Un CUENTO de INVIERNO

de:
Alejandro Tello Peñalva



Había una vez un jubilado enfermo de la próstata que, debido a su mal, tenía que levantarse a orinar varias veces por la noche.

Últimamente se había sentido peor y le habían llevado al hospital de Alcázar para hacerle unos análisis. Una noche se levantó a las dos de la mañana y mientras arrastraba sus zapatillas de paño camino del váter vio luz en la cocina. Se asomó por la puerta entreabierta y vio a sus hijos sentados alrededor la mesa con caras de preocupación y disgusto. Pegó la oreja a la puerta y oyó decir a su hija mayor en voz baja, como si rezara, que le había llamado el médico para decirle que según los últimos análisis, la enfermedad se había extendido por todo el cuerpo de forma irreversible y se esperaba un desenlace fatal en los próximos días. “Me ha dicho que no cree que llegue más allá de la semana que viene y que esta misma tarde le llevemos para ingresarle en la planta de cuidados paliativos”, la oyó decir. El jubilado retiró la oreja, miró un instante por la rendija de la puerta y vio a sus hijos en silencio, cabizbajos y meditabundos delante de unos vasos de café con leche y una bolsa de rosquillos.

Mientras orinaba miró un instante su cara soñolienta reflejada en el espejo del lavabo y vio en ella miedo y resignación a partes iguales. Cuando acabó, volvió al cuarto haciendo con sus zapatillas un siseo tan imperceptible como el aleteo de un mochuelo. Ya no pudo dormir y esperó al nuevo día con la vista fija en la ventana mirando cómo la claridad de ceniza del amanecer iba posándose lentamente en los visillos. Se levantó temprano y después de desayunar le dijo a su hija que se iba a dar una vuelta. Mientras se ponía la pelliza y la gorra, su hija le dijo que volviera pronto porque iban a comer pronto para después ir al hospital a hacerle unas pruebas.

El viejo asintió mientras abría la puerta de la calle y apartaba la cortina de un manotazo. Estuvo más de dos horas recorriendo todos los rincones de aquel laberinto de calles que formaban su pueblo. Y entonces, por primera vez se dio cuenta que cada rincón estaba asociado a un recuerdo, a una vivencia, a una emoción y que era ahora, en el momento de su despedida, cuando era consciente de todo lo que significaban para él esas calles. Entonces se dio cuenta que el pueblo no sólo había formado parte de su vida sino que era su vida entera latiendo en cada rincón.

Cuando se cansó de recorrer las calles y plazas, se fue para la tapia donde se juntaba con su cuadrilla de jubilados, “los quintos” les llamaba él. Preparó el cubo de chapa, el trozo de rasillón y el cartón y se sentó entornando los ojos de placer al sentir en los riñones el calorcillo de la tapia encendida por aquel suave sol de invierno. Sin abrir los ojos, se levantó la visera de la gorra para sentir la caricia de aquel sol en su cara y ese estado de trance pensó si debía contarles a sus amigos lo que le pasaba y despedirse de ellos o ahorrarles a ellos y también a sí mismo ese trago. Pensó que lo mejor sería tomar la decisión cuando llegara el momento.

Cuando estuvieron todos y, como era habitual, empezaron a hablar de los gloriosos viejos tiempos, fue entonces cuando a nuestro jubilado perdió su eterna compostura y les preguntó con acritud si de verdad creían que los años jóvenes habían sido los mejores de sus vidas. Todos, como un solo hombre, le respondieron que sí porque entonces, dijeron, además de la salud, todos los sueños, ilusiones y esperanzas estaban intactas. Sin duda, cualquier tiempo pasado fue mejor porque entonces servíamos para algo, no como ahora, que no valemos para nada, dijo uno que llevaba muy mal la vejez.

Después oír algunas opiniones y muchos, demasiados silencios y encogimientos de hombros que hablaban a gritos, les dijo que para él los mejores años de su vida habían transcurrido desde que se jubiló. Acordaos que cuando éramos jóvenes lo único que hacíamos era trabajar y trabajar como borricos por un sueldo que nos lo daban “contaíco”, lo justo para que no levantáramos la cabeza nunca y volviéramos al día siguiente a dejarnos los riñones en el tajo.
Es ahora, dijo, con la perspectiva que da la vejez cuando se tiene plena conciencia de lo que ha sido nuestra la vida y es ahora también cuando podemos apreciarla y disfrutarla como es debido porque hasta entonces estábamos obsesionados con el trabajo, con la zanahoria que nos ponían delante, con echar muchos jornales y poder comprar cosas que más tarde, demasiado tarde ya, nos damos cuenta que no sirven para nada. Que las cuatro cosas que tenemos han sido a costa de mucho, muchísimo trabajo y sacrificio. Un precio demasiado elevado si tenemos en cuenta que lo hemos pagado con nuestro tiempo, con nuestra vida, que es lo más valioso que tenemos. Sin darnos cuenta vendimos nuestra vida a cambio de un mísero jornal que nunca se negoció porque ya te venía concedido “de arriba” como una maldición Bíblica que había que soportar y padecer sin rechistar, una especie de pecado original que nos venía dado por el hecho de nacer en esta tierra. Muchos de nosotros creímos insensatamente que todo cambiaría algún día sin que nosotros tuviéramos que intervenir para nada y muchos de nosotros también pensamos, y ese error fue todavía más grave y trágico, que nuestro tiempo era ilimitado y ahora nos damos que cuenta que todo ha pasado demasiado deprisa y casi no nos hemos enterado porque cuando la vida pasaba a nuestro lado, cuando podíamos haber hecho algo de verdad por cambiar el estado de las cosas, estábamos muy ocupados echando nuestro triste jornalico. Como sabéis, no soy hombre de grandes luces y nunca he levantado la voz en este corro pero ahora tengo que deciros que uno, aunque no quiera, a fuerza de vivir aprende y yo he aprendido una cosa, una sola cosa, pero fundamental y es que hay que luchar por lo que uno cree justo aquí y ahora y no mirar para otro lado como si la cosa no fuera con nosotros y esperar que sean otros los que nos solucionen las cosas; los que nos saquen nuestras jodidas castañas del fuego, un trabajo que sólo podíamos haber hecho nosotros y no quejarnos tanto de la realidad que nos rodea sin mover un dedo por cambiarla.

No somos más que un hatajo de viejos que no hemos aprendido nada, dijo levantando tanto la voz que los compañeros se quedaron mirando unos a otros extrañados y sorprendidos por el sermón que les estaba echando un hombre que siempre había asentido y había permanecido más callado que el río Riánsares. Parecía que el hombre, en ese momento, se estaba desquitando de tantos años de silencio.
“¡Ya estoy hasta los cojones!, gritó, poniéndose de pie ante el asombro de sus amigos, de ver cómo gastamos un tiempo precioso y una gran energía añorando un tiempo pasado que nunca volverá y esperando inútilmente tiempos mejores. Cuando lo único que hay que hacer es agarrarse al presente, al aquí y el ahora y disfrutarlo intensamente. Lanzarse sin temor a conocer y disfrutar los pequeños placeres cotidianos porque ahí está toda la felicidad que buscamos. Desde que acudo a esta tertulia, les dijo, sólo he oído lamentaciones, miedos, ñoñerías, absurdos sentimientos de culpa cada vez que os soltáis un poco la faja y sois vosotros mismos; añoranzas de cualquier tiempo pasado y, sobre todo, darle vueltas a lo peor, a la enfermedad y la muerte que parece que sentís a la vuelta de cualquier día y algunos a la vuelta cualquier esquina. Dejaos ya de temores por favor, nunca se muere la víspera. ¿No os dais cuenta las energías y el tiempo que habéis malgastado cruzando tantas veces el puente antes de llegar al río?. Creéis que la jubilación es una vía muerta, un hoyo, una trampa en la que habéis caído y ya no hay vuelta de hoja. Pero nadie nos ha cambiado las agujas, la vía continúa, sois vosotros los que habéis tomado la vía muerta de la melancolía, la resignación y la renuncia cuando es el momento de realizar la mejor travesía de nuestra vida.

Casi todos negaron con la cabeza y algunos empezaron a hacer un amargo recuento de las cosas que antes podían hacer y ahora no. Él les replicó que ahora se podían hacer muchas más cosas por ejemplo volcar vuestra experiencia en las generaciones de jóvenes que están a punto y ya están metidos hasta el cuello en la misma ratonera que nos prepararon a nosotros. Jóvenes esclavizados por sueldos “mileuristas” y por hipotecas que son lo más parecido a cadenas perpetuas. Injusticias contra las que, como nosotros, no mueven un dedo esperando que alguien venga a solucionárselas. Nuestra experiencia debe ser mejor herencia que podemos dejarles. Volvieron los murmullos pero nadie dijo nada y al final se impuso el silencio y durante un buen rato todos quedaron ensimismados mirando la ancha llanura de viñas y barbechos envueltos en la luz cegadora del mediodía y más allá, al horizonte de rotos y desgastados dientes de la sierra de Villacañas erizada de molinos de viento. En ese momento miraron sus relojes y fueron levantándose lentamente con no poco trabajo y echaron a andar cada uno a su casa.
Durante el camino a casa, el viejo pensó en lo triste que era ver a sus amigos y compañeros aturdidos, desilusionados, acobardados, derrotados. Le dolía verlos vivir en el pasado, dando ya la vida por acabada y perdida y pendientes de un negro futuro cada vez más cercano donde se ven poco menos que vegetales comiendo purés y ensuciando pañales. Le dolía que siguieran arrastrando esa apatía, desgana, inercia, ese miedo a vivir, ese miedo a sentir y a decir lo que se siente. Le dolía verlos cargados con ese aterrador sentimiento de culpa, esa negra semilla de la resignación, del absurdo pecado y la obediencia debida que algún manipulador cabrón y amargado y retorcido enterró hace muchos años en sus jóvenes molleras. Sentía cómo la resignación, la sumisión, la culpa y el temor prendió y se extendió como la grama por aquellos hombres derrotados sin haber siquiera entrado en batalla. A él le costó horrores arrancarse esa casi invencible mala hierba, esa amarga convicción de que la vida es un valle de lágrimas, un doloroso trámite hacia “el más allá”, un lugar triste, oscuro y terrible plagado de trabajos y penalidades donde detrás de cualquier placer y desahogo, por pequeño y inocente que fuera, amenazaba el pecado y la condenación eterna y Pedro Botero con sus calderas no era sino el “coco” inventado no por Dios, desde luego que no, sino por los que vivieron como Dios a costa de todos nosotros.

Alejandro Tello Peñalva.

2 comentarios:

Miguel dijo...

Muy buen relato, ¡enhorabuena!

Recordemos el dicho:

Carpe Diem

Tino dijo...

Como siempre hasta el fondo. A vivir que efectivamente son dos días. Muy bueno