sido única y exclusivamente como estrategia de defensa, para que me dejen en paz. El miedo y el susto que provoco funciona como la tinta del calamar que me permite escabullirme, poner tierra de por medio y escapar rápida y limpiamente de cualquier peligro.
Mi vida, como la del resto de la gente, también ha terminado por convertirse en una rutina. Estoy convencido que no es tiempo el que acaba con nosotros sino la rutina. Cuando era más joven procuraba que cada día fuera distinto al anterior. Recuerdo que siempre estaba haciendo travesuras para matar el tiempo y tramando con placer anticipado las próximas trastadas. Pero sin darme cuenta la rutina se fue introduciendo en mi vida como la termita se introduce en la madera hasta que acaba devorándola. Y dejándome arrastrar por ella he llegado hasta esta edad en las que ya no se tienen ni ganas ni fuerzas para nada. Hace ya ni se sabe que no rondo a muchachas en sus alcobas, ni a viudas de buen ver ensimismadas en sus labores diarias; ni ando por los tejados de casas espiando a sus habitantes como antes, apagando y encendiendo luces, cambiando cosas de sitio, robando libros y leyéndolos con un enorme placer porque uno de los mayores goces de mi oficio es la lectura y si leer es vivir otras vidas, yo he vivido muchas y esa ha sido una de mis pocas satisfacciones. También he robado fruta y hortalizas de los huertos y tartas y dulces de las despensas, pero sólo por necesidad y en muy pocas cantidades porque nosotros solemos ser de poco comer porque tenemos que andar ligeros y silenciosos como gatos. Los tejados son muy quebradizos y delicados y no aguantarían a un hombre pasado de arrobas. Y como es natural entre los de mi oficio, he tenido que abrir y cerrar puertas haciéndolas crujir lentamente y he dado portazos y he hecho todo tipo de ruidos, arrastre de cadenas y otros objetos, he hecho sonar pianos a medianoche y encendido aparatos de radio y televisión a altas horas de la madrugada, además de emitir lastimosos llantos, gemidos, susurros, cuchicheos, murmullos, balbuceos, voces tenebrosas y todas esas cosas que hacemos los que pertenecemos a esta variopinta cofradía. Últimamente no hago ya casi nada de esas cosas, lo único que hago es repetir cansinamente el día anterior, llevar una monótona vida de jubilado que no me gusta nada. Ni siquiera me gusta la palabra jubilado, para mí es sinónimo de vida acabada y la vida es vida hasta el último día y así hay que vivirla.
En cuanto me levanto, que suele ser a última hora de la tarde, cuando los últimos rayos del sol encienden con reflejos cobrizos la cal de las paredes del pajar donde vivo, lo primero que hago es llenar una palangana de agua tibia y darme un buen repaso con la esponja y el jabón. Bañarme sólo me baño en verano y siempre que el agua no esté demasiado fría por la cosa del reúma. Después de asearme me asomo a un ventanuco a ver la puesta de sol. Pocos espectáculos tan hermosos, tan grandiosos como las puestas de sol aquí en La Mancha. Si se cobrarán a precio de butaca del Teatro Real y sólo pudieran verlas los ricos, el resto de la gente haría cualquier cosa por verlas, incluso mataría por ello. Como ya he dicho antes, ni se aprecia ni se valora como debiera lo que se tiene a diario y al alcance de la vista, ya sea una puesta de sol, un hermoso paisaje, una mujer bella, una buena comida… porque todo, hasta lo más exquisito y extraordinario nos llega a cansar, y esta es una de las más graves dolencias humanas, porque nos condena a estar permanentemente insatisfechos y a buscar desesperadamente otros deseos, otros anhelos, otras apetencias que nos costarán sangre, sudor y lágrimas y de las que, inevitablemente, también nos cansaremos. Y esa angustiosa y desesperante rueda girando sin fin poco a poco nos va minando y quemando por dentro.
Este verano, a pesar de la edad y los achaques, he ido algunas noches de luna llena al río y me he sentado sobre el lecho de arena fina de un remanso. Y con la cabeza escondida entre las suaves y delicadas hojas de los carrizos he vuelto a sentir la corriente fresca abrazándome y acariciándome con inmensa dulzura, como si estuviera entre los brazos de náyades, ninfas y sirenas. Me encanta sentir los largos dedos de los carrizos recorriendo mi piel mientras miro fijamente la luna y escucho con inmenso placer los infinitos sonidos de la noche. Me gusta ver y oír a las ranas, los reptiles, los roedores, las aves nocturnas, los grillos, los zorros, las liebres y los jabalíes que acuden cada noche a beber y bañarse. Ellos son mis amigos, los únicos amigos que he tenido desde que murió mi maestro. Pero de todas las voces de la noche, la que más me gusta es la del viento en las ramas de los chopos y los álamos. Ellos me hablan y yo les hablo a ellos. Hace ya muchos años que mantenemos un intenso y provechoso diálogo. Ellos son, los únicos que me entienden, casi los únicos que saben que existo. Ellos y yo nos confesamos mutuamente. Ellos están siempre susurrando historias, decenas, cientos, miles de historias y continuarán haciéndolo cuando yo no esté. Pero nadie se parará a escucharles porque la gente anda cada vez más aturdida por el ruido y las luces deslumbrantes de estos tiempos acelerados que nos vuelven cada vez más sordos y ciegos.
No entiendo a la gente, nunca la he entendido y cada vez la entiendo menos. No entiendo por qué temen tanto al silencio y necesitan rodearse de toda clase de ruidos para no oír los susurros de su propia voz interior. Pero ya hace mucho que desistí de entenderles, si apenas me conozco yo que me tengo tan a mano, no puedo pretender conocerlos a ellos que me son tan ajenos como los Marcianos. Allá cada cual con su vida. No pienso gastar ni un segundo de mi tiempo en ellos. ¿Quién es la gente?, me pregunto a menudo y la respuesta es siempre la misma: nadie.








2


Ahora, mientras escucho esta evocadora lluvia con los ojos entornados y me emborracho hasta el tuétano de melancolía; ahora, mientras aspiro la dulce fragancia de la tierra mojada con el ansia de un cocainómano; ahora que me quedan cuatro puestas sol, hago un rápido balance de mi vida, la desarmo pieza a pieza como hace el mecánico con el motor de un avión siniestrado para ver la avería que sufrió. Y vuelvo a mis trece años, a mi bicicleta a la que se le salía la cadena y a esa chica que llevaba permanentemente en la cabeza. La chica, cuyo nombre tampoco diré, poseía una turbadora belleza que no dejaba indiferente a casi nadie y menos que nadie a mí, que soñaba con ella a diario y sentía la ilusión de que había encontrado en ella el mayor de los tesoros. Y ahora, que todavía resuena el sonido de la lluvia en mis oídos, la recuerdo con una dolorosa nitidez. Como todos los viejos, tengo la memoria estropeada. No estoy seguro de recordar lo que cené ayer o lo que he comido hoy, ni estoy seguro si lo hice o si llevo ya varios días sin probar bocado. Pero sin embargo puedo recordar a aquella chica con una asombrosa exactitud. Estoy seguro de que podría dibujar su rostro en un papel, en una pared, en un cristal empañado, podría dibujarla con mi propia sangre sobre este desgastado suelo de terrazo y todos esos retratos saldrían perfectos aunque los hiciera con los ojos cerrados, porque ella sigue viviendo en mi interior. También podría hablar de ella durante horas, lanzar a los cuatro vientos un encendido discurso enumerando todos sus encantos; podría llenar folios enteros describiendo cada detalle de su rostro, de su cabello, de su boca, de sus ojos color avellana, grandes y ligeramente rasgados, que el sol los hacía de miel; también podría hacer poemas a su sonrisa, a su voz, a su…pero no, no, basta, es mejor no hurgarse demasiado en la herida, y no porque tenga la esperanza de que ésta vaya a cerrarse o curarse algún día, al contrario. Esta “herida” nunca se curará ni cerrará y hurgarse en ella, aunque sea un poco, siempre resultará insoportablemente doloroso.











3


Mi relación con ella empezó un día a la salida de la escuela en que, venciendo una enorme timidez que sentía como un nudo en el estómago y una dolorosa rigidez de nuca, me acerqué a ella y le pregunté, tartamudeando como un tonto de baba, si podía acompañarla hasta su casa. Ella se encogió de hombros y fuimos andando juntos las cuatro manzanas que separaban la escuela de su casa. Ese día casi no hablamos, pero día tras día fuimos hablando más y en pocas semanas nos empezamos a conocer mejor y acabamos haciéndonos amigos inseparables. Esa fue sin duda la época más feliz de mi vida. Cada paseo a su lado por aquellas callejuelas sin asfaltar llenas de baches y cantos era para mí un dulce extravío, un sueño hecho realidad, como si caminara por las praderas del Edén. Cada vez que caminaba junto a ella era como si adquiriera una nueva parcela, una fanega sólo para mí de un paraíso que nadie, pasara lo que pasara, podría arrebatarme jamás, porque los recuerdos son el único paraíso del que nadie puede expulsarnos. A su lado parecía levitar a ras de suelo con las famosas mariposas revoloteando en el estómago. Nunca nos besamos ni casi nos tocamos, bueno sí, una vez nos cortó el paso un gran charco en medio de la calle, y yo fui a rodearlo y entonces ella me cogió de la mano, me hizo retroceder unos pasos para coger carrerilla y lo saltamos juntos. Cuando estuvimos al otro lado, nos miramos un instante a los ojos sin soltarnos las manos y sonreímos con la respiración entrecortada. Puedo decir, sin riesgo a equivocarme, que durante esos instantes fui el ser más feliz de este mundo. Era tan feliz que algo dentro de mí, quizás mi pesimismo crónico, me avisó que aquello era demasiado bonito para que durara, que necesariamente tenía que pasar algo malo. Y pasó.
Poco tiempo después apareció un chico de la escuela y dándome un empujón me dijo que no me acercara a ella porque era su novia. No le hice caso porque entonces llamábamos “novia” a cualquier chica que nos gustara y seguí acompañándola como si nada. Pero el chico, al parecer tan enamorado de ella como yo, no podía soportarlo y nos seguía a todas partes como una mosca cojonera. Un día me retó a una pelea en el río. Deseando acabar lo antes posible con aquella situación, acudí al lugar con mi bicicleta. Y sin mediar palabra nos enzarzamos en una violenta pelea con tan mala suerte que al darle un puñetazo cayó de espaldas y se golpeó la nuca contra una piedra oculta entre la hierba de la pradera que bordeaba el río. Estuve mucho tiempo junto a él, llorando de rabia e impotencia, hasta que, después de unos violentos espasmos y convulsiones, dejó de respirar. No sabía lo que hacer, no podía pensar con claridad, estaba dominado por el miedo y arrojé el cuerpo al río. Cuando desapareció entre las verdosas aguas, cogí la bicicleta y volví al pueblo. Tuve que parar varias veces porque se le caía la cadena La gente que había por allí trabajando en el campo estaban demasiado alejados del camino para reconocerme pero no para darse cuenta de las paradas que hacía para ponerle la cadena cada vez que se salía. Y esa pista fue lo que puso a la Guardia Civil en mi busca. Al llegar a casa se lo conté todo a mis padres y ellos, sabiendo que además de la Guardia Civil, la familia del chico me buscaría sin descanso para matarme, porque, según decía mi padre, eran muy mala gente. Por eso decidieron esconderme en el falso techo del pajar y decir a todo el mundo que había desaparecido y que seguramente había sido víctima de un secuestro. En esa época no eran raros los casos de niños secuestrados por turbios personajes que iban de pueblo en pueblo ofreciendo caramelos a los niños y cuando se ganaban su confianza, los subían en su coche y nunca más volvía a saberse de ellos. Y así estuve viviendo muchos años, si a eso puede llamarse vida, hasta que mis padres murieron y tuve que salir de mi escondite.
En uno de mis primeros paseos nocturnos por los tejados me encontré con mi maestro y él me tomó como discípulo y me enseñó todo lo que sé de este duro oficio de sobrevivir. Todavía le recuerdo mirándome fijamente a los ojos con esa mirada entre severa y tierna. Era un hombrecillo diminuto, con un gran sombrero de fieltro negro cuyas alas caídas le llegaban a los hombros. Tenía la cara tiznada y unas largas, ásperas y canosas greñas y unas barbas que llegaban a la hebilla del cinturón, una nariz respingona y unas espesas cejas que casi tapaban unos ojos pequeños y brillantes como los de los un hurón. Recuerdo que me asusté mucho la primera vez que lo vi. Me sentí tan amenazado que retrocedí, cogí una piedra e hice ademán de lanzársela. Tranquilo, no voy a hacerte daño, me dijo con una voz dulce y susurrante como la del viento en los árboles. Sé quién eres y lo que hiciste, pero no te preocupes, no voy a decir nada a nadie. Si no sabes ni tienes donde ir, puedes venir a mi casa y estar allí el tiempo que quieras. Eso me dijo y echó a andar por los tejados. Yo no sabía qué hacer y sin darme cuenta seguí sus ágiles y seguros pasos en aquella noche sin luna. Al rato llegamos al caserón abandonado donde vivía. Lo primero que me dijo es que siempre buscara las sombras para refugiarme en ellas. Las sombras serán a partir de ahora tus amigas, tus aliadas, tus protectoras, dijo y echó a andar por los pasillos y cuartos de la casa con su ágil trote de niño apareciendo un instante bajo el charco de luz de un candil y desapareciendo un instante después, fundiéndose con la oscuridad. Llegamos al sótano que le servía de aposento, sacó pan, jamón, queso y vino de una alacena lo puso en la mesa y me dijo que me sentara. Después de cenar me llevó a una habitación contigua donde había un camastro y me dijo que me durmiera. A partir de ahora esta será tu casa, dijo.
Al día siguiente me enseñó el enorme caserón, y recorrimos el laberinto de los interminables pasillos llenos de puertas cerradas, los aljibes, los sótanos, los grandes salones de la planta baja, algunos de ellos llenos de arena, y las alcobas, los armarios, algunos con puertas secretas que comunicaban con otros armarios y cuartos ciegos. Varias veces estuve a punto de perderme en aquel dédalo de paredes de tierra encalada. Después me llevó al corralón donde estaban los porches, las cuadras y un pequeño huerto. Todos los balcones, ventanas, piqueras y ventanucos estaban cerrados. Le pregunté si vivía solo y asintió, después le pregunté que a qué se dedicaba y dijo que a un oficio ya en desuso. Me dijo que llevaba muchos años viviendo solo, llevando una existencia paralela a los demás, una vida aparte. Una vida que él no eligió sino que fueron las circunstancias las que le obligaron a seguir ese camino. Más o menos lo que te ha pasado a ti, dijo. Yo y el resto de los que nos hemos dedicado al arte de ser invisibles hemos vivido, en gran parte, gracias a la imaginación y superstición de la gente y también a su ignorancia y simpleza. Ahora que la gente se va despojando de todas esas cosas, nos vemos abocados a la extinción como cualquier especie animal amenazada por los nuevos tiempos. Esto se acaba, amigo mío, dijo poniéndome la mano en el hombro.
Me dijo que cuando él empezó a ejercer, quedaban cuatro supervivientes de la más de media docena que llegó a haber en el pueblo. Pero la mayoría no eran de nuestra cuerda, sino tan sólo amantes furtivos que andaban de noche por los tejados y la gente, siempre tan propensa al misterio, los tomaba por duendes. Pero duendes de verdad, duendes a jornada completa, sólo quedábamos cuatro. Uno muy guarro llamado “El Legañas”, especializado en espiar y rondar a parejas de novios; “El Pelanas”, uno calvo muy mal encarado y cabrón como él solo, que asustaba a los niños y ancianos; otro llamado “La Venancia” que era mariquita viejo y espiaba y acosaba a muchachos en sus cuartos y también mientras se bañaban en el río y en las albercas; y un servidor al que llaman “El Tormentas” porque me aparezco a algunos que me caen mal en las noches de tormenta para meterles el miedo en el cuerpo. Claro que eso era antes porque ahora ya no se asusta casi nadie y los niños menos todavía porque ya están saturados de horrores y violencias en el cine y en sus videojuegos y no me hacen el menos caso, incluso bostezan al verme. Tampoco los mayores se inmutan ya porque están curados de espanto de ver los telediarios y leer los periódicos. Unos y otros han perdido la inocencia para siempre y esa inocencia, esa credulidad, esa ingenuidad, ese temor ancestral es nuestro mayor aliado.
Yo, querido aspirante a habitar las sombras de la vida, me dijo, fui guerrillero del maquis y cuando me quedé solo, dejé el monte y me refugié en este caserón abandonado. Mi especialidad, aparte de dar los sustos de rigor, son los pequeños sabotajes a los fascistas del pueblo; a esconder y destruir documentos del juzgado y del ayuntamiento que comprometan a mis antiguos camaradas y sus familias. Todos esos duendes que te he dicho antes, ya eran, cuando les conocí, una panda de viejos achacosos, enfermos, cansados, seres marginales que habían tenido que desaparecer del mundo y buscarse e inventarse otra vida ayudados como te he dicho por la bendita superstición, la imaginación y la ignorancia de la gente. Pero ellos tuvieron la suerte de morir, ninguno sobrevivió a su época, excepto yo. Recuerdo la última vez que intenté asustar a un niño. Fue hace unos meses: me acerqué sigilosamente y me puse delante de él levantando los brazos mientras componía mi más aterradora pose. El chico me miró un instante con cara aburrida y me apartó de un manotazo diciéndome que me apartara que no le dejaba ver la televisión. ¿Te imaginas a un mico así, a un cacerolilla que no levanta un palmo del suelo que te vea saliendo de las sombras de su cuarto en una noche de tormenta y te diga que te largues por donde has venido porque quiere seguir viendo la televisión?… es increíble, qué tiempos estos en los que uno en vez de dar miedo, da pena. Nadie de los míos, y yo menos que nadie, tendría que haber pasado por ese trance.
Poco después el viejo guerrillero del maquis, mi maestro, murió y lo emparedé en uno de los muros del sótano como me dijo. Eso fue el invierno pasado. Desde entonces soy el último superviviente de una saga que se remonta a la fundación del pueblo allá por el reinado del Rey Pedro El cruel, y hablo del mil trescientos y pico, que se dice pronto.
Ahora sólo me queda esperar que la muerte me lleve pronto y sin hacerme sufrir demasiado. No me gusta sufrir, sufrir no sirve para nada, si lo sabré yo.



4


De repente dejó de llover y el sutil hilo de los recuerdos se cortó. Un espeso silencio cayó sobre el patio mientras caían, ya sin orden ni concierto, las últimas gotas de los canalones. Las raíces de la higuera salvaje que había crecido en el rincón, emergían del suelo como largos dedos quebrando el espejo turbio del patio. Una ráfaga de viento agitó las hojas de la higuera que se estremecieron durante un instante como si sintieran el frío y la humedad de la tarde agonizante a través de las raíces brillantes, estriadas y arrugadas como las garras de un animal prehistórico.
En ese momento, y no con poco trabajo porque me había quedado agarrotado por el frío y la humedad, además de por el mucho tiempo sin cambiar de postura, me incorporé del alféizar donde me apoyaba, cerré la ventana y volví a la cama con paso vacilante. Me metí en ella sintiendo al instante un gran alivio y bienestar, me arropé con el embozo hasta la barbilla y me quedé inmóvil mirando el techo del cuarto hasta que poco a poco las sombras lo fueron borrando hasta hacerlo desaparecer y el cuarto quedó completamente a oscuras, excepto el recuadro de la ventana que permanecía iluminado con una débil luz de ceniza. Entonces me quedé mirando la ventana, pensando que era una especie de máquina del tiempo que los días de lluvia me transportaba al pasado, a los recuerdos que todavía permanecían a salvo del tiempo arrasador. Y de entre todos esos recuerdos que han ido quedando retenidos en el tamiz de la memoria a lo largo de todos estos años, sobresaldrá aquella chica como un tesoro, como un sol resplandeciente que las espesas sombras que me cercan nunca podrán ocultar del todo. Ella y sólo ella será lo único que merecerá la pena salvar del inevitable y ya inminente naufragio de esta extraña, ardua, incomprensible y maravillosa travesía que es la vida. Estoy seguro que en el último momento, cuando apure el último sorbo de aire, volveré a ver esos ojos color avellana, grandes y ligeramente rasgados, que el sol los hacía de miel. Y esa mirada será todo para mí, mi único equipaje para el más allá. Todo el equipaje que necesito




Alejandro Tello Peñalva.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Buen empiece con buenos detalles, a su vez tierna y llena de compasión, con aires de poderío, le daría un toque de acción con reacción de sonrisa, en definitiva soberbió.

Felipe Lau.